Comentario a la Exhortación Apostólica Verbum Domini

27 Dic, 2011 | Para ayudar a crecer. Varios

Comentario a la Exhortación Apostólica Postsinodal
Verbum Domini

José Serafín Béjar Bacas
Profesor de la Facultad de Teología de Granadaserafin-bejar-2.gif

Introducción

Una exhortación apostólica es un documento, firmado por el Papa, que surge como resultado de un Sínodo de Obispos previo. Así es, del 5 al 26 de octubre del año 2008, el papa Benedicto XVI convocó en Roma su primer Sínodo de obispos con el tema La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. El 30 de septiembre del 2010, aparecía este documento como fruto del encuentro de obispos de todo el mundo.

1. El Dios que habla

En el nº 4 de VD, podemos leer: “En la XII Asamblea sinodal, Pastores provenientes de todo el mundo se reunieron en torno a la Palabra de Dios y pusieron simbólicamente en el centro de la Asamblea el texto de la Biblia, para redescubrir algo que corremos el peligro de dar por descontado en la vida cotidiana: el hecho de que Dios hable y responda a nuestras cuestiones”.
Dios habla y responde a nuestras cuestiones, pero ¿dónde podemos escuchar su voz? Cuando nos referimos a la Palabra del Dios, de modo inmediato traemos a nuestra imaginación el libro de la Biblia. De hecho, en la liturgia de la Palabra, cuando celebramos la eucaristía, después de cada lectura decimos “Palabra de Dios”. Así, para muchos cristianos, el cristianismo, junto con el judaísmo y el islam, suelen ser identificadas, sin más, como “religiones del libro”. Después de celebrarse este Sínodo de obispos, con la temática concerniente a la Palabra de Dios, conviene recuperar algunas de las claves esenciales que nos dejó el Concilio Vaticano II sobre esta materia y que aparecen ahora reflejadas en esta Exhortación. De este modo, descubriremos de manera renovada que lo cristiano, aún referido a la Biblia, trasciende con mucho los estrechos límites de un libro.
O de otro modo, en este primera intervención, que quizás tenga un tono más teológico y académico, quiero apuntar cómo la Sagrada Escritura, que contiene la Palabra de Dios, no puede ser identificada, sin más, con dicha Palabra. Para ello, establecemos, como grueso de nuestra reflexión, un acercamiento a las claves fundamentales de comprensión que nos ofrece el Concilio Vaticano II al hablarnos de esta Palabra divina. Este acercamiento pretende evidenciar, tal como hemos apuntado, que el cristianismo no es una religión del libro, sino la religión que confiesa el acontecimiento del Dios venido en carne.

1.1. En el principio no existía la Biblia, sino la Palabra

Cuando Dios habla, ¿qué dice? ¿Dios habla de la misma manera que los hombres pueden hablar unos con otros? ¿La Palabra de Dios puede igualarse, sin más, a las palabras humanas? Con estas preguntas, estamos poniendo el acento en uno de los temas fundamentales de comprensión de nuestra fe: la “revelación”. Por esta razón, para comprender qué significa que Dios hable a los hombres, tendremos que profundizar en el significado del concepto “revelación”.
El ambiente teológico que predominaba en la Iglesia pre-conciliar suponía una comprensión del cristianismo que tenía como sustento un concepto de revelación entendido como acumulación de verdades eternas. De esta manera, el cristianismo quedaba reducido a un ejercicio intelectual que consistía en un conocimiento, lo más riguroso posible, del conjunto de dichas verdades. En efecto, si Dios había hablado a los hombres, lo que les había trasmitido era un conjunto de verdades que el hombre tenía que asumir y creer. Este modo de entender la revelación tenía un reflejo en todas las dimensiones de la vida cristiana; especialmente, en la catequesis, que compete al ámbito de transmisión de la fe. Una prueba de esto, eran los catecismos de los jesuitas Gaspar Astete y Jerónimo Martínez de Ripalda, que, desde el siglo XVI, ayudaron a socializar en la fe cristiana a millones de creyentes hispanohablantes y que eran concebidos como conjunto de preguntas y respuestas destinadas a la memorización. Así, en estos catecismos, se ofrecía aquella doctrina que había que saber-creer para salvarse.
No es extraño pues cómo la fe cristiana pugnaba, en algunas de sus derivaciones, por medirse con las ideologías que han marcado el desarrollo del siglo veinte, tanto en sus versiones burguesas (me refiero al liberalismo) como revolucionarias (y aquí al marxismo). Es lógico pensar que lo cristiano, reducido a un conjunto de verdades que hay que creer, que han sido “reveladas” por Dios, se convierta en una ideología más al uso que es capaz de ofrecer una meditada explicación del mundo y de las leyes de su funcionamiento. Por ello, la teología tenía un palpable carácter apologético y proselitista al centrar su preocupación en mostrar la superioridad de su caudal de “verdad” con respecto a otras propuestas de sentido. Así, el cristianismo reivindicaba para sí una forma de verdad universal y abstracta.
Sin embargo, junto a estas teologías anquilosadas, en la primera mitad del siglo XX, aparecen gérmenes de renovación que tienen como principal motor una decidida vuelta a las fuentes del cristianismo primitivo, especialmente a la patrística. Comienza así una primavera teológica que va a reivindicar, en contraste con los escenarios ideológicos de los siglos XIX y XX, la especificidad de la entraña misma del cristianismo. En efecto, lo cristiano no es una ley general cierta, una cosmovisión de alcance global, un potente sistema que da una explicación cumplida de la realidad sin restos de sombras… Ahora, la verdad será propuesta no como universal y abstracta, sino como personal y concreta, es decir, la verdad del cristianismo es la persona de Jesucristo que se ha manifestado al hombre.
Hagamos un paréntesis para entender esto. Es interesante a este respecto, y en contraste con la forma de entender occidental y racionalista, recordar el concepto de verdad que brota de la sabiduría bíblica. En la mentalidad semita, la palabra que corresponde a “verdad” es el término hebreo EMET, que proviene de AMÁN, término que designa la confianza y confidencia de una persona. Así pues, y esto es muy importante, “si verdad es para los griegos una realidad objetiva e intemporal, para el mundo de la Biblia es una relación entre personas, que se experimenta en el transcurso de una historia. Es decir, verdad sería para los griegos el Teorema de Pitágoras, pero para el pueblo de la Biblia la verdad sería, por ejemplo, una relación entre amigos. De esta manera, lo contrario de la verdad sería, para los griegos, el error o la mentira; para los judíos, lo contrario de la verdad es la ruptura de una ligazón de confianza que duraba en el tiempo”, o sea, la infidelidad.
Un ejemplo de esta nueva forma de concebir lo cristiano, la encontramos en una de las obras fundamentales de la teología del siglo XX, escrita allá por los años treinta, La esencia del cristianismo de un importante teólogo, de origen italiano, llamado Romano Guardini. En uno de sus momentos más brillantes podemos leer un texto que, sin duda, puede ser catalogado como determinante para la historia de la teología del pasado siglo:

La doctrina cristiana afirma, en efecto, que por la humanización del Hijo de Dios, por su muerte y su resurrección, por el misterio de la fe y de la gracia, toda la creación se ha visto exhortada a abandonar su aparente concreción objetiva y a situarse, como bajo una norma decisiva, bajo la determinación de una realidad personal, a saber: bajo la persona de Jesucristo. Ello constituye, desde el punto de vista lógico, una paradoja, ya que parece hacer problemática la misma realidad concreta de la persona. Incluso el sentimiento personal se rebela contra ello. Someterse, en efecto, a una ley general cierta – bien natural, mental o moral – no es difícil para el hombre, el cual siente que al hacerlo así continúa siendo él mismo, e incluso que el reconocimiento de una ley semejante puede convertirse en una acción personal. A la pretensión, en cambio, de reconocer a “otra” persona como ley suprema de toda la esfera religiosa y, por tanto, de la propia existencia, el hombre reacciona en sentido violentamente negativo (Madrid 1959, 21)

Esta vuelta a las fuentes ayuda a reubicar también la importancia del texto bíblico en referencia a la vida de la Iglesia. El libro tiene el inconveniente de apuntalar una idea de revelación que sigue subrayando la acumulación de verdades, al tiempo que incita a derivaciones ideológicas de lo cristiano. De hecho, la teología pre-conciliar usaba el texto bíblico como caudal de contenidos doctrinales y morales. Sin embargo, pasaba de largo la genial intuición de que en el principio del cristianismo no fue el libro, sino un encuentro: aquel que tuvo lugar entre los frustrados discípulos del Viernes Santo y el Señor resucitado. El acontecimiento, el evento, el encuentro… es la categoría que sustenta la verdad última del cristianismo y la Biblia, lejos de ser un libro del pasado, es el instrumento que pretende facilitar, desde la contemporaneidad de Jesús Resucitado, dicho encuentro.
En este clima podemos entender cómo el Vaticano II es el primer concilio general que se ha ocupado de la Palabra de Dios y su revelación de un modo exclusivo y total, dedicando al tema la reflexión de una entera constitución que se ha dado en llamar Dei Verbum (DV), es decir, La Palabra de Dios. En este sentido, la atención que dicha constitución ha tenido en la recepción teológica postconciliar es patente, ya que marca un hito en el modo de comprender la esencia misma del cristianismo y, por ello, ha sido determinante, como marco fundamental del Sínodo de obispos que ha dado lugar al documento que ahora estudiamos. De hecho, en el nº 7 de la VD podemos leer: “la fe cristiana no es una religión del Libro: el cristianismo es la religión de la Palabra de Dios, no de una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo”.
Por esta razón, vamos a hacer brevemente un acercamiento a las claves fundamentales de comprensión de la Constitución del Concilio Vaticano II Dei Verbum, que es el telón de fondo para leer toda la primera parte de la Exhortación que nos ocupa. De esta manera, entenderemos de qué hablamos cuando decimos “revelación” y cómo habla Dios concretamente a los hombres.

1.2. La revelación es una trasmisión de vida

El documento conciliar Dei Verbum comienza con un texto bíblico de la primera carta de Juan que, meditadamente, contiene en embrión todo cuanto será desarrollado posteriormente en toda la Constitución. Conviene recordar el texto bíblico en cuestión: “Os anunciamos la vida eterna: que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros viváis en esta unión nuestra, que nos une con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 2-3). ¿Qué nos dice este texto? Tres aspectos fundamentales que nos ayudan a entender qué es la revelación. Lo vamos a entender mejor haciéndonos tres preguntas: ¿qué realidad tiene por objeto la revelación?, ¿de qué manera se revela Dios?, y, por último, ¿cuál es la pretensión de Dios al revelarse?

a) ¿Cuál es el objeto de la revelación? Dios se da a sí mismo

El objeto fundamental de la revelación, tal como afirma el texto joánico, hace referencia a la “vida eterna”. Y precisamente, dentro de la escuela teológica de S. Juan, la vida es el atributo determinante de Dios. Por esta razón, el objeto de la revelación no puede ser otro, sino Dios mismo. De esta manera, y ya desde el proemio de la Constitución sobre la Palabra de Dios, el Concilio está orientando la reflexión sobre la revelación desde un sentido marcadamente teocéntrico; tal como se afirma en DV 2: “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad”. Este teocentrismo hace referencia a cómo el objeto de lo revelado no son verdades o decretos eternos, sino el “sí mismo” de Dios. Dios, al decirse al hombre, no le da mensajes o cosas, se da Él mismo.
El otro gran concilio donde se habló de la revelación había sido el Concilio Vaticano I. Allí, al explicitar lo que Dios revela al hombre, se hablaba de “decretos”. Ahora, en el Vaticano II, Dios revela el “misterio” o “sacramento” de su voluntad. Y por misterio, en relación a la idea del mismo que encontramos en el Nuevo Testamento, se entiende una historia de la relación entre Dios y los hombres, una aventura de amor de un Dios que, lejos de quedarse aislado y sólo en su cielo de nubes, decide crear una humanidad a la que quiere dar su misma vida. Encontramos, por tanto, una evolución en la propia compresión de la revelación, donde el acento cambia desde un punto de vista más cognoscitivo e intelectual a otro mucho más vital y existencial.

b) ¿De qué manera se revela Dios? ¿de qué forma se da a sí mismo? En su Hijo Jesucristo

Siguiendo con el texto de Juan, el modo concreto de la revelación de esta vida eterna ha sido la manifestación de Dios en la persona de Cristo. Este es el punto fundamental de la Constitución conciliar. Así, se nos habla de una manifestación que, de nuevo, nos pone en guardia frente a cualquier intento de reducción intelectualista de la revelación; precisamente porque no son sólo palabras las que se manifiestan, sino el acontecer de la misma vida divina en una persona. Esta percepción se hace aún más patente si contextualizamos el texto joánico; sobre todo atendiendo al versículo inmediatamente anterior: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida…” (1 Jn 1,1). Este texto afirma que lo que existía desde el principio se puede oír, pero también se puede ver e, incluso, podemos tocarlo. El teólogo jesuita francés, H. de Lubac, que participó en el Concilio, afirma a este respecto:
En esta manifestación las palabras que percibimos con los oídos desempeñan su papel: un papel importante y esencial, por supuesto, pero no único: se trata, en efecto, de un Jesucristo “visto, escuchado, tocado”, es decir, de Jesucristo “contemplado”. Él nos revela a Dios Padre con su presencia activa, con todo su ser. En la persona de Jesús hombre aparece realmente Dios entre los hombres (Comentario al preámbulo y al capítulo I, en B.D. DUPUY (dir.), La revelación divina. Constitución Dogmática Dei Verbum, I, Madrid 1970, 186s.)

De esta manera, queda superada la oposición que establecieron algunos exegetas e investigadores entre la clave de comprensión de la revelación bíblica, fundada en la voz y el oído, y el acercamiento a lo divino de parte del paganismo y el helenismo, centrada en imágenes visuales. Así pues, la revelación se realiza “por obras y palabras intrínsecamente ligadas” (DV 2). Estas apreciaciones del Concilio crearon cierta polémica entre los padres conciliares ya que, a juicio de muchos de ellos y tal como aparecía en muchos manuales de la época, se partía del convencimiento de que la revelación natural (Creación) se realizaba por medio de hechos y la revelación sobrenatural (Escrituras) por medio de palabras. Sin embargo, prevaleció en el texto la caracterización de la noción bíblica de “palabra” que, más allá de su significado para la filosofía griega, en ámbito hebreo, hace referencia a un evidente potencial performativo. Esta palabra “performativo” significa que la Palabra de Dios es capaz de crear realidad. O de otro modo, la palabra de Dios es siempre activa y opera infaliblemente aquello que dice. O también, en palabras de Santo Tomás, “el decir de Dios es hacer” (In 2 Cor, cap. 1, lect. 2, num. 1). [explicar aquí que podemos hacer cosas con las palabras: informar y performar]
Esta profunda unidad, advirtiendo de los peligros de acentuaciones unilaterales, está claramente expresada en el texto conciliar. En efecto, tenemos el riesgo, desde nuestros parámetros de sentido occidentales, y como ya hemos insinuado, de reducir los términos “palabra” o “verdad” a un significado acentuadamente intelectualista. Sin embargo, ampliando dicho significado desde los horizontes que nos aporta la sabiduría bíblica, debemos convenir en cómo tanto la verdad como la palabra, en contexto semita, hace referencia a una vida con un evidente potencial de transformación de la realidad. La verdad es entendida como fidelidad y la palabra se comprende desde su posibilidad manifiesta de engendrar realidad. De hecho, en los relatos bíblicos de la creación encontramos a un Dios que hace cosas con sus palabras:
Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé (Is 55,10-11).

El Concilio pretende ofrecer así un concepto de “revelación-conocimiento” que queda enmarcado en el horizonte mucho más amplio de un concepto de revelación entendido como “acontecimiento”. La revelación no es algo susceptible de ser conocido por el entendimiento (ideas), sino que es un acontecimiento que sucede y se impone en el centro mismo de nuestra existencia y que ha de ser captado y vivido con la totalidad de lo que somos (corazón, entendimiento y voluntad).
De esta forma, el cristianismo, uniendo ambas perspectivas, sostiene que la substancia de la revelación no consistió en la enseñanza de una doctrina, sino en la aparición de una Presencia entre los hombres. Por tanto, la orientación teocéntrica del texto conciliar es descodificada desde un sentido evidentemente cristológico que nos recuerda cómo una de las desgracias de la teología, en su proceso de evolución, ha podido ser la atomización de la revelación en artículos de fe sin relación con un centro vivo. En efecto, Cristo ha de ser considerado a la vez como el Mensajero y el contenido del Mensaje, el revelador y la misma verdad revelada ya que, en palabras del Concilio en DV 2, Cristo es “mediador y plenitud de toda la revelación”. Así, esta concentración cristológica pone de manifiesto que Jesús de Nazaret realiza, en sentido absoluto, la Presencia de Dios entre nosotros y garantiza que la revelación que describe la Constitución no es cualquier tipo de revelación, sino propiamente la revelación cristiana. Por tanto, esta revelación se encuentra permanentemente referenciada al acontecimiento Cristo y, de esta manera, se establece un elemento de diferenciación con respecto a las demás tradiciones religiosas. En palabras de otro teólogo francés, P. Rousselot:

Entre todas las religiones que se proclaman reveladas, sin exceptuar al judaísmo, el cristianismo es la única cuya revelación, al mismo tiempo que desborda la historia por la riqueza trascendental de su contenido, se encarna en una persona que, no contenta con trasmitir una doctrina, se presenta a sí misma como la Verdad y la Justicia vivientes.

No obstante, el hecho de poner a Cristo como clave de comprensión de la revelación cristiana no ha de ser entendido simplemente como “cristomonismo”. En efecto, teniendo como telón de fondo el texto aducido de S. Juan, podemos constatar cómo la reflexión conciliar nos conduce en una dirección trinitaria. El Hijo, bajo la dirección del Espíritu, habla de lo que ha oído en el seno del Padre: “por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (DV 2). En efecto, la Constitución sobre revelación pone de manifiesto una clara identificación entre contenido y forma trinitaria. El Dios comunidad de personas se da a sí mismo de una forma trinitaria. No es de extrañar, en este sentido, que la referencia a la historia de la salvación tenga un claro papel en el conjunto de este documento. Por ello, la revelación, entendida como el acontecimiento de la comunicación de Dios al hombre, adquiere un marcado carácter dinámico a partir de la categoría de “historia”. De nuevo aquí, la revelación, cuyo memorial son las Sagradas Escrituras, no se presenta como un código, ni como una lista de proposiciones, sino como la historia de lo que Dios ha hecho en unas vidas de hombres, a favor del conjunto de la humanidad, con vistas a realizar en ésta un determinado designio de salvación. Así pues, la centralidad de Cristo en el conjunto de la reflexión conciliar alcanza un carácter dinámico al quedar inserto como protagonista de una larga historia de amor entre Dios y los hombres de todos los tiempos. De hecho, los números 3 y 4 de la Constitución dan paso a una estructuración narrativa que pretende rememorar toda la economía de la salvación. De alguna manera, el texto conciliar nos está diciendo que lo cristiano no puede definirse con conceptos, sino que ha de ser dicho por medio de un “relato”. Y ello porque la riqueza de una historia no se puede cerrar en los estrechos límites de los conceptos, sino que ha de ser evocada por la fuerza de un relato.
Pongamos un ejemplo de esto que estoy diciendo y que puede tener claras consecuencias en nuestro trabajo pastoral. Cuando alguien nos pregunta: – ¿Quién eres tú?, nadie responde dando una definición; por ejemplo: “Yo soy una substancia individual de naturaleza racional”. ¿Por qué razón? Porque la riqueza inabarcable de nuestro misterio sólo puede ser aprehendida de modo narrativo, contándonos. A la pregunta sobre quién eres tú, todos respondemos con un relato: – Yo soy Serafín, el hijo de José y de Carmen, y nací hace 37 años en un pueblo de la costa granadina llamado Molvízar… De la misma manera, a la pregunta sobre qué es el cristianismo hemos de responder no con una definición, sino con la proclamación de un relato. Por ello, cuando rezamos el CREDO en la misa del domingo, lo que hacemos es narrar una historia: la del Padre creador que, en la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo único con la fuerza del Espíritu Santo. La riqueza de la historia de la salvación trasciende con mucho los estrechos límites de una definición y nos abre a una forma de pensar más narrativa y simbólica. De hecho, la misma celebración de la eucaristía está sostenida en una estructura narrativa porque, siempre que nos reunimos los cristianos, lo que hacemos es narrar nuestra historia original que es, al mismo tiempo, nuestra historia originante: “La noche en que el Señor iba a ser entregado, tomó pan y dándote gracias lo partió y se lo dio a sus discípulos…” La Iglesia es, por tanto, una comunidad de narración.
Así pues, el texto de la constitución dogmática DV describe la revelación en lenguaje bíblico y narrativo como un acontecimiento interpersonal de encuentro entre Dios y el hombre. De ahí que el término “encuentro”, cargado de una significación existencialista, sea también uno de los más adecuados para describir la esencia misma de la revelación según las enseñanzas del Concilio Vaticano II. En efecto, “en esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía” (DV 2). La categoría encuentro supone afirmar la dignidad de dos libertades, la constatación de que la gloria de Dios y la gloria del hombre no se repelen, sino que se complementan. Dios sigue siendo Dios y el hombre sigue siendo hombre. No obstante, la Constitución no deja lugar a confusión al constatar que estas dos libertades no pueden ser afirmadas sino de modo asimétrico: la libertad del Dios trinidad para revelarse funda la posibilidad de que el hombre sea el destinatario de una posible comunicación divina. Esto no quiere decir otra cosa sino que Dios siempre toma la iniciativa, que su venir a nosotros es previo a cualquier paso de nuestra parte. Aquello de S. Agustín: “No te buscaríamos, Señor, si Tú previamente no nos hubieras encontrado”.
Todo lo que venimos diciendo tiene un reflejo en el texto de la Verbum Domini y precipita en el nº11, en uno de los párrafos más brillantes de toda la Exhortación. En efecto, el papa Benedicto afirma allí:

La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos y normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.

De este modo, todo lo que acabamos de decir en esta parte, podría precipitar en las siguientes palabras: “acontecimiento”, “persona”, “historia”, “encuentro”. Palabras que podemos dejar en nuestra mente y en nuestro corazón para que vayan fecundando una nueva manera de ser cristianos.

c) ¿Cuál es la finalidad de la revelación? ¿Para qué se da Dios a sí mismo en su Hijo Jesucristo? Para crear comunión entre los hombres e invitarlos a participar de la naturaleza divina

Siguiendo con el texto joánico que abre el proemio, se nos habla de la transmisión de la revelación: “Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros viváis en esta unión nuestra, que nos une con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. El acontecer del Dios vivo a los apóstoles no pretende una intimista autocomplacencia para la satisfacción personal, sino la ineludible misión de transmitir aquello que se ha recibido. De esta manera, el acontecimiento de la revelación, desde una esencial indisponibilidad, toma la forma de un testimonio que persigue crear comunión. Por tanto, el anuncio de la salvación contiene la salvación anunciada porque, provocando una transformación de la realidad, genera unas nuevas condiciones de vida basadas en la esencia de la misma vida trinitaria, que es la comunión. O de otro modo, los apóstoles no simplemente anuncian a Cristo, sino que lo dan. Se establece así una real comunión entre los creyentes de todos los tiempos y los primeros testigos del Resucitado, que da lugar a la Iglesia.
Con todo ello, podemos entender que la primera carta de S. Juan nos habla de la finalidad de la revelación como de una participación de la propia vida divina. En efecto, el fin de la revelación no sólo implica una real comunión entre los hombres a partir del vínculo de la fe, sino la entrada en el mismo seno de la Trinidad. De este forma, la reflexión conciliar establece una clara equivalencia entre objeto y finalidad de la revelación. En efecto, al comienzo de esta exposición dije que Dios, al revelarse, se da a sí mismo. Pues bien, la finalidad de ese darse a sí mismo es la pretensión de hacernos partícipes de su misma vida divina, es decir, divinizarnos. Los primeros cristianos decían que Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios. Aquí topamos con una realidad que, a mi juicio, está ausente de nuestro anuncio pastoral casi por completo. ¿Qué damos? Unas ideas, una nueva forma de entender la vida, unos ritos preñados de más o menos estética, una moral o una ética, una ideología… En palabras de S. Bernardo, podemos decir que Dios “dándose se revela, y revelándose se da” (De cantico canticorum, sermo 8, num 5). O también, es imposible disociar dos aspectos de la misma realidad: la manifestación con que Dios se nos descubre y el don con que se nos entrega a sí mismo. Es imposible separar la revelación de su fin.

1.3. Conclusión: ¿Qué significa que Dios habla?

La revelación es la autocomunicación de Dios en la persona de Jesucristo que busca el encuentro con el hombre para hacerlo así “participar de la naturaleza divina” (DV 2). O de otro modo, Dios se da a sí mismo, en su Hijo Jesucristo, para crear comunión entre los hombres, e invitarlos a participar de su naturaleza divina. Se rebasan así los límites de un concepto de salvación que ha sido tradicionalmente entendido desde la determinación que conceden realidades como el pecado y el mal. Ahora, los conceptos de redención y salvación son cargados de un sentido positivo que persigue expresar la riqueza de la comunión con Dios, es decir, la divinización del hombre.
No es extraño pues, que habiendo sido invitado por Ratzinger a dirigir unas palabras a la asamblea sinodal que nos ocupa, el patriarca ecuménico Bartolomé I, afirmara lo siguiente, a propósito del texto bíblico:

En el contexto de la fe viviente, la Escritura es el testimonio vivo de la historia vivida respecto a la relación de Dios viviente con un pueblo viviente. La Palabra que habló a través de los profetas, se habló para ser escuchada y tener efecto. Es primordialmente una comunicación oral y directa diseñada para beneficio de los seres humanos. El texto escriturístico es, por tanto, derivado y secundario; sirve siempre a la palabra hablada. No se transmite mecánicamente, sino que se comunica de generación en generación como una palabra viva.

Del mismo modo, y con una importancia notable para la reflexión teológica, en las Proposiciones de la última Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, objeto del voto personal por parte de los padres sinodales, y presentadas al Papa Benedicto XVI, se puede leer un párrafo que ha quedado recogido finalmente en la misma Verbum Domini 7:

La expresión Palabra de Dios es analógica. Se refiere sobre todo a la Palabra de Dios en Persona que es el hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Verbo del Padre hecho carne (cf. Juan 1, 14). La Palabra divina, ya presente en la creación del universo y en modo especial del hombre, se ha revelado a lo largo de la historia de la salvación y es atestiguada por escrito en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Esta Palabra de Dios trasciende la Sagrada Escritura, aunque esta la contiene en modo muy singular. Bajo la guía del Espíritu (cf. Juan 14, 26; 16, 12-15) la Iglesia la custodia y la conserva en su Tradición viva (cf. DV 10) y la ofrece a la humanidad a través de la predicación, los sacramentos y el testimonio de vida. Los Pastores, por lo tanto, deben educar al Pueblo de Dios a acoger los diversos significados de la expresión Palabra de Dios (Proposición 3ª).

Por tanto, y ya para terminar, ¿qué significa que Dios habla? Que se da a sí mismo como vida, y vida abundante, a todos los hombres. Si esto es así, ¿cuál es la palabra más bella y esclarecida que Dios ha dirigido a los hombres? Su Hijo único, Jesucristo. ¿Para qué esta Palabra? Para crear un mundo de hijos y hermanos donde habite la justicia. En definitiva, la revelación es el acontecimiento en el que Dios Padre, por su Hijo, en el Espíritu, hace nuevas todas las cosas.

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