RETAZOS DE UNA VIDA
Tomado de una biografía inédita del venerable Antonio Amundarain, escrita por el P. Lucinio Ruano, OCD.
COMIENZA LA HISTORIA DE UNA SONRISA
«Cada niño que nace trae la noticia de que Dios no anda hastiado de los hombres» (R. Tagore). Cada niño nuevo testimonia la eclosión creadora de Dios complaciéndose en hacer imágenes y semejanzas Suyas. Es el arco iris de su sonrisa. Quizá sea por eso por lo que el niño da en hablar sonriendo y lo primero que entiende es que, sonriéndole, le hacen caso y le quieren.
Antonio Amundarain Garmendia nació y trajo ese mensaje el día 26 de abril de 1885 en Elduaien (Guipúzcoa). Al día siguiente lo bautizaron. Se abrió a la vida y floreció, no por nada, en primavera. Esta historia es la de una Sonrisa de Dios. Así, con mayúscula. Muchos momentos los habremos de enmarcar en ella: «con su sonrisa», «y… con aquella sonrisa», «con inefable sonrisa», «sin decir nada, sonriendo», etc., etc., hasta después de muerto; con el mérito de que la vida le pegó fuerte y de que era un señor muy serio. En sesenta y ocho años -hasta otro abril y en Pascua, en que morirá jamás se deshojaría aquel botón de sonrisa, nunca abierto del todo en risas de humanas servidumbres.
Fundó además una escuela en la que se enseña a sujetar de grandes esa sonrisa de Dios de cuando niños. La técnica fundamentalmente consiste en hacerse con uno mismo, poseer libre, apasionadamente, todos los resortes y las esencias del propio ser: la Unidad, la Verdad, la Belleza y el Amor.
El «fenómeno humano» de este hombre y de su invento hubieran pasado desapercibidos en la galería de nuestra caprichosa frivolidad. Mas… en el no 2.106 de Ecclesia (18 dic. 1982), se hace una reseña a la sesión de apertura del proceso informativo con miras a la canonización de Antonio Amundarain Garmendia, sacerdote secular. Tenía lugar el sábado 27 de noviembre -primer domingo de adviento, evocación de la sonrisa de Dios- Niño- en la iglesia de San Jerónimo el Real en Madrid.
El reportero presente hace su consideración: «Yo adivinaba las preguntas de aquella sonrisa de don Antonio, humildísimo, que nunca pudo imaginarse este día». Repasa luego esta ficha: «En los 68 años que vivió fue simplemente un buen sacerdote. Llenó la Hoja de servicios allí donde le pusieron los prelados y le reclamó un alma. Lo hicieron muchísimas, sobre todo jóvenes. Era un buen catequista, buen músico, compositor de melodías piadosas. Tuvo la suerte (inspiración divina) de descubrir entre las algas y maleza de la bajamar en la Concha de San Sebastián una perla. La llamó Triunfo de la Pureza en el mundo. El año 1925 se la consagró a la Virgen del Coro. Nació la Alianza en Jesús por María, que fue aprobada como Instituto Secular el día 2 de febrero de 1950 y declarada de derecho pontificio el 25 de diciembre de 1963, con el Decreto de Alabanza.
Precisamente es la Iglesia la que se manifiesta también amable en la presentación de este inventor del fenómeno cristiano hecho triunfo del Amor en Pureza y sonrisa. Dice la S. Congregación en el Decreto citado:
«Su padre fundador y legislador fue Antonio Amundarain, sacerdote piadosísimo y encendido en entusiasmo apostólico quien, observando que la obra catequética a que se dedicaba resultaba casi inútil, sobre todo en el verano, por los placeres y malos ejemplos mundanos…, reunió a algunas jovencitas … con la intención de que se propusieran abstenerse de reuniones mundanas, guardar castidad y consagrarse al amorde Jesucristo … Pero con mirada más amplia, ese mismo excelente sacerdote quiso que las jovencitas, quedándose en el mundo y en el mismo desempeño de sus deberes y quehaceres, se consagrasen por completo a Dios, como las sagradas vírgenes de la Iglesia primitiva, y hasta se obligasen con votos al cumplimiento de los consejos evangélicos».
SU BARRO, SALES DE ELDUAIEN
Elduaien, a unos 30 kilómetros al sur de San Sebastián en línea recta y a vuelo de pájaro, es una villa blasonada, emplazada en el Goyerri (Alta Guipúzcoa), en donde esta provincia se recuesta sobre la de Navarra. Los Diccionarios Geográficos antiguos (Sebastián de Miñano, 1826; Madoz-Coello, 1848) describen parajes, fauna, flora y costumbres que nos acercan mucho a datos que fueran vida para Antonio Amundarain. La orografía es caprichosa, bravía en sus canchales, ribazos y calveros, rica en laderas verdes, bosques, regateras, alfombras de pan llevar, huertos y correderas que engarzan los caseríos.
Cada caserío, con una o más viviendas adosadas, formaba un capricho de adorno en medio de unas alfombras grandes, vistas desde cierta distancia, con mil colores verdes, grises, rojizos, amarillos…, de la hierba segada o por cortar, de los cereales, trigo, maíz, centeno; del lino, cáñamo y hortalizas, de manzanos, cerezos, albaricoques, duraznos y ciruelos, que en flor y con fruto nunca agotan el ansia de estarse mirando, bien en días de sol radiante, bien en aquellos otros esmerilados por el sirimiri o por la calima y la niebla.
La fe y la profunda religiosidad de la Villa, desde siglos, venían siendo alimentadas y caldeadas por la presencia de una ermita dedicada a la Santa Cruz y por la Iglesia parroquial con el título de Santa Catalina de Alejandría, mártir. Por otra parte, en las largas veladas de invierno sobre todo, sentada toda la familia al amor de la lumbre de troncos encendidos, cada hogar se convertía en cátedra de piedad, de tradiciones y de virtudes fuertes. Una misma plegaria unía luego a todas aquellas familias y almas ocupadas en las faenas de la casa y esparcidas por el campo, cada toque que, tres veces al día, invitaba a la oración. El arte y la religiosidad de Juan de Berroeta (1602), fino escultor renacentista, dejaron excelentes estímulos para la reflexión cristiana en imágenes y bajorrelieves muy devotos en los altares y particularmente en el sagrario de la parroquia.
Sales, es el nombre del riachuelo y del repecho del monte que mira al poblado desde el mediodía. Debe de dar por ello nombre al caserío que nos disponemos a visitar, con dos puertas principales de acceso, señalando a las familias que aquí viven. En la que mira al norte, más modesta, está el nido que buscamos. Como todas las del entorno, la vivienda tiene en la parte baja espacios en donde cobijar algunos animales domésticos, trasteras, despensa y cocina; reservadas las estancias superiores para sala, dormitorios y alcobas. Tal es la morada de los Amundarain, apellido curioso, porque es también el nombre de uno de los regatos que confluyen en el Leizarán, señalando a la vez posiblemente el de un clan muy antiguo.
Juan Bautista Amundarain Gabirondo hubo de casarse tres veces, perseguido por el infortunio, persiguiendo él a su vez la felicidad de una familia que tardó en forjar. En mucho tiempo no dejó la muerte de andar por su casa. De Teresa Antonia Garmendia Goicoechea, su tercera esposa, tuvo Juan Bautista cinco hijos: Pedro Antonio, José María, ANTONIO JOSE (nuestro protagonista), Margarita y Ceferino. Los dos más pequeños estaban predestinados para que fuesen a sumarse al coro de angelitos de la familia; Margarita se moría al mes corto de haber nacido,
Ceferino a poco más de una semana. Pasaron así los privilegios del benjamín de la familia a Antonio José. En resumen, la cuna está orlada de crespones negros, pero con una guirnalda de sonrisas de ángeles, iluminada por la ilusión del padre, al fin dichoso, calentita y limpia gracias a la ternura de la mejor de las madres. A pesar de todo, Antonio se fue criando con trabajo, entre mimos y sobresaltos. Salió muy enfermizo.
La familia Amundarain – Garmendia queda configurada así: el padre, Juan Bautista, que alcanzará hasta 1912; Ama Teresa Antonia, que vivirá nada menos que hasta 1934; el medio hermano José Martín y los hermanos Pedro y José María. Este sobrevivirá a nuestro biografiado.
De este «barro»: -naturaleza grandiosa, bella, bravía, raza vieja y montaraz, ¿taras familiares?, ¿insalubridad?, ¿pobreza?, amor anhelante, mundo de sufrimientos, mares de lágrimas, fuentes cristalinas de fe «que nunca se enturbian», juegos inefables de Dios…, está hecho el amasijo profético del hombre que nos va a sorprender con otras tantas mil paradojas.
LA OTRA «AMA»: LA PILA BAUTISMAL
Entre los documentos guardados por don Antonio está la partida de su bautismo, que ostenta rastros peculiares de mimo y de cuidados. Peregrinó en varias ocasiones a su pila bautismal de Elduaien, como al regazo de una madre viva. Es de presumir que espiritualmente se abrazase muchas veces más con ella por aquello de que, como en la naturaleza, «madre no se tiene más que una» y ésta con el más necesario de los sacramentos le dio la luz y la vida de hijo de Dios.
Fray Francisco Antonio de Sasiaín, párroco en funciones de Elduaien, levanta acta en el libro 4° de bautizados: «En la villa de Elduaien, correspondiente a la provincia de Guipúzcoa, obispado de Vitoria, a 27 de abril de mil ochocientos ochenta y cinco, yo, el infrascrito /… bauticé solemnemente a un niño, que nació a las siete de la noche anterior… »
El alma que Dios destinó a este niño aparece bien claro y muy pronto dotada de poderosa energía creadora, de luces y de dimensiones poco conocidas y frecuentes. Meditando Don Antonio en lo que pudo ser el alma de María Santísima, partiendo de los encantos comparados de la primavera, dice poéticamente: “La primavera es un cuadro vivo de María. Como Ella, todo es flor, todo limpieza, todo blancura, todo luz, todo gracia”. Algo parecido, salvada naturalmente la distancia, valdría para pintar el alma de este niño bautizado en la primavera de Elduaien, predestinado a descubrir un ideal primaveral en la Iglesia.
Valdría aquí lo de Stravinsky: La historia habría de ser estudiada al revés, desde lo más cercano a nosotros (más comprensible, por eso), yendo y mirando luego hacia atrás, hasta perdemos en lo más remoto y arcano, cada vez con menos datos de comprobación y de constatación.
Con ocasión de ir a rememorar el 90 aniversario del bautismo de Don Antonio, en la misma fecha -27 de abril de 1975- colocaron, junto a la pila-madre, una lápida con una inscripción, síntesis histórica retrospectiva: Cuya traducción es:
“En la Hostia vives”. Aquí me hizo Dios hijo suyo. 27-IV-1885
Antonio Amundarain
Él fundó el Instituto llamado «Alianza en Jesús por María» 2-I1-25.
Don Jacinto Argaya, obispo de San Sebastián, que presidía la ceremonia, le devolvía a esta pila, marcha atrás, toda su gloria por haber alumbrado al «hijo ilustre, preclaro y santo, don Antonio Amundarain». Ese canto de don Antonio «Ostian Bizizera…» es un índice y un símbolo de presencia y de una Vida nacida aquí.
Recibía el sacramento de la confirmación en Berástegui el día 8 de mayo de 1891, a la edad de seis años, de manos del señor obispo de Vitoria, don Ramón Fernández de Piérola.
ORACIÓN REFLEXIVA DEL ANTIGUO MONAGUILLO
José María recuerda que su hermano Antonio, desde su nacimiento, se crió con dificultades, débil y enfermizo. Sufría mucho y medraba poco, porque le paraban pocas cosas y poco en el estómago. Su aspecto era el de un niño escuchimizado y enclenque. Mientras que sus hermanos, fuertes y vigorosos, se empleaban en las faenas del campo, él, como un gatito enteco y delicado, no se apartaba mucho de su madre, si no era ella la que no le perdía de vista. Cuando tenía que ir a Tolosa a hacer su mercado, encomendaba su niño a alguna de las vecinas, con preferencia a Ángela Josefa, que vivía en el caserío «lar», a medio camino entre la casa de los Amundarain, y la iglesia. Tendría apenas ocho años cuando el párroco requirió a Antonio para monaguillo. Lo tomó muy a pecho. Hasta sus trece años nunca faltaba a su trabajo como si de un jornalero contratado se tratase. La señora Ángela le veía pasar todas las mañanas tan puntual y seriecito, que no había vez que no le saludase, le preguntara algo o dejase de hacerle alguna carantoña de cariño. En invierno y días de temporal, le ofrecía hospedaje durante la noche para que, así, por la mañana, no tuviese que andar chapoteando por aquellas veredas.
El monaguillo no lo hacía por el sueldo, aunque el señor cura se lo tenía asignado: un pan de tres libras por semana; en los días festivos un bollo y unas perras de propina; por los entierros dos céntimos. Sencillamente se aficionó a su oficio por un alto sentido de responsabilidad y por devoción.
Así, entre amatxu, andra Ángela Josefa y otras dos o tres vecinas más, amigas de su madre, que cuidaban del niño y le entretenían, Antonio se iba haciendo «hombre». Y, como resultaba habilidoso, aprendía labores que más tarde tendrían su mejor rendimiento: coser botones, zurcir, bordar incluso, remendar y otras chapucillas caseras en que le adiestraban aquellas entrañables madrinas.
Cuanto mayor iba siendo, mejor hacía sentir su presencia y utilidad en casa y en el pueblo, familiarizado ya todo el mundo con la estampa del monaguillo serio y amable, bien dispuesto en cualquier momento. Lo era dentro y fuera de la iglesia haciendo recados, cui-dando del ganado, jugando con otros niños. Tenía -confiesa él mismo- las picardías características de esa edad, como chupar a hurtadillas algún cigarro, jugar con la campanilla, coger alguna que otra manzana…; ahora que eso de escurrir las vinajeras, no. Se excusaba con ingenuidad cada vez que recordaba sus pecadillos de infancia. Incluso el percance de las manzanas, ¡buena penitencia le costaba cada vez que lo refería!, pues sucedió una vez que desde Beliarrain fue a Alegría con otros compañeros a confesarse, no había sacerdote y al volver «robaron manzanas». Lo repetía con profundo pesar: «no se confesaron y encima robaron manzanas».
Podemos ahorrar fantasía. Una reflexión personal del antiguo monaguillo nos devuelve mejor que nada su propia imagen. En Elduaien mismo escribe en 1948:
«Desde que llevamos sotana (39 años) no hemos tenido la suerte de pasar tres días seguidos en la casa que nos vio nacer. Dios nos ha deparado la ocasión… Esta gente labradora, máxime en la época de las faenas del campo, se considera legítimamente dispensada de la asistencia diaria a la iglesia. De sol a sol esta gente está en el campo. La Alianza está llamada a moldear en estos pueblos una vida cristiana de perfección evangélica, compatible con la sacrificada, difícil y silenciosa, humilde y recogida vida que lleva esta gente en el campo y en el caserío… Yo no me resigno a ver solitario este sagrario de mis recuerdos y de mis amores, cuya iglesia tiene todo el día la puerta abierta … Solitario el sagrario desde donde cabalmente echaste, Jesús mío, vuestra primera mirada hacia este miserabilísimo monaguillo … De mala manera aprendidos los introitos de la misa, fui monaguillo de mi parroquia varios años. ¡Qué recuerdos se agolpan en mi mente al entrar en la iglesia! A medio metro del sagrario (el mismo que hoy encierra a Jesús) desempeñé mi pequeño oficio un poco diligentemente (según cuentan) por lo muy riguroso que era el sacerdote a quien entonces servía yo; pero casi siempre distraído, despreocupado algunas veces, hasta irreverente e ignorante del misterio que allí vivía escondido y sin señales de vida. Ahora, postrado en las mismas gradas de entonces, sin poder disimular el llanto, repito al Señor:
¡Oh, cuántas veces me miraste desde ahí!.. -¡Oh…, en aquella casa jugaba yo; en aquella heredad trabajaba… en aquel río cogía buenas truchas… en aquel monte apacentaba las ovejas de mi padre… en aquella choza, hoy en ruinas, dormía…Sobre aquel adoquinado hacía yo botar mi pelota…! He visto tres o cuatro almitas de buena pinta en la hora de la Misa… Todas han comulgado de mis manos. Señor, estas almas ¿por qué no?… en mi pueblo no hay Alianza; y yo no me resigno a que no la haya… ¡que las predilecciones de Dios se manifiesten en favor de muchas almas escogidas que pronto hagan compañía a Jesús en este sagrario, cuya sombra hizo tanto bien a este pobre monaguillo…!» Misterio. Y el misterio escucha las preguntas; pero, tarda en contestarlas. Ahí está, sino, él hablando con su pila.
«INTROITOS DIFÍCILES»
Aludiendo a aquellos trabalenguas de latines con los que antes comenzaba la misa, hemos oído decir al monaguillo de Elduaien lo que todos hemos tenido que constatar. Pero hay que hacer aquí referencia a otros «introitos» vocacionales de mucha mayor envergadura y complejidad.
Los privilegios de «benjamín» le costaron caros a Antonio. Sus hermanos (el medio hermano 15 años mayor) no llevaban del todo bien, por ejemplo, tanto mimo y deferencias, aquel bollo que «ama» hacía para el niño en cada hornada; la regañina, saliendo en su defensa, cuando se divertían en hacer rabiar al peque… José María tiene la nobleza de confesar (ya mayor) que los hermanos no podían a veces disimular la grande envidia que les carcomía. Ellos eran -y así lo comentaban- los burros de carga. Sobre ellos caían los trabajos más duros y todo el pesado trasiego del campo. Les daba en rostro cuanto hacía y decía aquel «señorito» de la casa, tan delicado y defendido por la madre.
El caso es que también le querían y adoraban ahora y después de mayores. El fenómeno no pasa de lo normal y corriente en esos desafortunados momentos de cualquier familia en que la diversión de los grandes se hace a costa del más chico. Si acaso lo recordamos aquí es porque nos sirve para detectar ya al hombre en esa escuela elemental en la que se forjaron los grandes caracteres, gracias al cariño mismo, a la pobreza, al trabajo y a la heterogeneidad de sangre y de temperamentos. Cuando Antonio tenía 11 años, José María iba a estudiar gramática con un maestro de Baliarrain que tenía buena fama, a menos de legua y media de Elduaien. Cuando se fue haciendo adolescente su padre lo puso a estudiar para que pudiera andar solo por la vida. El campo no daba para todos. De no decidirse por la carrera eclesiástica, para las familias modestas cabía la solución de marcharse a «hacer las Américas». Con poca suerte que hubiese, se hacía algo de plata y se veían los muchachos libres de las quintas y de la guerra. Pensemos lo que significa la época para España. Por otra parte, Juan Bautista no podía prometer ya nada a sus cuatro hijos varones.
Andaba por acá un «indiano» de Berástegui, que había venido con buenos pesos, hablaba muy bien de ultramar y para allá se volvía. Estaba dispuesto a llevar consigo a alguno de los mozos de Amundarain. Incluso se brindó a coger a su servicio al más pequeño, Antonio, introduciéndole en aquel mundo, mientras que José María podría irse abriendo camino, contribuyendo a aliviar carga y preocupaciones de la cuitada familia. Juan Bautista lo llevaba todo muy en secreto. Más, a la hora de ponerlo ya al descubierto y de tratarlo en casa, pesaron más las razones y las lágrimas de Teresa Antonia. Ni José María ni Antonio se embarcaron con el indiano mecenas.
¡Si andaría Dios por medio de tan embrollados introitos! Como para verificarse aquello de que «el ser que nosotros somos ha estado en Dios antes de ser nosotros y es Dios más que nosotros» (S. Fumet). Se entiende, no en sentido panteísta, sino en el de una planificación creadora y carismática. Recordando unos fuertes dolores de muelas de cuando niño, Antonio comentaba lo que le ayudaron «a no pecar». No interesan más aclaraciones. Importa la manera de localizar a la providencia en el entramado de una larga lucha existencial y ascética con el que Dios va macizando a los hombres por El elegidos para determinada misión. Otro día Antonio se torció un tobillo. Ello no le dispensaría de estar al día siguiente en su tajo de monaguillo. Hay temple.
Por de pronto y desde bien niño, sale fortalecido del palenque de una familia trabajadora y honrada, en reciedumbre, en espíritu de sacrificio, en amor a la puntualidad y a la exactitud, en olvido de sí mismo y, sobre todo, en un gran sentido del deber y responsabilidad. Gracias a raíces tan hondas y aquellos «introitos difíciles», el barro, al irse modelando, forjará en un hombre la especialidad de santo.
LA VOCACIÓN… ¿QUÉ ES?
La palabra en sí supone dos sujetos, dos iniciativas concluyentes en un solo vértice: iniciativas e intencionalidad de quien llama. Anterior a toda respuesta, don Antonio tuvo que hacerse muchas veces esta observación oportuna: «Las almas son muy distintas en su espíritu, en sus modos, en sus caminos y en sus talentos; y, por eso, su vocación y su santidad no pueden ser las mismas. Estos modos y grados no toca marcarlos sino a Dios, que distribuye libremente sus dones».
Dirigiendo la cámara y acercando el enfoque, prosigue: «Dios concede su espíritu y distribuye sus dones a la medida de sus designios: a unos de una manera y en una proporción, a otros de otra. Todos tenemos una vocación, ya ella responde la armonía de las gracias y el reparto de dones que hemos recibido de la liberalidad de Dios». Así definiría don Antonio en plena madurez sacerdotal su propia vocación desde antes de él mismo. La dificultad estriba para nosotros en que nos habremos de mover con la lentitud y con la falta de perspectiva de toda historia que se va haciendo, entretejiendo y haciéndose síntesis, conjugándose los más desconcertantes elementos.
El padrino de bautismo de Antonio dejó caer un día, siendo éste muy chico, y poco favorecido por la salud: -¡A ver si éste, el más débil de todos, va a ser mayor que todos sus hermanos!- Será un vaticinio, que recuerda la historia profética, intuitiva y soñadora del patriarca José.
Por Antonio poco hubiéramos sabido de su espíritu, de sus talentos y dones, que pudieran haber configurado su vocación y su futuro. Hemos detectado, en cambio, buena siembra de complejos, que pudieran obstaculizarla, o hacerla, por lo menos, confusa. Con haberse autobiografiado en lo más destacado de su vida posterior, aquellos manantiales de Sales, cuanto a vocación se refiere, no tienen historia. Para colmo, por sola una vez que le vemos escarbar en sus recuerdos, nos viene con un poquito de confusión: Mi vocación -dice-si alguna vez pensaba en ella, debió de’ ser por pura vanidad y presunción.
Mas, como el regato de Sales, el pequeño Amundarain aclara en seguida el manantial de su vocación con plena autonomía. A su modo y medida, él la descubría ya en el sagrario, desde donde sintió que el Maestro lo llamaba. Se lo escuchamos. La oración y sus preguntas pasaron también por la Virgen. En la visita ya referida a Elduaien, precisamente por ser tardía, tiene mayor significado este recordatorio: «Y había al lado del evangelio una Virgen que quería representar el misterio de la Inmaculada Concepción, a quien yo acostumbraba a rezar con alguna frecuencia». Se refiere en todo caso a la niñez aquella. No podía faltar esta «madrina» en esa tempranera inclinación al sacerdocio.
Humanamente, es cierto, sirvieron ese oficio de madrinas las amigas de la madre, destacadamente la señora Ángela Josefa. Fueron ellas las primeras depositarias de una ilusión, en la que soplaban para encenderla más, puesta a la cabeza Teresa Antonia. El caso es que cuando Juan Bautista destapó sus planes de la aventura de América, la de Antonio contó con abogadas convincentes. Teresa Antonia se lo dijo a su marido: El pequeño quiere seguir la carrera eclesiástica. El señor no lo vio mal.
Los hermanos de Antonio, en cambio, decididamente se pusieron en contra. ¿Motivo? El dinero que faltaba y que faltaría. Debieron de sucederse discusiones alrededor de eso, porque las mujeres un día le oyeron decir al chiquillo: Pues yo estoy dispuesto a ir pidiendo limosna para tener los dineros que necesito.
La nobleza de esa gente tan recia era capaz de pasar rápidamente de un extremo tan apasionado al otro y de darle un desenlace de la más entrañable fraternidad al pleito vocacional surgido en la familia. Antes que el pequeño Antonio plantease sus pretensiones, su hermano José María debió de expresarlas igualmente. El frecuentar las clases en la preceptoría de Baliarrain debió de obedecer a una pizca por lo menos de vocación. En la memoria necrológica de fray Miguel Amundarain (el medio hermano José Martín) se nos descubre la pista: «En su juventud se trasladó a América, desde donde con los ingresos de su trabajo sostuvo la carrera eclesiástica de dos hermanos. Una vez asegurada la vida de éstos, ingresó en la Orden Franciscana en el convento de San Lorenzo de la provincia Argentina».
Ignoramos la fecha de su partida. Pero, al aludir a «dos hermanos», está claro que alude a los estudios de José María y de Antonio en el mismo pre-seminario, programados por lo menos, porque simultáneos no fueron. Dos hipótesis: ¿A José María le bastó un año para calcular sus alcances vocacionales, si es que los tuvo? No demasiado seguro de sí mismo, ¿pudo sacrificarlos en favor del hermano pequeño? El caso es que un entrañable abrazo fraterno unió bien pronto en cariño y simpatía a todos en favor del decidido y futuro seminarista.
A VUELTAS CON EL LATÍN Y EL CASTELLANO
Es fácil que, después de la lengua materna -el vascuence más clásico- aprendiese a expresarse por ese orden, pues hasta los dieciséis años Antonio no logró hablar el castellano con cierta soltura. Lo primero, pues, antes de pretender el ingreso en el seminario de Vitoria, será imponerse en conocimientos siquiera rudimentarios, en latín, castellano, cuentas y cultura elemental. Estos sí que serán los larguísimos y auténticos «introitos» de su misa.
Como dejamos insinuado, José María dos años antes había salido con provecho de la escuela de Baliarrain cuando Antonio rozaba los trece. La acreditaban en toda la comarca el señor cura párroco, don Luis Antonio Sarasola y un hermano que ejercía de maestro nacional. Era una Preceptoría en toda regla, auténtico preseminario, que prestaba los mejores servicios a la diócesis, reclutando y preparando muchachos, destinados al seminario mayor de Vitoria.
Trece años y medio tiene Antonio cuando en el otoño de 1898 comienza el primer curso. Hará tres hasta 1901. José María lo acompaña en ese primer viaje de ingreso, llevando el modesto hato de ropas y enseres. El curso duraba desde San Miguel a San Ignacio, día en que se daban las vacaciones. No estamos muy seguros, pero hay indicios de que Antonio permanecía durante toda la semana en la preceptoría y que regresaba a casa los sábados, festivos y vacaciones.
Pagaba su pensión como todos; mas, para redondearla, desempeñaba pequeños servicios: Acarrear agua, llevar la ropa al lavadero y distribuirla después, preparar el comedor, asar las castañas y aderezar la fruta para la merienda, atender a los enfermos, etc. El señor Sarasola no perdía oportunidad de favorecerlo. Lo nombró peluquero oficial y se encargó él en persona de llevarle las cuentas. Valía diez céntimos el rapado. Una fortunita entonces.
Amundarain destacaba con mucho entre todos por lo aplicado y por lo serio. Era de fiar, ordenado, respetuoso y responsable. En lo del estudio tiene mayor mérito, pues hubo de superar con lentitud y esfuerzo las enormes distancias que se interponían entre su total ignorancia del castellano y aquel programa de asignaturas apuntando ya a la gran carrera del sacerdocio. Dada la configuración de gramática y de sintaxis, seguramente que le costaba menos el latín. Prueba de su aplicación es el «meritus» (aprobado) con que daba las pruebas suficientes de conocimientos básicos en gramática, ciencias y aritmética. Lo importante era abrir puertas en Vitoria.
Amundarain lo tenía bien pensado. Mirando en todo momento a eso, trabajó a conciencia. Había dado cuanto estaba en él, sin condicionarlo tampoco a las notas. Durante los días de asueto y de vacaciones se le veía invariablemente con un libro entre las manos, incluso cuando por el campo cuidaba del ganado. Entre atender las labores de la casa, hacer sus deberes religiosos, repasar asignaturas y papelear, se le habían ido pasando los meses, acercándose a la gran decisión. Andaba por los dieciséis años y cada día se había venido haciendo más irrevocable: sacerdote.
LECCIÓN. ELECCIÓN. SELECCIÓN. PREDILECCIÓN
Hay que hacer esta parada forzosa. No se trata de jugar a una pirámide acrobática de parónimos girando en torno a lección. Pero es que precisamos de todos esos conceptos para abarcar el sentido profundo y contornos suntuarios que don Antonio dio a su vocación concreta y privilegiada. Si el tema de la vocación sacerdotal resulta en cualquier caso enigmático y apasionante, anecdóticamente este caso nos forzará más veces a repensar en profundidad. Desde la niñez y la adolescencia parte una trayectoria rectilínea, en la que se entrelazan haces de luz e hilos de fidelidad. Comienza desde muy temprano a ponerse en movimiento una poderosa fuerza de tracción y de arrastre: La firme persuasión de que hay que estar emplazado en los mismos sentimientos de Cristo, vocacionado por antonomasia, para llevar a cabo una preparación y la obra de su misión redentora. El es y marca la pauta suprema de entrega y de servicio:
«La entrega es el camino seguro de la santidad, como nos lo ha trazado con su ejemplo Cristo, cuya vida no fue más que una incesante entrega a la voluntad del Padre. La santidad depende de la entrega. Quien no se entrega vive para sí, queda en sí, no se transforma en Dios. Quien a medias se entrega y se da con reservas no será más que un santo a medias, y tales santos no existen».
Para Amundarain, desde muy jovencillo, está claro que santidad y sacerdocio se conjugan en función de una entrega totalitaria. La lección de Cristo es, por tanto fundamental, presente y estimulante en cualquiera de los casos. Partiendo de esa vieja e íntima persuasión desde el sagrario de Elduaien, Antonio nunca dejaría de mantenerse a la escucha, tener presente esa lección y sobre la falsilla definir su elección:
«Quien de veras y totalmente se entrega hará que toda su vida se deslice en el seno de Dios presente en todas partes, en cuyos brazos se ve llevado, en cuyo regazo vive, con cuya acción divina obra, cuya providencia le guía, cuyo amor le transforma, cuya vida le deifica».
Y le define, añadimos, pensando en la manera peculiar en la que el sacerdote Antonio Amundarain toma conciencia de su elección con respuesta a punto: Ecce, adsum: Aquí me tienes, Señor. Es, a su vez, consecuencia del «No me elegisteis vosotros, os elegí Yo». Así, todo el inmenso gremio de vocacionados no es otra cosa que la respuesta individual y a coro de la misma interpelación.
Ya, en función de quien elige, Cristo, todo se explica en cuadros de predilección y de selección en los que entran datos más verificables cuales son los criterios y los superiores de la Iglesia que clasifican en definitiva los candidatos idóneos, dejados al margen los alucinantes itinerarios por los que El condujo a cada uno al altar. Antonio se instala, en diferentes etapas y medidas de su progreso vocacional, en esta jerarquía de causas y de compromisos y trata de permanecer leal a los mismos:
«Vivimos en un orden divino, en la esfera de Dios; y hay que divinizarlo todo. Los actos tienen que estar en proporción con el sujeto que los ejecuta. Los efectos deben estar a la altura de la causa que los produce. Los frutos corresponden al árbol de donde brotan». Correcta y elemental, como el evangelio, la forma de aplicar a su sacerdocio las matemáticas que le enseñara el maestro Sarasola. El resultado final dependerá de la recogida de datos tanto desde la lección y elección de Cristo como de la mejor conciencia posible en el saberse seleccionado y predilecto.
Cuando Antonio llegó a ver clara y a definir su postura en la vida fue al terminar su preparación en la preceptoría de Baliarrain. Giraban sus reflexiones y sus vuelos de posible sacerdote, como los de una golondrina, alrededor del sagrario de su parroquia. El reclamo, el de siempre: «¡Sígueme!». «Sagrario de mis recuerdos y mis amores… Este sagrario cuya sombra hizo tanto bien a este pobre monaguillo… Desde donde cabalmente echasteis, Jesús mío, vuestra primera mirada hacia este monaguillo … ¡Cuántas veces me miraste desde ahí, me escogiste, me amaste, me llamaste! .. ¡Cuán lejos andaba de lo que Tú, Señor, pensabas y querías de mí cuando yo me entretenía con la palmatoria o la campanilla! Tú, Señor, cubriendo con el manto de tu misericordia mis repetidas caídas, me mirabas con cariño…, y hasta te recreabas, no con lo que era al presente y veías en aquel distraído monaguillo, sino mirando en él al futuro sacerdote».
Sí, de acuerdo. Parecerá que nos repetimos, pero es que es ese el estilo de todas las ideas obsesivas que obedecen a la misma apasionante iniciativa de quien no puede menos de creer en ellas hasta verlas convertidas en realidad. Este joven vivió siempre su ideal del sacerdocio, temprano y con pasión. Fue su auténtica «carrera», si alguna vez tuvo esa palabra el sentido de conducir a una meta.
Tenían el mismísimo convencimiento cuantos le querían. Seguro que el día en que el valeroso garzón enamorado emprendía el trote rumbo a Vitoria, Ángela Josefa, Teresa Antonia y sus amigas deshicieron un nudo en la garganta para darle el mejor de los besos y otro nudo en el pañuelo para darle las primeras perras simbólicas de una larga cuenta corriente para costearle su beca.
VITORIA. SEMINARISTA EXTERNO Y A PENSIÓN
El día treinta de julio, víspera de San Ignacio, gran fiesta patronal en Guipúzcoa,
Antonio daba cabo feliz al bachillerato elemental de entonces (1901). Durante esos meses de verano hubieron de ultimarse las diligencias para ingresar en Vitoria como seminarista.
Una pregunta intrigante nos sale al paso: ¿Y las costas? Por supuesto que no podrá soportarlas la familia, aunque sume grandes sacrificios a las aportaciones venidas desde Argentina. Daría una solución de emergencia, con mejores garantías, Pedro Gabirondo, su tío abuelo; adelantó sin réditos once mil reales, de los que respondería Pedro Antonio, cuatro años mayor que Antonio. Toda la familia está volcada en la misma esperanza. Confían en la grande promesa que es el seminarista.
Con tan estupendos avales, pudo inscribirse en Vitoria para comenzar el primer curso de Filosofía en octubre de aquel año 1901. Aun así, las garantías crematísticas habrá que administrarlas con austeridad y precaución a cuenta del interesado. No dan para más que para instalarse en una pensión barata, acudiendo al seminario como alumno externo a las clases y demás actos de formación. El seminario no tenía más cabida que para los alumnos de los tres cursos superiores inmediatos al sacerdocio. Y es que se concentraban ya en la capital eclesiástica del País Vasco, única entonces, centenares de seminaristas, hasta el punto de ponerse a la cabeza de los seminarios de España en número y en calidad.
El primer hospedaje que ocupó Antonio fue en la casa de Eusebio Achotegui, calle Cuchillería 32, 3°, izquierda, compartida con otros seis pensionistas, no todos estudiantes del seminario. El señor Achotegui tenía noventa y dos años en 1954, el de la muerte de don Antonio. En las honras fúnebres no salía de su asombro en oyendo todo lo que decían de aquel antiguo pupilo suyo. Le costaba creerlo, porque -decía- «era un seminarista de vida corriente y muy económica. No gastaba ni chiquita fuera de casa. De conducta irreprochable. Era alegre, simpático, aunque amigo de retiro». Al viejo hospedero se le quedó grabado que en las tardes de los jueves, que no tenían clase, la única expansión que se permitían sus estudiantes era una meriendita con café. Antonio tenía cierta entonación graciosa para repetir con humor que provocaba la risa: «Saturnino, saca un poco de vino». Por lo demás, nunca pensó el bueno del señor
Eusebio que aquel muchacho pobre, más que ahorrador, empollón y de poco ruido, hiciera tanto después de muerto. De su vida en la calle nunca dio que decir. Además de no perder el tiempo, no le sobraba dinero, ni lo hubiera empleado sino en libros y en cosas perentorias. Apenas se dejaba ver más que camino de sus clases.
Las calificaciones de los tres primeros años en Vitoria no fueron brillantes. No pasó la barrera de simple meritus (aprobado) en Filosofía. Mas en él eran sobresalientes, supuesta la dificultad del idioma. Se le dio mejor en Física, benemeritus (notable). De las restantes asignaturas, con enorme esfuerzo, fue sacando la medianía con notas suficientes para ir pasando cursos sin retrasos ni quebrantos. Eso sí, en entusiasmo por su carrera, aprovechamiento del tiempo, buena conducta, tesón en el estudio y en no sucumbir al desaliento, todos sus profesores y superiores le daban matrícula de honor.
SEMINARISTA TEÓLOGO INTERNO
En régimen de externo cursó todavía los dos primeros de Teología (1904-1906). Se verifica un dato curioso y muy significativo: a partir de estas asignaturas dan en subir considerablemente las marcas de simple aprobado. Ya en el primer curso en Teología y en Historia eclesiásticas saca notable. Se aprecia un feliz descubrimiento y con él el encendido de motores nuevos y de gran potencia, capaces de vital izar el ideal sacerdotal con el mayor entusiasmo y con una simpatía adivinada por unos temas de estudio mucho más cercanos a la sensibilidad, a la comprensión y a la memoria. Confluyen ya al año siguiente en el sobresaliente en Dogma, Historia de la Iglesia y hasta en griego. Ya para el tercer año de Teología (1906-1907) pasó a vivir como interno en el seminario. Se instala definitivamente en el sobresaliente. Es lo que le va. Los conflictos, si es que los hubo, desaparecieron. Un buen test que viene a confirmar y configurar su identidad vocacional. Se ha encontrado a sí mismo en los planes de Dios. Que lo digan sus condiscípulos. Destaca como seminarista ejemplar, ordenado, formal, piadoso sobre todo. Uno que lo veía poco y a ratos en los retiros, llevó siempre su estampa y recuerdo en lugar preferente. La curiosidad y la atención se le iban tras del Amundarain. No llegó a conocer su nombre, mas lo identificó muchos años más tarde, coadjutor en Santa María (San Sebastián): ¡Era el mismo!
Además de la afición a la fotografía, Antonio desarrolló notable-mente una de sus mayores simpatías, la música. Pronto demostró facilidad para ella y un gran sentido estético. San Pío X, con las miras puestas en promover una participación más activa del pueblo en la liturgia, entre otras medidas, arbitra y estimula el uso del canto gregoriano (1903). Olvidado y en desuso, había que comenzar por restaurarlo. En el seminario de Vitoria se tomó muy a pecho el aprendizaje. Se encargó el profesor de griego, excelente músico, el que será futuro obispo de la Acción Católica, D. Zacarías de Vizcarra. Organizó una Schola de voluntarios, pero con aptitudes: saber solfeo, tener buen oído y mejor gusto, voz adecuada, constancia y espíritu de sacrificio, pues, sin hacer de menos asignatura alguna, habían de ensayar en tiempos libres a costa de recreos y de otras expansiones. En el curso 1908-1909 se llegó a dedicar a la tarea media hora diaria. La Schola cantaba la partes variables de la misa en gregoriano los domingos y días de fiesta.
Antonio fue uno de los primeros en apuntarse y, superadas las pruebas, en entusiasmarse, promover el canto y buscar cantores. Se llegaron a programar veladas- concierto que tuvieron éxito y merecieron elogios y curiosidad fuera incluso del seminario. Nuestro seminarista resultó, no sólo un buen gregorianista, sino un buen
tañedor de armonium. Con el tiempo lo habremos de ver componiendo numerosas piezas musicales. No se le daba tampoco mal el hacer sus propias letrillas a gusto suyo. Junto a estas aficiones, cultivó otras, de esas que en el argot clerical llaman «de agibilibus» (hoy bricolage), que luego le habrían de prestar los mejores servicios en su futura vida pastoral.
LOS ÚLTIMOS PELDAÑOS Y… EL ALTAR
Las vacaciones de verano, sobre todo, en Elduaien iban resultando cada año más comprometidas, por actuar ya como un seminarista adulto y maduro. Se hacía notar en las ayudas al párroco y en las maneras de tratar con sus paisanos. Aquello del padrino se palpaba ya. Por todas las esquinas le acechan y chascan la lengua al oír cómo se explica el hijo de Juan Bautista.
Un día está en casa de su hermano Pedro Antonio en su mismo pueblo, al poco de haberse casado. La cuñada oyó claramente que Antonio, cerrado en su habitación, decía en voz alta, como de quien mantiene una pelea: -¡Alde egizak emendik! (¡Márchate de aquí!). La mujer se asustó. Para sus adentros y luego cuando lo refería en la intimidad no pudo menos de comentar: ¡Debe de ser difícil eso de hacerse cura!
El párroco de Elduaien, D. Francisco Tellería, había informado a la Curia, requerido para el efecto, con el fin de ser promovido Antonio a la tonsura: «Es de buena conducta religiosa y moral… Durante la estancia en ésta, asistía a Misa mayor y vísperas; me ayudaba en la catequesis y en las demás funciones de la parroquia. Oía misa aun en los días de labor y confesaba y comulgaba con alguna frecuencia… “
Ese informe con referencia al verano precedente vale para que el día 15 de marzo de 1907, viernes de Pasión, el señor obispo D. José Cadena y Eleta proceda a conferirle la Tonsura, dintel de entrada para las cuatro Órdenes Menores las recibía precisamente al día siguiente, día dieciséis, sábado. Ya es un flamante portero, exorcista, lector, acólito, de los de verdad; mejor que aquel monaguillo, tan lejano ya… y tan cercano, gracias a los misteriosos «introitos» que tiene bien aprendidos.
Antes de dar los pasos siguientes, se cruzó un incidente quis-uilloso. El apellido Amundarain se venía repitiendo en todos los papeles escritos y dictados por Antonio. Al compulsar la identidad con la fe de bautismo, el empleado del obispado advirtió una variante: se cambia la u en o (Amondarain). Era preciso aclarar notarial mente que se trata de un solo y único sujeto. Así lo certifica el señor fiscal general del obispado, D. José Leoncio Ortiz de Zárate: «Es de notar que no obstante la diferencia entre el apellido Amundarain con que firma el interesado y el de Amondarain que se le atribuye en la partida bautismal y en otros documentos, no es bastante para dudar de la identidad del sujeto a que se refiere».
Precisamente en octubre de este año había dado comienzo el último curso de Teología, último también en el seminario. Nuevo informe del señor párroco, que lo recomendase para recibir las Órdenes Mayores. Da fe de la buena conducta religiosa y moral, «sin que sepa nada en contrario». En un punto requerido especialmente certifica que «ha recibido con más frecuencia que quincenal mente los santos sacramentos de Confesión y Comunión».
Don Julián Azpiroz, futuro sacerdote también y natural de Berástegui recordaba (lo certifica su hermana Catalina) que, siendo el monaguillo cuando Antonio era seminarista, cada domingo iba desde Elduaien a su pueblo para confesarse y comulgar. A Julián siempre le quedaría impresa aquella estampa de fervor con que comulgaba aquel seminarista.
Antonio había solicitado el subdiaconado el día 8 de noviembre. El día 19 de diciembre lo ordenaron. Previo nuevo informe del párroco de Elduaien (2 de febrero), el día seis de marzo (1909) le conferían el Diaconado. La cosa va en serio. Están funcionando todos los engranajes divinos y eclesiales. Falta sólo ya el definitivo impulso. Pudo acontecer en la larga vigilia de espera del presbiterado lo que, sin fecha, refiere la Madre Providencia (mercedaria), buena confidente del Padre. Andaba aún por medio el problema de la mala salud. A punto de cumplir los 23 años, no ofrecía demasiadas garantías. ¿No podría convertirse en una objeción de peso? «Don Antonio -dice la religiosa- le pidió a la Virgen de Lourdes que le curara de los trastornos de estómago, prometiéndole en cambio dejar radicalmente el cigarro. La Virgen le curó, y él dejó de fumar para siempre». El refrendo se pudo comprobar. Nunca más se le vio fumar. No perdió ocasión de ir a su Santuario a volvérselo a recordar y agradecer a la Virgen. Desborda la dimensión de un simple episodio esta presencia de María en cualquiera de los puntos de esta trayectoria sacerdotal.
Aconteció otro episodio significativo durante el último curso. Desde 1903 que comenzara en Bélgica cundió por España la polémica acerca de la conveniencia o no de la comunión frecuente. San Pío X había zanjado el pleito en favor del decreto Sacrosancta Tridentina Synodus del 20 de diciembre de 1905. Ello no obstante, continuando acalorada la discusión, se desplazó a la primera comunión de los niños. En el seminario de Vitoria prendió con fuerza. A un profesor se le ocurrió organizar una especie de certamen (Antonio le llama «encuesta»), con el fin de esclarecer posiciones. En el frente mayoritario figuraban los que no estaban conformes con dar la comunión a niños demasiado inconscientes aún del gran misterio. Amundarain, en cambio, a la cabeza de otro grupo minoritario se destacó notablemente en el calor y en los argumentos en favor de la temprana comunión de los niños. San Pío X (2 agos¬to 1910) vendría a darle la razón con su nuevo decreto de la S. Congregación de Sacramentos, Quam singularis. Sincroniza así, una vez más, el instinto teológico y pastoral que se destapa en el seminarista desde el primer contacto con las ciencias sagradas con esta actitud práctica, en forma de intuición y de regusto de la verdad revelada hecha magisterio de la Iglesia. Los condiscípulos, como ocurre siempre entre compañeros de colegio, entre la broma y la admiración, le llamaban «chiflado» por el calor con que exponía y debatía sus convicciones. En algún otro tema se lo llamarán otras personas más tarde. Ello delata el grado de entusiasmo y de sinceridad con los que el Amundarain exteriorizaba todo aquello que, por estar persuadido, a él lo convence y quiere que los demás disfruten como él. Es una buena nota que descubre ya al líder que será.
ORDENADO A TÍTULO DE POBREZA
Antes de subir el último peldaño del altar había que solventar un trámite, que en este caso ofrecía particular dificultad. Lo ocasionaba la pobreza del candidato. Antes de proceder a la ordenación había que dejar bien asentado y documentado el llamado «título de ordenación».
En el caso de Antonio Amundarain, ¿quien responde por él? No cuenta tampoco con un patrón. Termina la carrera y queda de precario y sin beneficio propio. No puede engañar ni engañarse. Si se venía dedicando a la fotografía durante los estudios fue precisamente para redondear gastos. Sabemos que en verano andaba por ferias y fiestas haciendo unos ahorrillos. Sin pizca de vanidad dice que sus fotos eran «presentables». Resulta un deleite proyectar sobre el seminarista en apuros recuerdos de aquellos fotógrafos de romería: con blusón oscuro y una visera, llevando a hombros un trípode de vieja máquina de fuelle, una caja de placas de cristal y un cubo en la mano. Constituía un número llamativo toda aquella serie de poses: poner la placa, colocar en su punto exacto el objetivo: la persona y su cara, enfocar, taparse y destaparse con un largo velo negro, impartir órdenes…, disparar. Antonio tenía gracia y clientela. Detrás de todo estaba una libretita en el bolsillo con entradas y salidas en céntimos a cuentagotas.
Al ser requerido para que certificase sobre qué soporte económico habría de asegurarse su pobre vida de sacerdote, sobre todo en caso de enfermedad y de ancianidad, Antonio no tuvo otro remedio que reconocer que no llegaría a cubrir las más perentorias necesidades. Lo refleja este informe:
«El recurrente es hijo de padres ancianos, de setenta y seis años el padre, y la madre de sesenta y meses, pobres e imposibilitados por lo tanto de formarle el patrimonio eclesiástico. Y tanto es así, que el exponente debe su carrera a manos caritativas, por lo menos en gran parte. Tiene, además, otros dos hermanos…”
Un certificado de su Ayuntamiento tampoco deja lugar a dudas ni sospecha. Da fe que el matrimonio Amundarain-Garmendia «paga de contribución dieciocho pesetas y veinticinco céntimos al año», que «esos señores se hallan en estado de pobreza para contribuir al patrimonio eclesiástico, viven del trabajo de sus manos y carecen de bienes y dinero».
En definitiva: si la diócesis quería quedarse con aquel «estuche» de seminarista, los señores de la Curia y del seminario tuvieron que elegir entre contar con un sacerdote muy prometedor o rehusar su paso adelante. Para casos como el presente está la dispensa del patrimonio a cuenta y cargo de esas grandes promesas del futuro presbítero y las ayudas de la diócesis. Oficialmente figuraría «a título de la diócesis». La realidad era «a título de pobreza» fiadoras la Providencia y las virtudes del candidato.
La vocación pura, ésta en concreto, tenía que ser así. Para Antonio nunca ese aspecto había constituido tema de preocupación ni de temor. La pobreza fue y continuaría siéndolo el Patrón más fiel y el más amable para un sacerdote que se propone vivir la radicalidad del Evangelio y que va a ser, como en el caso presente, el depositario de un carisma de perfección evangélica. Todo es una consecuencia.
LA PRIMERA MISA
La fecha memorable del 18 de diciembre de 1909, sábado de témporas de adviento, fiesta de la Expectación de Nuestra Señora, ambientará y enmarcará ya para siempre la ordenación sacerdotal de don Antonio. La de esta promoción del seminario constaba de treinta y tres presbíteros. La frecuencia, la sencillez misma y el anonimato con que se suceden estos acontecimientos masivos, relegan al olvido la tremenda emoción individual de cada diácono que vive su consagración.
Como suele suceder en los grandes seminarios y en ordenaciones colectivas muy numerosas, quedó también en este caso flotando en el recuerdo y en los papeles esta
fecha escueta y desnuda sin otro comentario. A todos pasó lo mismo. El nuevo sacerdote comienza a cobrar conciencia de que lo es a partir de su primera misa. Hasta tanto, vive enterrado en sus emociones, olvidado casi de sí mismo, absorbido por los preparativos, amistades, la ceremonia, el aturdimiento de sentirse traído y llevado en andas y volandas por el maestro de ceremonias y por sentimientos abrumadores, que nunca se sospecharon, que nunca se volverán a repetir y que se van empujando de prisa.
El obispo que ordenó sacerdote a Antonio Amundarain fue D. José Cadena y Eleta que, representando a Cristo, fue abrazando y besando a cada ordenado al terminarse el rito sagrado. Sería el momento en que Antonio pudo formular solemnemente aquello: «No has de seguir a Cristo por lo que Él da, sino por lo que Él es; tú, otro Cristo eres en Él».
A decir verdad, del primer encuentro consigo mismo como sacerdote no nos quedó un testimonio. Habrá de aguardar nuestra curiosidad hasta que se destape por algún lado aquella intimidad. Acaeció muchos años después al hacer don Antonio una ligerísima alusión a su primera misa.
La celebraba el día del apóstol Santo Tomás, veintiuno de diciembre, en el Santuario de Nuestra Señora de Aránzazu. Se dirigió allá directamente desde Vitoria, sin humos de gran festejo. Tenía bien calculada esta sencillez. Si iba a Elduaien ocasionaría gastos, aunque modestos, que debería ahorrarles a sus padres. Un billetito a su madre era inevitable: «Celebraré mi primera misa en el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu. Al fin y al cabo es la otra madre que tanto me ha ayudado». Para amatxu bastaba. Se lo decía todo. Ella condimentaba con sabor de lágrimas el gran sacrificio de no poder estar presente y la acción de gracias a Dios. También a él le sangraba el corazón. La presencia de la madre en la primera misa de un sacerdote es la más vistosa patena y el mejor adorno de su altar. De la familia, el único presente fue el tío Pedro Gabirondo.
Un auto reportaje muy tardío que más se parece a un telegrama -pertenece al año antes de morir, 1953- dice: «Celebré a los pies de la Virgen de Aránzazu mi primera misa con la sencillez y majestad conventual franciscana». ¡Nada más! Como eso se lo refiere a su gran amigo y colaborador, D. Antonio Pérez Ormazábal, se abre un poquito más y le añade: «Rece Vd. un Te-Deum por lo infinito que le debo a Dios y a Ella desde aquel solemne día, que ocultaba tantas y tan grandes sorpresas para mí». Estrujando, estrujando, le sacarían luego alguna confidencia más, que a su tiempo conoceremos. Pero de momento contentémonos con la «sencillez» de esta misa, como dato histórico más relevante. Será una clave de insustituible interés para entender otras muchas cosas no tan sencillas.
Es de suponer que las Navidades las fuese a pasar ya en casa. Aún señalan el altar arrinconado, fuera de uso, en el que don Antonio habría celebrado su primera misa en su pueblo, cerca de la pila bautismal. Debió de ser también muy sencilla, adornada si acaso con villancicos y las emociones de todos los feligreses.
Había venido a Elduaien a pasar estas vacaciones simbólicas «fin de carrera», dejando en Vitoria el ofrecimiento incondicional para el primer destino que quisieran asignarle. Certifican testigos cualificados del obispado que ni en ésta ni en otras ocasiones Antonio exteriorizó preferencias, ni dirigió en lo más mínimo la voluntad de sus superiores en tema de destino y traslados. Se ponía al servicio de la diócesis con firma en blanco desde el primer instante.
BAROJA • ZUMENTO: UN AÑO DE RODAJE
Bien merecido se tenía él este mes de descanso, no menos que los padres la compañía de un hijo que colmaba sus sueños y en el que en lo humano veían ya el descanso de sus achaques y soledades. El ritmo de pobreza y de sencillez seguía su curso en la familia Amundarain. Para la gente del pueblo resultaba natural la presencia de don Antonio en el altar y en el púlpito. Es su sitio. No cabía en su imaginación otra estampa.
En casa, pasadas las primeras semanas, comienza a cundir el sobresalto a la hora de pasar el peón de correo. No podía tardar mucho. Todo colgaba de una carta que trajese. Por fin llega el día siete de febrero (1910). Se le nombra cura ecónomo de Baroja y del anejo Zumento. ¿Dónde estará eso? …
Baroja se sitúa a unos 23 kilómetros de Vitoria, en la misma provincia de Álava, no muy lejos de Alegría, hacia el este de la capital. Zumento es más bien una alquería, con apenas tres vecinos y 21 almas. Un juguete. La parroquia es una de esas rurales que, por tradición, suenan en los seminarios corno primeros destinos que sirvieron de rodaje a los curitas jóvenes. La gente es labriega, sencilla, más bien pobre, de tradiciones cristianas arraigadas, sin grandes problemas para cualquier sacerdote. A un paso de Vitoria, del Pastor y del calorcillo del seminario, ofrecía igualmente facilidades para continuar cultivando amistades y frecuentar actos de promoción pastoral y espiritual. Era de lo mejor que se pudiera desear. Antonio va contento.
Antes del día veinte del mismo mes de febrero, en que tomaría posesión, se había puesto a correr los primeros pasos para su traslado. Inspeccionó el lugar y se hizo cargo de las primeras necesidades. Los parroquianos pudieron también tener tela para comentar. Era un buen jinete, joven agradable… El único medio de transporte era el caballo y, si acaso hacía falta, una carreta para el arrastre de mercancías de mayor peso y bulto.
En el comercio de Hermanos Azpiazu de Vitoria adquirió una cama con su mesilla de noche, un lavabo, un perchero y una silla. Total de primeros gastos: treinta pesetas, más otras diecinueve con 25 céntimos por el acarreo. Al día siguiente de estrenar la feligresía tiene que volver a la capital por un carburo con que alumbrarse. Conocemos estas minucias tan curiosas y otras por el estilo gracias a que durante toda la vida, desde los días del seminario, fue dejando anotadas todas sus cuentas, con escrupulosas y minuciosas cifras de gastos y administración, que reflejan la pobreza.
En Baroja, por seis reales contrató una pensión en casa del matrimonio Simón Pérez – Petra Angulo. Cobraba de nómina al mes cincuenta y ocho pesetas con sesenta y cinco céntimos, más los pequeños emolumentos de derecho de estola y aranceles que revertían, dada su generosidad, en caridades y en la iglesia.
De primera prueba de paciencia y de capacidad de organización en su vida pastoral la Providencia le deparó bien pronto una ocasión. A los pocos días de haberse instalado en Baroja, las inclemencias del invierno dieron en tierra con toda la parte posterior de la iglesia, torre incluida. Los pedruscos cayeron estrepitosamente durante la noche y algunos fueron a dar cerca de su casa, como para tentarlo más.
Calma. Ya está pensada la solución a la mañana siguiente. No hubo que dar muchas voces ni un bando para reunir al pueblo. Se organizó sin más una procesión con el fin de trasladar el Santísimo a la iglesia de Zumento, a un kilómetro de distancia. Una anécdota muy expresiva pudo darle al joven ecónomo el sonido del metal de aquellos sus feligreses. Un anciano salió al camino en una encrucijada de veredas y, con los ojos enrojecidos a punto de llorar, se puso de rodillas y gritó: «¡Ya se nos llevan al Señor! ¿Cuándo nos lo devolverán?».
Nos relata ésta y otras lindezas un venerable sacerdote, don Hipólito Sáez, natural de Baroja que recibió la primera comunión e hizo de monaguillo con don Antonio.
UN CABALLERO ANDANTE CON SU «CHIFLADURA SANTA»
D. Antonio, líder de niños y de juventudes, lleva dentro al idealista y volcánico caballero andante «a lo divino», que como homónimo de Cervantes podría repetir:
«La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para… los caballeros andantes. Y así me voy por estas ciudades y despoblados buscando las aventuras; y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas».
La «reina y señora» de don Antonio pudo desafiar a la de la Mancha por «su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas». Así, bajo la semblanza de este retrato robot vamos, en este nuevo recorrido, a sorprender a este caballero andante, enamorado de la pureza, en sus andanzas, cielo tachonado de estrellas, palabra de Dios en ristre, desafiando gigantes, deshaciendo entuertos y arrostrando con las más inverosímiles batallas.
Su estilo y sus consignas son las del más antiguo filósofo Platón: «Hay que tener el valor de decir la verdad, sobre todo cuando se habla de Verdad». Si cada cosa tiene su nombre, hay que nombrarla por él. El grito del desafío y del lance será: «A por el triunfo de la pureza, que es la virtud que de la carne hace espíritu, del hombre ángel, de las tinieblas luz, del barro lirios». Don Antonio no anda con eufemismos cobardes.
Igual que del Quijote se burlaban incluso los de su propia profesión, don Antonio arremete con la conciencia de esa difícil barrera de resistencias: «El mundo no conoce a Jesús porque los que tenemos la misión de darle a conocer no lo conocemos a fondo». «Las modernas orientaciones, no todas se basan en la verdad de aquel que dijo: Yo soy la Verdad». Hace esta sangrante confesión aludiendo también a su primera «salida» en pos del ideal: «Estaba yo muy solo para lanzarme a esta aventura… Tan solo, que los pocos a quienes consulté de los que pudieran darme luces y orientaciones, se inclinaron a disuadirme». Sabemos que tampoco faltaron los que se reían; otros le llamaron «fanático», otros «importuno», hasta «chiflado».
Este gran caballero guipuzcoano, como el compaisano de Loyola, a sabiendas de todo eso, sigue adelante con tesón y optimismo arremetiendo con lo que salga. Nadie le saldrá al paso que le haga apear de su idea. No hará sino repetir retos como éstos:
«Hoy los hombres se creen ya demasiado civilizados como para admitir a un dios falso, pero no para creer en el Dios verdadero. Por eso la inmensa mayoría prescinde de El. El mundo avanza hacia un nuevo paganismo más funesto que el primero. Se ha producido un vacío del espíritu… el del ateísmo brutal, materialista, comunista» y así, muchas definiciones por el estilo, diagnósticos certeros, realistas, sin miedo a los latiguillos de cobardes y de los que se auto anestesian la sensibilidad o la conciencia. Le hace pasar las noches en vela delante del sagrario y con el crucifijo en las manos una visión del mundo «que sangra; que se agita entre terrores de angustia, de dolor y de agonía; que descaradamente y vergonzosamente empecatado está insultando a Dios, despreciando la obra infinitamente misericordiosa de la redención».
«No hay sosiego ni en las resoluciones ni en las obras. No hay paciencia para esperar ni calma para obrar. Todo anda de prisa. El vértigo nos domina. Nos precipitamos. Nos desbordamos… y las acciones se amontonan y se desordenan… y la Iglesia se ve obligada a seguir el mismo ritmo que siguen los demás. Frustrados todos los demás medios, sólo queda, y es el más eficaz, el remedio del retorno a Dios su salvador. La Providencia lo ha prevenido con oportunidad admirable. Si pocas veces estuvo tan mal el mundo, pocas también hubo hombres de tan extraordinaria capacidad, virtud y santidad como los que actualmente rigen los destinos de la Iglesia. Frente a este paganismo, he aquí que se aparece de nuevo la Virgen Santísima Inmaculada, radiante de hermosura».
Así, interminables monólogos, desafíos, arengas, oraciones y resoluciones (porque nunca se para en lamentos). Este hombre tenía por fuerza que fundar una escuela.
LOS CARISMAS TIENEN SUS SUEÑOS Y SUS PROFECÍAS
Ocho años antes de su muerte D. Antonio se hace esta reflexión: «Extraordinaria ha sido la predilección que Dios ha tenido conmigo por haberme Él inspirado desde el principio de mi sacerdocio la idea de encaminar las almas, no sólo a la necesaria consecución de su salvación, sino a las alturas de la santidad. Lo veo hoy».
Nos emplazamos en la estación del ferrocarril de San Sebastián. Es de mañana, tirando quizás hacia el mediodía del 14 de junio de 1919. Avisan ¡Atención! Llega el tren… Baja un joven sacerdote, procedente de Zumárraga, que trae en su cartera el nombramiento de coadjutor de la colegiata. Le dejamos la vez para que prosiga el relato
«Al salir de la estación en aquella época esperaba a los viajeros un ómnibus, y a él me subí. Sube también una señora con su hija, jovencita aún y de apariencia modesta. Éramos los tres los únicos viajeros que aquel día y en aquella hora ocupábamos el coche… Llegamos a un teatro, no lejos de la parroquia y el coche se detiene. Se abre la portezuela y un señor, saludando ceremoniosamente, pregunta: ¿Tengo el honor de saludar a la bella Vincit? Entonces yo, que hasta ese momento no había prestado atención a mis compañeras de viaje, me fijé un poquito y las vi entrar en el teatro, y vi en los carteles anunciadores la presentación de la bella Vincit, bailarina. Continué mi viaje y llegué a mi destino, la parroquia, y me puse a los pies de la Virgen del Coro. Si alguna revista gráfica hubiese querido presentar a los forasteros que en aquel día habían llegado a San Sebastián, hubiese presentado a un cura y a una bailarina… ¡Vaya contraste!» de momento ahí quedó la noticia, frívola si se quiere, en un diario personal. Mas llegó un momento en que esa curiosidad anecdótica cobró vida y actualidad a fuerza de reflexión. «Vincit» – Venció – La Victoria, es ya una clave, un desafío a la vida disipada de la bella ciudad.
Está claro que aquel lejano 14 de junio ilumina como una profecía todo un presente. En varias ocasiones, fundidas ya reminiscencias e imágenes en una sola idea: Aquella «bella Vincit» es hoy la Virgen del Coro; su camarín es su «teatro» de operaciones; Ella es la «Toda hermosa». Él, personalmente, la hizo dueña de todas sus aventuras e ilusiones y a Ella tiene consagrados su programa y sus ensueños Lo ha dado todo por Ella. A las plantas de este ideal de belleza y de vida, muchas jóvenes «vencidas» y «convencidas» enardecerán sus anhelos de victoria y desde aquí se lanzarán a por el triunfo de lo bello en otras almas.
Don Antonio nos ha de familiarizar con eso de sus «sueños», viejos sueños, que alcanzan a su primera misa. A decir verdad, toda esa parte de su vida pastoral no fue sino una prolongada profecía de cuanto nos disponemos a ver. Pero la cosa no resulta ni tan poética ni tan simple.
BUSCA Y HALLAZGO DE UNA PERLA EN LA CONCHA
Desde que en junio de 1919 don Antonio puso el pie en San Sebastián, justo al comienzo de la estación veraniega, vivió la tremenda paradoja de almas pagan izadas y de espaldas a sus aspiraciones legítimas, a su fe y a los compromisos cristianos. Lo refleja él así: « ¡Es terrible este invierno de almas! Con los calores del verano se enfrían por dentro porque se alejan de su vida de oración, de piedad y no frecuentan los sacramentos. No se acercan a su foco de calor, el divino Corazón y… se enfrían».
Seis horas de confesionario al día le proporcionaron el mejor de los ficheros y buen almacén de datos y radiografías de conciencias. El espectro de situaciones es amplísimo. Se las proveían las playas, las salas de juego y de diversión, el anonimato de unas gentes que buscaban precisamente aquel ambiente de confusión para disimular el vicio sin mirar al dinero y sin pudor social. En aquella «Babilonia» -como él la nombra- se rompían los moldes de cualquier convencionalismo, incluso para personas que en sus lugares de procedencia cuidaban más de sus apariencias morales y religiosas. El relajamiento y el descoco imperaban en aquel ambiente pagano y hacían estragos, a veces irreparables, en no pocas jóvenes.
Ya desde antes de 1919 se venían organizando actos de la llamada «Campaña de Moralidad y de Reparación». Don Antonio se incorporó desde el primer momento a ella, sobre todo a partir de 1921 en que organizó los Viernes Reparadores de verano.
Pronto adquirieron renombre gracias a la solemnidad y a la presencia en el púlpito de renombrados oradores. La colegiata se abarrotaba. Don Antonio compuso las preces, dirigía la música (por él compuesta) y enfervorizaba el ambiente.
No se limitaba al verano esta acción de limpieza y de cura de almas. El confesionario era su laboratorio principal. Aquí es donde el celoso coadjutor de Santa María practicaba su callada artesanía de ensayo. Numerosas jovencitas que iban entrando en el círculo magnético de su simpatía y de ese confesionario se percataron, desde que comenzaron a dirigirse con él, hacia donde apuntaba. Se lo recordaban las repetidas alusiones al mismo tema preocupante en la predicación. Contagiaba ansias de colaborar y hacer algo por aquel ideal de pureza.
La numerosa grey de catequistas era la que acusaba mayores impactos. Lo decían a gritos el entusiasmo y la alegría con que cantaban, así como el recogimiento delante del sagrario. Algo de intrigante se adivinaba entre ellas. De boca en boca se comunicaban secretos. Poco a poco, muy en silencio, sin darle mayor importancia, se vino a configurar un gremio de buscadoras de perlas, con el mismo arte y de un mismo corte. Algunas andan en ensayos de un voto de virginidad. Un detalle puede darnos idea de la delicadeza de conciencia que cultivaba. Cierto día una de esas muchachas le pregunta: – Padre, ¿eso es pecado venial? Respuesta: «-Eso, hija, es una falta de amor».
Silenciosamente, en sus familias, en el trabajo, en la calle, con sus estudiadas y llamativas ausencias en determinados ambientes, las primeras colaboradoras se dedicaban a remover algas y a salvar almas mediante la oración, la reparación, el sacrificio, el buen ejemplo y la acción directa y discreta allí donde se podía actuar.
Era un nuevo estilo de marisquear «a lo divino» en la «bajamar», entremezcladas con miles de compañeras, ignorantes de la competencia y de la especialidad, pero curiosas. Don Antonio vigila y dirige con suma cautela los ensayos que están dando los mejores resultados.
La hora de Dios sonó en el punto en que confluyeron todos los estimulantes. Tan remotos algunos como el que don Antonio manifestó confidencialmente a una dirigida refiriéndose a la primera misa en la que ya sintió la «corazonada de que el Señor lo quería para el apostolado de la pureza».
Hay atisbos de que ese apostolado lo ejercía desde los primeros testimonios de Baraja y poco después en Zumárraga. En sus libretas de cuentas se repiten pequeñas partidas de gastos para comprar ejemplares de un opúsculo, «La Virtud angélica», con el fin de repartirlo. Era un complemento del apostolado privado, individual, insinuante y preferente en su dirección espiritual.
Tenemos la suerte de escuchárselo a él:
«Creo que el primer pensamiento y pensamiento central entre lo demás fue éste: Con extrañeza, ¿por qué no se intentaba la santidad virginal en medio del mundo? Este pensamiento data del año 23 aproximadamente, cuando yo había perdido ya la cuenta de las muchas almas que había dirigido al claustro. Tal vez esa abundancia de vocaciones o direcciones hacia la santidad religiosa e/austral motivó el susodicho pensamiento, extrañándome muchísimo que en tantos siglos de vida cristiana y entre tantos y tan
calificados hombres nadie haya pensado esto que a mí incesantemente me atormentaba… y cuando aún tenía yo camino al claustro una buena y escogida porción de almas, decidí intentarlo, no sin creer ser una temeridad hacer yo lo que en tantos siglos no habían hecho otros más aventajados. Caí con gripe, y el médico Zubizarrete me mandó guardar cama varios días. Allí di vueltas a la cosa; y apenas comencé a levantarme, en la cocina de mi casita de la plaza de Alameda, abrigado, porque era invierno, escribí los primeros apuntes acerca de este pensamiento: Llevar a estas almas a la santidad sin llevarlas al claustro. Y como éstas dejan de ser fervorosas y firmes en la vida espiritual cuando se dan a la sensualidad o impureza, el camino había de ser necesariamente una gran pureza en una ciudad corrompida, que cabalmente necesitaba ejemplos y modelos de pureza virginal, como vienen siendo éstas que yo tenía al abrigo de la Virgen del Coro. Pero esto exigía muchísima mortificación, un gran vencimiento, vida de retiro y de huída del mundo, etc. y de ahí salió el lema…
Mis primeros pasos, escribir un pequeño cuaderno explanando esta idea: Vida perfecta y santa, amor a base de pureza y sacrificio; y se lo di a mi arcipreste… Le gustó. Lo repasó mucho. Díjome que era conveniente lo redactase bien un entendido (le gustaban las cosas bien hechas) y pensó dárselo al señor Miner. Yo esperé… No se si llegó a dárselo. Lo cierto es que un buen día me dijo que el dicho cuaderno había desaparecido y que no lo encontraba. Ahí terminó mi primer intento.
A todo esto, pasó mucho tiempo y algunas de las almas que yo guardaba para empezar a vivir el proyecto se fueron al convento y venían otras nuevas, con las que seguía el mismo plan, sin olvidar aquel pensamiento».
Atamos aquí las puntas de dos relatos, que ya se unen en las vísperas del grande acontecimiento. «Por los años de 1924 ó 1925, cuando en la Normal de Maestras de San Sebastián se había desencadenado una propaganda infame a base de todas las más in decorosas libertades, una señorita valiente, la Directora del Internado Teresiana, que hacía cuanto estaba de su parte por contrarrestar esa propaganda, planeó algo semejante y me lo quiso enseñar, para ver qué me parecía. Mi respuesta fue enseñarle los borradores a lápiz que desde hacía tres años dormían en mi mesa el sueño de los justos…
Al saberlo ella, no sólo aplaudió mi proyecto, sino que se atrevió a reprenderme por no haberlo llevado adelante; ya que, a su juicio, hubiera contribuido a atajar parte del mal incalculable que entre las jóvenes normalistas se había hecho. Sus palabras me animaron y me puse a trabajar con empeño.
Primera convocatoria a los pies de la Virgen del Coro la víspera de la Purificación, 2 de Febrero de 1925, con unas veinte almas, todas confesadas mías, de las que aceptaron el proyecto una docena…”
PUREZA, ¿CÓMO TE LLAMAREMOS?
En toda esta prehistoria carismática de la Alianza, advertimos un cierto pudor y hasta candor en las maneras de referirse don Antonio a los ensayos de la futura obra. «Llamábamos a las aliadas Esclavitas de la Virgen del Coro». Con la más elegante cortesía lanza al aire los trocitos rotos de los nombres que se nos podrían ocurrir.
El camarín de Nuestra Señora funcionaba ya como oratorio, decorosamente restaurado. Se celebraba a menudo la santa misa y se tenían en él los días de retiro, así como otros actos y encuentros. Las «esclavitas» andaban allí en su anonimato disimuladas entre miembros de otras asociaciones pero no como don Antonio en su fuero interno las configuraba y como una por una las venía trabajando. El moldeo tenía que ser por fuerza secreto e individual.
Se trata en cualquier caso de «almas escogidas». Desde unas exigencias de virginidad consagrada había que comprometerse a vivir la secularidad en cotas de la más comprometida perfección evangélica.
En el primer reglamento reza ya en el título: ALIANZA VIRGÍNEA O ESCLAVITAS DE JESÚS POR MARÍA. Y en «el porqué de esa Alianza» comienza afirmando el fundador: «La experiencia en el ministerio santo con las almas nos ha demostrado que existen en el siglo un gran número de almas puras que sienten hambre de Dios y de santidad. Aun fuera del claustro hay almas que desean aspirar a vida más perfecta y santa que la de un simple cristiano… ; almas muy interiores, de mucha oración, ejercitadas en diversas virtudes, alejadas del bullicio del mundo, almas vírgenes, enamoradas de Jesucristo e inmoladas y consagradas al sacrificio y al amor».
Ya en su mismo borrador la configuración del futuro Instituto secular se fundamenta en los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, «la quintaesencia de la vida religiosa, la base primerísima» y es la consecuencia de un «Ven y sígueme», de una vocación al seguimiento total y con todas las consecuencias. Las «esclavitas de Jesús por María» quedan, pues, definidas en este primer esbozo de leyes. Así, desde antes de nacer las constituciones, quedan bien definidas como Instituto secular.
Una cosa es indiscutible: La denominación de ALIANZA aparece desde el principio en la nomenclatura del fundador: Alianza virgínea. Nos atrevemos a pensar que es idea original de don Antonio. Mejor diríamos, inspiración y parte ya del carisma. Tiene los visos de esas intuiciones históricas que cuanto más se reflexiona en ellas, mayores dimensiones descubren en la armonía y en la trayectoria de las grandes ideas que movieron la historia.
En el caso de la historia de la salvación, alianza conecta con sugerentes y seculares raíces bíblicas y teológicas. Realmente invita a pensar en profundidad -carisma por medio- en el contenido fundamental y esencial de la Alianza. Pablo VI, en una audiencia general del 3 de septiembre de 1975, saludaba a un nutrido grupo de aliadas, con motivo de las bodas de oro del Instituto: «Os alentamos a ser siempre un espejo puro de virtudes cristianas. Que vuestro pacto espiritual se vea corroborado cada día con una caridad intensa, por un testimonio de servicio a la Iglesia. Sea María Inmaculada vuestra guía y modelo».
La traducción de la palabra alianza no podía ser más expresiva ni mejor descrita, comenzando por la correcta alusión al «pacto» bíblico, nervio del Viejo y Nuevo Testamento, con connotación incluso a la Eucaristía y a María («Arca de la Alianza»). Interpreta igualmente el Papa las intenciones y la planificación del fundador en la función central y dinámica de su Obra. Volcó en su ALIANZA -pacto, compromiso evangélico y eclesial- un mensaje actualísimo y de inagotables sugerencias. Desde los primeros reglamentos es constante la definición: «La Alianza es la unión de almas puras en alma y cuerpo, consagradas a Jesús en el siglo, que aspirando eficazmente a la perfección, buscan por todos los medios el triunfo y el reinado de la pureza angélica y del amor a Jesús en sí y en los demás».
En familia sonaba bien y se entendía bien eso de «Alianza virgínea». Era de esperar alguna que otra reacción, cuando menos de sorpresa, al hacerse de dominio público ese nombre. Confirmaba en algunos la opinión de candoroso que ya tenían del señor Amundarain, tratando de convertir nada menos que en un desafío y grito de lucha contra la inmoralidad, consignas y nombre de una asociación que se exponía a la irrisión. En 1927 escribe don Antonio a uno de sus colaboradores: «Se habrá enterado de nuestras dudas acerca del nombre de la Obra. La palabra «virgínea» parece asustar a muchas… He preguntado a amigos de aquí, y algunos opinan que debe conservarse. Los miembros del Consejo (mujeres), en cambio, piden se sustituya».
Tiene explicación. No era una etiqueta de identidad demasiado cómoda a la hora de exhibir documentación y de tener que dar razón de su filiación a mujeres que de por sí intrigaban y despertaban curiosidad.
La propia revista, que bien pronto se hizo necesaria, salió a la calle vestida de latín, que la anunciaba seria y desafiante, sin merma, puertas adentro, de todo el vigor del programa y de lucha: «LlLlUM INTER SPINAS» (Lirio entre espinas). El lema, sí; dice bien y suena mejor como grito de guerra evangélico: «Por el triunfo de la pureza en el mundo». Es buena punta de lanza y se hace respetar aun por sujetos ligeros y superficiales.
Se concretó definitivamente el nombre de la Obra: Alianza en Jesús por María. Así lo registra oficialmente la Iglesia.
PARTIDA DE NACIMIENTO
Tenemos la dicha incomparable de disponer de la partida o acta de nacimiento de la Alianza en Jesús por María extendida por seis de las protagonistas; dos (religiosas mercedarias con el tiempo) y cuatro que redactaron en colaboración sus memorias. Los dos documentos están garantizados por los sellos inconfundibles de la sinceridad y de la emoción imborrable de todo eso que forma parte de la vida.
Desde los últimos días de enero de 1925 don Antonio fue preparando la cita para el gran encuentro. Al mismo tiempo imponía secreto y todas las bocas se candaron. Iba comunicando únicamente a una por una que el domingo primero de febrero habría de estar por la tarde, terminada la catequesis y antes de abrirse la iglesia para los cultos, en el camarín de la Virgen del Coro. Veinte jóvenes entre los 17 y 20 años recibieron en el confesionario la misma encomienda escueta y enigmática. Cada «invitada» habría de valérselas para eludir aquella tarde cualquiera otro compromiso y acudir a la cita.
«Hubo episodios por tal motivo graciosísimos. Una de las jóvenes tenía verdadera curiosidad por saber si una de sus amigas había sido de las llamadas. -Oye, le dice, ¿tienes que ir el domingo a algún sitio? La otra, también de la cuadrilla, un poco extrañada, contesta:
Sí. .. -Por si acaso… ¿tienes que ir al camarín? -¿Pues?… (con cara de asombro y esforzándose por disimular). -Nada, nada, quería saber eso.
Calle Mayor adelante, en dirección al paseo de la Concha, va un grupo de amigas. Sólo una está en el secreto de la reunión. La tortura por momentos el ver que se van alejando de Santa María. ¿Qué hacer?… ¿Decir que tiene que volver a casa? Se inventa la evasión de tener que ir a visitar a una religiosa de San Bartolomé (cerca de la colegiata). Le salió bien. Sólo que a la noche no dejan de darle murga las amigas, intrigadas, pues se les hizo cuesta arriba creer eso de la visita, ya que las religiosas estuvieron de retiro…
Dos de las comprometidas solían andar juntas. -Hoy no me esperes, dice una, pues tengo que hacer una visita. y se encuentran, poco más tarde, en las escaleras del camarín, con la sorpresa correspondiente». Las dos que luego fueron mercedarias refieren: «Al salir de la catequesis, en vez de ir de paseo con otras dos, como teníamos de costumbre, les dijimos: -Hoy no podemos salir de paseo. -Tampoco nosotras, nos contestaron. Sospechando…, nos separamos, marchando ellas en sentido contrario al nuestro; pero, naturalmente, sin alejamos ni unas ni otras de Santa María; por lo cual, al cabo de poco rato, vinimos a encontramos, causándonos ya esto mucha risa y satisfacción, seguras de que todas esperábamos lo mismo».
Por distintas calles se fueron concentrando a la hora convenida. Las exclamaciones se repetían: Pero, ¿tu también has venido? ¿Sabes algo de lo que va a tratar don Antonio? ¿Para qué nos habrá llamado?…
Visita al Santísimo. Larga espera al pie de la escalera del camarín. Don Antonio tarda más de media hora en llegar. Se hizo larguísima. Había tenido que acudir a administrar los sacramentos a una joven.
Al fin… él. Trae un papel en la mano. Va nombrando una por una a todas. Están. Ninguna intrusa. El camarín se cierra. La iglesia también está cerrada. Crece la ansiedad. Serán las seis de la tarde.
«Abre don Antonio una rendija del camarín, que sólo deja entrever a nuestra amada Virgencita del Coro, y…, por fin, empieza a hablar. Todas las que allí nos encontrábamos teníamos hecho voto de virginidad, a pesar de vivir en medio de aquel ambiente de frivolidad e impureza que se respiraba en San Sebastián, sobre todo en tiempo de verano … Viéndonos vivir esa vida de pureza con gran entusiasmo, pero aisladas, sin la unión que hace la fuerza, nuestro común director oraba, meditaba, buscando una solución para este problema que laceraba su ardiente corazón de apóstol; hasta que el buen Jesús, que miraba complacido sus deseos y cavilaciones, le inspiró eso: poner en contacto y unión a esas almas. Esto fue, pues, lo que habló don Antonio en esta primera sesión…».
A distancia de años, las relatoras de sus recuerdos se afanan en rehacer aquel discurso fundacional. Detalles no; pero en general les dura la impresión viva que les hizo aquel modo de hablarles del Dios-Amor, explicando los encantos de la virtud angélica, las defensas que precisa, con aquella «su palabra cálida y emocionada…, como dardo encendido…», entrando en el corazón y en el alma de aquellas «jovencitas», caldeándolas con el fuego divino, desconocido hasta entonces en ellas.
Al final, el Padre les indica que reciten diariamente el Bendita sea tu pureza.
«Salimos de allí rebosantes de entusiasmo». Así de sencillo. El acto de fundación consistió en confirmar colectivamente una situación de hecho que ya era vida separadamente en un grupo de almas vocacionadas. Ha nacido una Fraternidad.
El notario de excepción que es el propio fundador nos regala, años adelante, algunas noticias nuevas muy codiciadas: «Y aquí la Virgen de testigo, de rodillas, veinte almas escogidas… con los brazos en cruz, rezamos tres avemarías… Desde aquí lanzamos una idea pequeña, muy sencilla, muy escondida…, y se descubrió en el recinto de estas sagradas bóvedas un secreto, y un secreto muy significativo. Era una idea vaga; una palabra; un ideal; un misterio; como si dijéramos las líneas de una Obra que ninguno de los que estábamos sabíamos qué iba a ser … Ellas y yo no éramos más que unos instrumentos que nos habíamos dejado en manos de la Providencia … Una gracia singular vino al atardecer de la víspera de la Purificación sobre el grupo de almas que la Virgen del Coro llamó a su recogido camarín … Reunión sencilla, escondida a todos los feligreses … El secreto de María era secreto hasta para los mismos protagonistas».
En una nota confidencial, destinada a D. Antonio P. Ormazábal, dejó anotado telegráficamente lo que fue el grandioso momento del nacimiento y cómo se comenzó a andar: «…Lánceme en riguroso secreto y sin consultar con nadie más que con Dios y con la Virgen del Coro. Primera convocatoria a los pies de esta Virgen la víspera de la Purificación, dos de febrero de 1925, con veinte almas todas confesadas mías, de las que aceptaron el proyecto una docena.
Segunda convocatoria en el mismo camarín a los pocos días, a la que asistieron las anteriores y algunas nuevas. Un poco de espera prudente y trabajo personal en el confesionario con todas ellas. Algunas no se deciden y se retiran.
Varias reuniones en el recibidor del Teresiano, previa plática y grandes fervores en la capillita del mismo, donde, rodeando el pequeño Sagrario, orábamos mucho… El rumor se extiende y hay que acudir arriba. Junio del mismo, escribí precipitadamente un cuaderno… y entrevista con el Vicario General, don Asunción Gurruchaga, que me alienta y anima. A la sombra de este venerable señor se inicia la vida con más confianza y tranquilidad.
FECHA MEMORABLE: 2 DE FEBRERO
Tiene más historia el nacimiento de esa criatura que aprende a andar. Esa fecha y lo en ella acontecido anda ya registrado en cifras y en letras de plata y de oro. La majestuosa simplicidad de aquella lejana «presentación» se hace explosión de alegría cada año que devuelve a un dos de febrero. «La víspera del día de la Purificación de Nuestra Señora de 1925, una veintena de jóvenes muy piadosas celebraba una reunión íntima en el camarín de la Virgen del Coro de la ciudad de San Sebastián. Aquello fue el principio de la Alianza en Jesús por María».
El señor Ormazábal razona eso de la fecha: «En este camarín se había fijado don Antonio Amundarain para revelar al puñadito de almas escogidas el «secreto» que tan cuidadosamente guardaba en su pecho. Revelárselo en un camarín de la Virgen llevaba consigo tener que hacerla en una festividad de la Virgen. Una cosa se lo dificultaba: que esta festividad tenía que caer en domingo o en día festivo, porque las jóvenes a quienes pensaba dirigir su invitación no disponían de los días laborables y, además, a las horas de media tarde de un día de precepto, la iglesia y sus alrededores se veían más libres de miradas curiosas. ¿Sería un dos de febrero, fiesta de la Purificación de Nuestra Señora? Hermosa, de verdad, para lo que se intentaba. Pero este año de 1925 tocaba precisamente en lunes… Pensar en otra, significaba retrasar todavía más el acontecimiento, como si no se hubiera demorado ya excesivamente con la espera de tres años». Prevaleció, al fin, la consideración litúrgica, en virtud de la cual las vísperas señalan ya la festividad comenzada, por lo que la tarde del domingo de este año ya era la de la Purificación. «Por eso -concluye el señor Ormazábal- la narración del suceso de tan fausta memoria para todo el Instituto de la Alianza en Jesús por María, podía dar principio con estas palabras: Érase un dos de febrero que comenzaba el uno por la tarde».
Así es. A partir de este dos de febrero, celebrado en muchísimos lugares por millares de aliadas como el día del nacimiento y bautismo de la Obra, la Virgen del Coro se siente cortejada por una peregrinación cada año más numerosa que renueva el agradecimiento a esta Madre y Arca de la Alianza cantando: Mírame, Virgen del Coro, con mirada de cariño, como solían mirarme tus ojos cuando era niño.
Madre y fundadora, la Virgen del Coro ostenta en la Alianza mucho más que una evocación de fecha. Representa la bandera del ideal y lleva en su corazón archivado aquel nacimiento con el registro del bautismo. En la novena que don Antonio compuso
para uso privado de sus hijas parecen recogerse fragmentos del discurso que en aquella circunstancia debió de hacer. Su pensamiento lo pone en labios mismos de la Virgen:
«San Sebastián se asfixia en su propia corrupción… Sus vicios son un escarnio y una ofensa a mi pureza virginal… En este camarín que la piedad de mis buenos hijos ha levantado, tan rico y tan recogido, yo necesito un coro de almas blancas y puras para reparar tantas ofensas y para derramar por sus calles las fragancias de mi virginal pureza… El mundo necesita que se vean por sus calles modelos de virtud, de bien, de santidad, para que los siga y los imite… Hay que crear almas santas y que éstas pisen las mismas calles y plazas que el vicio tiene manchadas… La santidad es luz que debe iluminar al mundo que yace en tinieblas… Esta luz no debe estar debajo del celemín».
«Yo soy el autor del sueño» -le dice don Antonio a la Virgen en 1933- «Tu lo eres de la realidad», «María es, además, la primera aliada del mundo, ejemplar y modelo de las que seguirán en los siglos».
Todos los días dos de febrero se detiene la historia. Le viene a la Obra esta tradición de don Antonio. «Una virgen ofrece a Jesús en el templo; las vírgenes de la Alianza han de recoger a Jesús en sus corazones» (1927). En 1933 se hace explosivo: « ¡Gracias, Madre mía! Ocho años». En 1935 dos lustros de existencia pesan ya mucho. Son también muchas las aliadas. Por eso en 1936 el fundador se yergue sobre su abrumadora responsabilidad de fundador de la Obra de la Virgen con el fuego de aquel primer día: «Y a fe que, sanos o enfermos, para ellas somos, ya que para ella nos escogió el Señor y a ella nos lanzó Él hace once años.» No en vano Dios ha querido unir a esta fiesta el principio y origen de la Alianza en Jesús por María».
Los años de la guerra -1936-1939- no le falta al dos de febrero su correspondiente arenga de fogueo. Temas suyos son el «secreto» hablador de la Alianza; la victimación del gran Desconocido prolongada en la de la aliada que se inmola en su pureza. En 1940 el argumento se traduce en alentar para la otra guerra de María contra la serpiente, A sus quince años, la Obra ya tiene empuje y está adiestrada para luchas, derrotas y victorias; éstas, gracias a Dios y a la Virgen, ¡y buenas que serán! (Las conoceremos).
1945: En el seno virginal de la Alianza se ha formado una legión de más de cinco mil almas escogidas, las cuales en justicia habrán de confesar y agradecer a su Madre el inmenso bien recibido.
En los años sucesivos, precipitándose ya hacia las bodas de plata, el dos de febrero parece más reciente. El camarín de la Virgen del Coro se ilumina con teas de miles de corazones que ya no cabrían en él. La Constitución Apostólica de Pío XII «Provida Mater Ecclesia» sobre Institutos Seculares, promulgada el dos de febrero de 1947, le presta a la Alianza resonancias solemnes. Aquella criaturita, confiada al regazo de la Madre y que en el dulce vaivén de esta cuna se desarrolló, creció y formó, se ve a las puertas abiertas de una acogida como Instituto Secular. «Desde estas cumbres vemos lo pasado, sostenido y movido por el dedo de Dios; lo cual nos llena de estupor. Vemos lo que hoy es presente todavía y lo vivimos. El 2 de febrero de 1947, que con especial fervor y espiritualidad mariana celebramos en la Obra con novenas y adoración nocturna; y como respuesta de la Madre recibimos [. . .] aquella magnífica Constitución «Pro vida Mater Ecclesia» que el santo Padre firma en aquel mismo día 2, en que nosotros todos invocábamos el dulce nombre de nuestra Virgen del Coro y nos
encomendábamos a Ella con fervor inusitado, como nunca» (1948). El Padre dispone este año que la noche del 1 al 2 «sea siempre noche de adoración eucarística y mariana; y en donde no disponen de capilla las aliadas han de tener una hora de vela en su habitación y en el momento que les sea posible dentro de la mencionada noche».
1950: «Año Santo y sobre él otros 25 años de vida santa y apostólica que la Alianza comienza a vivir en novedad de vida para que al llegar a sus 50 años, la Obra sea oro puro y brillante de santidad».
REGISTRO OFICIAL
A don Antonio le aconteció lo que deja suponer aquello del Evangelio (Mt. 13,45) con lo del hallazgo de una piedra preciosa. Primero acaece el hallazgo un tanto clandestino. Luego se impone todo un derroche de ingenio para hacerse con el terreno en donde se esconde, aun a costa de tener que vender todo cuanto tiene, hasta lograr, por último, y en legítima posesión, disfrutar del tesoro y negociar con él.
Es su caso. No podría terminarse la fiesta con las alegrías del descubrimiento de tan bonito y valiente ideal. Es de tan inapreciable valor, que merece la pena asegurarse por todos los medios la propiedad absoluta y vitalicia para el personal disfrute y para poder negociar con él al servicio de la Iglesia. Es preciso venderlo todo y fiarlo en el banco evangélico de la pobreza, asegurar la libertad en obediencia y asociarse en totalidad de consagración a Cristo en plenitud de pertenencia, de amor y en sacrificio para trabajar en su Reino.
Ya de por vida nos va a resultar familiar la estampa del fundador de la Alianza a vueltas con su Reglamento en sus cinco ediciones, con su Manual de Formación y con las Constituciones, en un apasionante afán de interpretar a la perfección las mejores técnicas de hacerse uno consigo mismo -referido a la ascética «aliada»- y poseer el tesoro descubierto. Naturalmente el refrendo que siempre procurará será el de la misma Iglesia. A los cuatro meses era presentado al Ordinario de la diócesis de Vitoria el proyecto ya iniciado y tres años después recibía su Reglamento una aprobación laudatoria de la autoridad eclesiástica.
Hubo sus forcejeos. Lo mismo que en San Sebastián, en la Curia no todos tomaron en serio el tan traído y llevado «invento» del coadjutor de Santa María. El señor Obispo, sí. A finales de mayo y primeros de junio (1928) coincidían en Aránzazu. Un día don Antonio interpela al prelado: Bueno, ¿y de eso… qué? Don Mateo lo entendió, aunque no dio respuesta. Bastante significativa fue, sin embargo, la espontánea actitud del Obispo cuando al primer encuentro, allí mismo, sin más, abraza al sorprendido sacerdote y de palabra, efusivamente, le da un avance de su conformidad, después de haber leído los apuntes que le había dejado y le alienta a continuar «con tesón». Con fecha 10 de julio recibía don Antonio la esperada aprobación por escrito. La Alianza queda registrada entre las obras de la Iglesia. Sus leyes de cultivo de un ideal de perfección y de apostolado quedan patentadas de primera instancia ese día de julio de 1928: Hemos leído con la detención y atención que merecía el precedente Reglamento de la Alianza en Jesús por María; y después de aprobarlo, no vacilamos en afirmar que la Alianza que se proyecta viene a cubrir y llenar una gran necesidad en favor de tantas jóvenes cristianas que, viviendo en el mundo, no participan de su espíritu corrompido y corruptor, y por eso son gala, floración y ornamento de la Santa Iglesia que Nuestro Santísimo Redentor Cristo Jesús regó y santificó con su preciosísima Sangre.
Escuela de alta perfección, aurora del paraíso, es la vida religiosa, digna de todo nuestro amor. Pero, ¿qué veneración y altísimo aprecio no merecerán las que, en medio de nuestras corrompidas sociedades y ciudades, rivalizan en pureza y castidad con las mismas vírgenes consagradas al Señor y defendidas con toda clase de medios en las soledades de sus venerandos conventos? Plácemes y enhorabuenas al autor de tan inspirado proyecto, y que Dios nuestro Señor lo bendiga desde la eterna ciudad de Sión y Jesús desde el Sagrario. Nos le bendecimos aquí abajo en la tierra y sentimos prisa por verlo funcionar para mayor gloria divina y perfección de las almas selectas.
San Sebastián, 10 de julio de 1928 Mateo, Obispo de Vitoria
Ya en 1925 don Mateo Múgica había dado luz verde al proyecto. Con don Antonio es el primero en percibir y darle carácter oficial a un carisma, sincronizando la gracia confiada y las primeras vibraciones de «Alabanza a Dios, aun caso de que nuestra soñada y muy querida obra de la Alianza hubiera sido desaprobada, retirada y aun condenada por la autoridad; pues jamás hemos pedido en nuestras oraciones ni mandado pedir a otras almas sino que Dios se dignase manifestar su voluntad por la voz de sus legítimos Superiores».
En unas copias del Reglamento de 1941, se leen estas notas autógrafas y rubricadas por el Padre: «Está como yo lo he sentido; mas yo siempre quiero sentir como siente la Iglesia (San Sebastián, 2 de febrero). Protesto que, en la presencia de Dios, el contenido de este Reglamento es mi sentir. Mas yo quiero sentir siempre con la Iglesia». (San Sebastián, 16 marzo).
La línea de fidelidad no se interrumpió ni se interrumpirá. La Alianza nació y se desarrolló en plena luz del día.
RECUERDO DE LA PRIMERA MISA
En este año sacerdotal recordamos la primera misa que celebró, hace cien años, un sacerdote ejemplar, el Venerable Antonio Amundarain. Era el 21 de diciembre de 1909, fiesta del apóstol Santo Tomás, cuando D. Antonio celebraba por primera vez la Eucaristía en el Santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, «la otra Madre que tanto le ayudó». Lo que para él significó nos lo revelan sus escritos. Con fecha de 4 de enero de 1946 escribe a una aliada: «Mi muy estimada en el Señor: No puedo menos de manifestarte mi más profundo agradecimiento por haber recordado, mis dos fechas de ordenación y primera Misa, hace 36 años. En ellas, Dios, por su amor y por los ruegos de su Santísima Madre, derramó en mi alma grandes secretos que yo nunca he llegado a saber y a sentir, hasta que ahora, con los años y con las pruebas palpables, los voy descubriendo con gran confusión mía. Aquella Virgen de Aránzazu, donde fue mi Primera Misa, puso en mis manos aquella Hostia, y aquella Hostia derramó en mi alma, entre otras muchísimas, la gracia de la paternidad, para ser padre y sacerdote de muchas hijas en los vergeles de la Alianza, de la que había de ser humilde hortelano. Para eso seguramente me apartó de los míos todos, me llevó a aquellas sierras, a fin de que en tan memorable fecha no hubiera nada que supiese a carne y sangre, para lo cual no faltaron renuncias dolorosas y penas y contrariedades, al estilo de Nazaret, para recogerse en Belén… Designios de Dios, que se ocultan a las miradas humanas, y que a simple vista parecen descabellados, hasta que a la larga se descubren las maravillosas bellezas del poder y amor y sabiduría de Dios. Sigue tú dando gracias a Jesús por lo que yo le debo de los bienes recibidos y de las trastadas hechas.»
Un año antes de su muerte, en 1953, dice a un gran amigo y colaborador, D. Antonio Pérez Ormazábal: «Celebré a los pies de la Virgen de Aránzazu mi primera Misa con la sencillez y majestad conventual franciscana. Rece usted un Te Deum por lo infinito que le debo a Dios y a Ella desde aquel solemne día que ocultaba tantas y tan grandes sorpresas para mí».
ADIÓS AGRADECIDO A LA MADRE
Una vez que don Antonio se asentó por primera vez en Zumárraga como coadjutor, muerto el padre, vinieron del pueblo a instalarse definitivamente su madre y su hermano José María. Fue un regalo para todos. Los vimos disfrutar en familia reunida, aumentada ya con el matrimonio de José María.
En aquellos primeros años del ministerio pastoral del hijo, dueño ya del oficio, la presencia de ama Ma Teresa -entrañablemente cariñosa, columna de la fe y dechado de fortaleza cristiana, mimada por el agradecimiento de aquel niño que le debía varias veces la vida- vino a ser providencial mente beneficiosa.
Ahora ve configurado su propio sacerdocio con aquella oración y con aquella imperturbable y callada previsión que hace tan cálida la acogida y que para Antonio se convertía en uno de sus poderosos estimulantes. Esta mujer fuerte, del corte de la Escritura, continuaba efectuando ese moldeo misterioso del hijo sacerdote en casos como éste. En los espacios de la segunda venida a Zumárraga madre e hijo compartían ya males de salud carcomida, soledades y purificaciones. Ella tenía ochenta y cinco años cuando moría. La enterraban el 19 de enero de 1934. A las pocas semanas aparece en la revista Lilium un emotivo homenaje que, en el estilo del de san Agustín, le dedica don Antonio a la madre difunta: «Dios se ha llevado al cielo a mi querida madre. El vacío que alrededor siento lo llenará pronto ella con creces cuando esté gozando en la gloria… Terminó su jornada terrenal tranquila, confiada, segura de su destino feliz; con la paz de un alma que no ve enmarañadas sus cuentas para con Dios… Un consuelo y una lección nos deja en su muerte… la paz de un alma profundamente cristiana se ha dibujado en su arrugado rostro cuando la muerte ha cerrado sus ojos. Rezaba tranquila y dulcemente. Le dijo mi hermano:
Madre, ¿está usted rezando?
Sí, estoy rezando el credo -responde risueña. Nunca la vimos tan risueña.
Fue su devoción favorita… Su fe era su vida. Ser y ser cristiana era para ella lo mismo. Éste es el gran testamento que nos deja a sus hijos y a los que nos siguen: el credo, la fe». De otro testamento, nada. Sus haberes habían sido los de los pajaritos: la noche y el día empalmados por la fe en la providencia (el pan nuestro de cada día), la oración y los desvelos de los hijos de Dios que trabajan.
Una soledad más vino a sumarse a las soledades de don Antonio en estos años de «purificación» y de «presentación».
PRESENTACIÓN
Es la otra cara del signo que fue el día 2 de febrero. Nació aquel día un fundador bajo la mirada de la Virgen, con un destino y con una espada también en el corazón, bandera y desafío, signo de victoria y de contradicción. El «vincit» del fundador de la Alianza precisó de una larga presentación en meditación humilde y prolongada durante años en otra noche de fe.
Recién aprobado el Reglamento primero, ya el 26 de agosto de 1928, en presencia del mismo señor obispo, hacían su consagración las once primeras jóvenes de la Alianza. Con aquella Promesa de Perseverancia representaban, con una simbólica «presentación» profética, la de toda la Obra a la Iglesia y por ella a Dios. Don Mateo Múgica previno ya entonces la conveniencia de acudir cuanto antes a Roma. Tendría así el refrendo más asegurado. Se pensó muy en serio en ello.
Dios quiso antes y durante varios años un maduro «Ecce adsum» (aquí me tienes) del fundador en persona. Consistiría en una heroica disponibilidad de la que vamos apenas trazando un esbozo. Conoceremos trances de tremenda agonía. Humanamente no había ya alientos para aquel «fiat» que reanudaba la marcha.
Desde Pascua de 1929 tiene que andar poniéndole constantes remiendos a la salud, sin grandes resultados. Cuando después de un verano azaroso se reintegra a su parroquia de San Ignacio, se encuentra con un párroco nuevo. El desbaratado coadjutor sólo le puede ofrecer la pobreza de sus recursos y de su impotencia: «¡Siquiera pudiera ayudarles un poco con el escaso e imperfecto sacrificio que el Señor me ha pedido!».
Ni lo sabía ni lo sospechaba el alcance del sacrificio. El traslado a Zumárraga como solución de alivio y de emergencia lo que en realidad aportaba era convertir en un erial sin camino tanto su incierto porvenir como el de su Obra que acusa fisuras y conflictos de un rápido desarrollo. En la Asamblea de 1933 se contabilizan nada menos que mil setecientas jóvenes de la Alianza.
Mas, es el momento de repetir: La noche no interrumpe la Historia de Dios con los hombres. Hay que ir a Roma para «presentarle» al Papa Pío XI tan floreciente y tan amenazada iniciativa. Dos cardenales, veinte obispos en España, otros del Brasil, de Santo Domingo y de Colombia, la han bendecido y aprobado.
Acabada de enterrar su madre, don Antonio, sin hacer ruido, el día 28 del mismo mes de enero (1934) sale camino de la Ciudad Eterna para darle ejecución a una decisión de la Asamblea, vieja recomendación del sagaz doctor Múgica. Le acompaña don Julián Ayesterán. Se estudian allí los estatutos, se hacen aclaraciones de palabra y ligeros retoques y los emisarios regresan contentos el 9 de febrero a España.
Traen consigo el mejor certificado de la «presentación» que pudieran ambicionar. Certificado y patente de que la Alianza queda registrada en la Sagrada Congregación. Una nota anecdótica curiosa y expresiva: facturas al canto, los dos viajeros habían gastado en viajes, propinas, hospedaje, imprevistos, etc. dos mil pesetas. Lo de la Sagrada Familia en su Presentación.
Pasada la Semana Santa, don Antonio emprende un largo viaje para visitar los Centros de Burgos, Valladolid, Madrid, Villa de Don Fadrique (Toledo), Tarancón (Cuenca), etc. con el fin de explicar bien eso de estar registradas en Roma. El seis de junio está de regreso en Zumárraga. Recaídas. Alternativas. Ejercicios en Aránzazu. Idas y venidas a San Sebastián. Cada vez trae peores impresiones de allí. La «purificación» cobra particular virulencia. Otro viaje a Roma con setenta aliadas, después del 20 de septiembre y tras unos días de preparación en Aránzazu. Es la confirmación de la solemne «presentación» de los fundadores con su Obra a la Iglesia, con el corazón rebosante de gratitud; el del Padre un tanto dilacerado. Esta trayectoria: la Jerarquía como garantía de autenticidad es y continuará siendo constante, inamovible. «La Alianza siempre a la sombra de la Jerarquía, amparada y bendecida por ella y ofreciéndole siempre el homenaje incondicional de su obediencia más rendida, de su amorosa y filial adhesión (1939).»
La ofrenda personal de don Antonio durante estos años fue un goteo de padecimientos que sólo Dios presenció. Fue Él quien se los programó y se los fue pidiendo. Salud al borde del colapso, montañas de ocupaciones y de preocupaciones, limitaciones en todos los frentes, días muy oscuros y noches surcadas de relámpagos de fe y de esperanzas… Tal fue el cuadro de experiencias de este «Moisés» en su desierto de promesas, de soledades y de incertidumbres. De dudas, no. Como aquel gran caudillo, este fundador cada vez que bajaba del monte de su contemplación aparece con el rostro iluminado por aquella luz creadora de su sonrisa inmutable, por la paz y la alegría que siempre proporciona la conversación con Dios. Se aprecia la madurez en la objetividad con la que, lejos de andar midiendo sus sombras, lo que mira son horizontes infinitos.
Una de sus más felices y acariciadas definiciones personales es la de «Sembrador». Sirve para valorar estos doce años de Zumárraga. Entre otras cosas, escribe con envidiable libertad de espíritu: «Dios manda sembrar a unos y hace que otros entren en lo que aquellos sembraron … El que siembra no verá la cosecha de lo que sembró … Ni el que siembra ni el que siega mire tanto el fruto de sus trabajos cuanto el haber cumplido perfectamente la voluntad del AMO que mandó sembrar y segar. Nadie siembra en el desierto… El esfuerzo de la siembra sin ver el fruto inmediato es más costoso, y esto en algunos produce desaliento.”
No sería su caso, aunque lo rozó. La «presentación» en un proceso de aguda «purificación» fue generosa. En el largo túnel de su noche no perdería ni por un momento la firme persuasión de que trabaja asociado con Dios y que Él lleva la empresa.
ARANTZA – ZU (¿ENTRE ESPINAS, TÚ?)
Ya ha dado de sí ese nombre como para crear una curiosidad grande. Docenas de veces anda don Antonio por este famoso santuario de la Reina de Guipúzcoa. Desde su primera misa, las frecuentes visitas y permanencias aquí forman una trama tupida de acontecimientos que afectan por igual a la vida del sacerdote como a los comienzos de la Alianza. «Si la Alianza -escribe él- llega a tener alguna historia, en sus páginas habrá de figurar orlado con hechos bellos y esclarecidos el nombre de Aránzazu.»
Si la Virgen del Coro (dos de febrero) es la Madre de la luz, del nacimiento y bautismo del ideal, en Aránzazu la Virgen se hace La Madrina y la Presentadora. En aquellas limpias alturas del Aloña moldeó Ella la delicadísima hechura de la Obra, la crió y la enseñó a andar, al mismo tiempo que moldeaba al fundador, haciendo de él el acerado hombre fuerte que necesitó ser el depositario de ese carisma.
En su altar había tenido don Antonio tempranamente sus «ensueños», amadrinándole en aquella misa que nunca se olvida y en los primeros tanteos de dicho carisma. Don Antonio se detuvo aquí y pasó con Ella muchos días de retiro, de ejercicios… Centenares de horas la retuvo grabada en sus ojos y acariciada en su corazón. Con mucha frecuencia vino a templar aquí sus armas y su vocación aliada. Se intensificó la asiduidad a Aránzazu desde la cuaresma de 1927, cuando las espinas de todo tipo y tamaño, lo mismo significaban el vigor del rosal, como pudieron convertirse en amenazas y ahogo de todo entusiasmo. Al año siguiente, de Pascua a Pentecostés, se encierra aquí con el fin de redactar su Reglamento, base de la aprobación solicitada del señor obispo de Vitoria. Le veían en su reclinatorio, entre mirada y mirada a la Virgen, haciendo sus borradores.
En saliendo de San Sebastián para instalarse en Zumárraga en esta segunda etapa de grandes pruebas, la primera estación de jornada en el desierto la quiso tener en Aránzazu. Gracias a ella logró ponerse al día, meditando delante de aquella zarza ardiendo, haciéndose con el destino que Dios le asignaba. Habrá ocasiones en que Aránzazu se verá convertido en el Sinaí del contemplativo de Dios, del legislador, en cuartel general, de aprovisionamientos (asambleas y ejercicios) y en casa de la Alianza.
Del Padre aprendió la Obra niña a hacerse «lilium inter spinas»; a cultivar azucenas y rosas entre las espinas del necesario sacrificio para serio en medio del mundo. Aunque no fuera parte entrañable de su historia, que lo es, Aránzazu es todo un símbolo. Zona de guerra, culmina los años de prueba en que el temple del fundador queda definitivamente fijado. Con ocasión del Congreso Mariano de la diócesis de Oñate (1936) don Antonio desarrolló una ponencia en la que volcó, con el ardor que lo caracteriza, lo que sabe experimentalmente de María. Eran los primeros días de julio. Aunque con grande trabajo, por culpa de la salud, intervino también en la gran vigilia nocturna en el santuario. A la vuelta de unas semanas todo lo asoló el huracán de los odios y de las balas.
Con los años, pasada la guerra, la asidua presencia del fundador de la Alianza en Aránzazu, así como la venida de sus hijas, se veían colmadas de alegría con la presencia aquí de Fray Miguel. Lo habíamos dejado en América hecho un hermano franciscano. Destinado ahora al Santuario, la acogida y las despedidas de Fray Miguel eran un regalo y el mejor de los recuerdos.
«LA GRAN PROPINA»
Como el Maestro, había de hacer primero todo cuanto enseñara más tarde y pasar por muchas tribulaciones para aprender a obedecer. Las calamidades de don Antonio vinieron acumulándose hacia el final de los años en Zumárraga. Las acusa la suprema postración del cuerpo y, aunque no se veían, maceraban su espíritu en la entrega al divino beneplácito desde su total oscuridad cara al futuro.
A finales de 1935 se estrechaba el cerco final. Desde el mes de noviembre está en Zumaya, sometido a un meticuloso tratamiento. Hasta entonces todo se habían vuelto caídas (Aránzazu), recaídas, reconocimientos, tratamientos en Cestona, ensayos de boticas nuevas; todo ineficaz hasta que se hizo cargo del enfermo el doctor don Carmelo Olaizola, afamado internista. Tomó partido en el asunto el hermano del doctor, don José María párroco de Zumaya, que se lo llevó a su casa rodeándole de desvelos fraternales. Se corta la respiración repasando, no obstante tantas caridades, las cuentas que lleva de gastos en medicinas, en Cestona, allí en Zumaya; en viajes… Se aprecia el desconcierto de varios especialistas, ante aquel aparecer goteras apenas parecía que se tenían controlados los males.
Allí mismo, en la Casa-Clínica, como olvidado de sí, le ven a la cabecera de otras camas animando a los enfermos, sobre todo a los más solos y postrados, campesinos, hombres de la mar; les presta cualquier servicio que adivina, les habla de la Providencia, de la esperanza, del don de la vida, de la familia. Más de uno, incluso muy jóvenes, una vez curados, no pueden pasar por Zumárraga sin ir a verlo una vez repuesto también. ¡Y él sí que estaba bien malo! No lo sabían bien. Ni el propio doctor Olaizola conoció los males del alma por los que estaba pasando. Los conoceremos en parte.
En lo más álgido de la crisis, obligado a permanecer en su habitación, a D. José María y a otros amigos se les ocurrió una cosa que coincidía con un deseo oculto de don Antonio. Lo pensaba como una quimera imposible de realizarse. En un caso como éste, ¿no podría obtenerse una licencia para tener el Santísimo? «Le pusieron – comenta él- el mejor caramelo en la boca».
Efectivamente, se hicieron las diligencias oportunas. No hizo poca palanca la súplica personal del enfermo con el sello propio: “… Razones me pide Vd. y yo no tengo razones para solicitar una gracia como ésa. Por poner algo, saco a relucir mis achaques. Lo más sincero es lo otro, a saber, que necesito mucho, muchísimo, de Jesús para la Obra y para mí; y creo que, teniéndole en casa, me he de despachar con plena libertad con El, Y no me negará lo que le pida. ¡Para eso es Jesús!». Concedido. Desde el 17 de marzo está convaleciente en su casa de Zumárraga. Es aquí en donde se hace efectivo el gran privilegio. El 21 de abril expedía la Secretaría de Estado la «gracia» (Pío XI, Papa; Cardenal Pacelli, secretario). Se encomienda la ejecución al obispo de Vitoria, que lo hace el día 29 del mismo mes. El rescripto es amplio y generoso: «quadusque vivat» (vitalicio) y en donde quiera que fije su vivienda. Disfrutará de todos los privilegios de oratorio privado en favor propio y de la familia. Se aprecia que el privilegio fue muy recomendado y bajo la presión del temor que pudiera realmente servirle para poco tiempo, de proseguir los males aquel cerco tan amenazador. No sucedió así. Ello explica que con fecha de 11 de julio de este mismo año (1936), cesadas las condiciones de excepción, hubiera que proveer a regular las facultades, pasando esta vez ya por los trámites ordinarios de la Congregación «de disciplina Sacramentorum». Se limitan las licencias de oratorio privado a un quinquenio y, eso si, en fuerza a las motivaciones anteriormente expresadas: de «infirmae valetudinis qua laborat et spiritualis soletii in praedicta infirmitate» (por razón de la quebrantada salud en que se halla y del consuelo espiritual en ella).
El conocido y detallado dietario del enfermo registra las cuentas correspondientes: una imagen de la Virgen, altar, velas, papel de vidriera… «Mi oratorio se inauguró la víspera del Sagrado Corazón y tuvimos muy cerquita de donde te escribo al divino Huésped; y aquí horas santas y otras cosas muy atrevidas con el amante Amigo». Como aquel año la fiesta de Corpus cayó el 11 de junio, la víspera del Sagrado Corazón fue e118. Aludiendo a ese día y al precedente, dice en carta del mismo 18: «Hay mucho bueno ayer y hoy en esta su casa».
Es «la gran propina» que él llama. Vino a redondear los cuantiosos costes de la «purificación». Puede recomenzar la definitiva carrera. Mientras se especula con la amenaza del probable y próximo desenlace, don Antonio ha llegado hasta el borde del total holocausto en el ofrecimiento de sí mismo. En 1934 escribió en tono de «presentación» y de disponibilidad: «Procurábamos por nuestra parte dar sin reservas todo lo que llevábamos, hasta agotarlo todo y agotarnos». Promesa cumplida y profecía en marcha.
En su oratorio -dormitorio de dos piezas separadas por un muro, según instrucciones de Roma- instaló un ingenioso artilugio, bien estudiado. Se trataba de un reclinatorio con amplia mesa, apoyada en la pared en la parte posterior del sagrario. Más que sentado, permanecía largos ratos de rodillas, así, cara a cara, de tú a tú, Jesús el amigo amante y él, mirándose y tratando sus asuntos e intereses comunes; muchas cartas, editoriales, circulares, retoques al nunca terminado Reglamento, fueron redactados al dictado aquí.
El ensayo sirvió -dada la feliz experiencia- para proceder a idéntica instalación en la Casa del Centro Primario (Paseo de Salamanca) en San Sebastián. Otro reclinatorio igual, adosado a la parte posterior del sagrario de la capilla, vino a convertirse en la cátedra desde donde, al dictado del Maestro, entre muchas lecciones, redactó el Manual de Formación Aliada.
En circunstancia comprometida, presionado por la disconformidad de alguien frente a determinado artículo trascendental del Reglamento, no tuvo mejor evasiva que descubrir su gran secreto, confesando que allí, en aquella cátedra singular ante el sagrario, redactó ése y otros textos; y añadía que vez hubo en que, no acertando a expresar lo que quería, extendiendo el brazo hacia el tabernáculo adelantaba la mano con la pluma, diciéndole a Jesús: «Escribe Tú, Señor, porque yo no sé hacerlo».
CENTRO PRIMARIO DE LA ALIANZA
Su parte tendría el doctor Olaizola en mejorar considerablemente las condiciones de salud de don Antonio, Dios contaba también con ello para estrenar vida nueva. En mucho tiempo no tendremos que volver a hablar de enfermedades. El día 22 de abril de 1937 firmaban en Vitoria el nombramiento en favor suyo como capellán de las carmelitas descalzas de Santa Teresa, en San Sebastián.
Es de su agrado. El día 27 se confía a una amistad: … «desde primeros de mayo, a disposición de mis descalzas y en primera línea de nuestra amada Alianza, que bastante ha esperado en retaguardia. Espero la ayuda especial de Dios». Tres semanas más tarde se refiere al nuevo destino: «El día de Pentecostés (17 de mayo) y con misa solemne he tomado posesión de mi nuevo destino. (Le andan acomodando vivienda). Deseando que todo quede acabado y en santa paz en aquel castillo (alude a la vieja muralla sobre la que se adosa el convento), que quiera Dios se convierta en el otro castillo místico de Santa Teresa».
Nos imaginamos en aquella misa solemne de Pentecostés la iglesia rebosante de aliadas. Tienen motivos para celebrar el reencuentro feliz y prometedor. La secuencia del día parece inspirada para inaugurar el nuevo curso:
Ven, Espíritu Santo,
manda tu luz desde el cielo .
Tregua en el duro trabajo.
Gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta los duelos…
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo…
Está bien claro que el centro de atenciones y de preocupaciones es la Alianza. Los deberes de capellán quedan reducidos a poca cosa. Las hijas de Santa Teresa andarán contentísimas con aquella misa tan bien dicha, con la puntualidad proverbial del sacerdote. Don Antonio arrimará la propina de una meditación mariana en los sábados, de algún que otro retiro, plática, etc.; pero nada de agobiante.
Un percance vino a perturbar aquella paz. Terminada la guerra, en el Obispado se quiso recobrar el pulso a la diócesis y, entre otras providencias, se mandó que todos los sacerdotes pasasen por los llamados exámenes sinodales con el fin de refrendar su identidad. Don Antonio a sus 54 años, treinta de sacerdote y de intensa vida parroquial en los más variados ministerios, se atolondró un poquito. Había mantenido el propósito de dedicar todos los días algún tiempo al repaso de la Moral y de la Teología, pero ya no tenía el hábito de estudio y le costaba ponerse ahora a hacerla con cierta intensidad y esfuerzos de memoria. No pudo menos de formular a Vitoria una súplica para que le dispensasen. Teme que el mismo miedo y los nervios le hagan una mala jugada al final. En la Curia tienen al día su «currículum vitae». Le perdonan el examen dichoso. «He dado un brinco como un niño que ha pasado el susto» -le dice a un amable abogado en Vitoria- «Dios se lo pague y al señor Obispo!».
Pronto recobra el hilo y reemprende la marcha. Es lo que le va. Como en los mejores tiempos se multiplica: confesionario, despacho, retiros, enfermas en el sanatorio antituberculoso de Uba y atención especial a las religiosas Mercedarias del mismo.
Se hace a todo al lado de las enfermas, sin ademanes de precauciones ni de reparos. Las enfermeras le acercan alcohol y una toalla. «No me lavo» -replica rehusando- e improvisa una razón que no convence: «¿No te parece que nada sería tan consolador como el que un sacerdote muriese víctima de su ministerio?». Lo que parece claro a todas luces es que ocultaba el mínimo gesto de rechazo social o de profilaxis en presencia de aquellas enfermas que sufren la infinita tristeza de sentirse marginadas. La elegante sensibilidad de don Antonio estaba en ello. Guarda con ellas las mismas cortesías que con los sanos. Todas anhelan su presencia, por esa misma naturalidad y virtud, y todas aceptan de buen grado lo que les predica. Nunca olvidarían aquello que un día les dice con particular énfasis: «Yo quisiera que este humo de pecado de impureza que sale de San Sebastián, fuera absorbido por este otro humo de incienso que sale de este sanatorio».
Si las marchitas almas de aquellas tuberculosas aprendieron a sonreír y a esperar, las que mayores beneficios recibían eran las Mercedarias. De tan larga e intensa amistad espiritual quedó el fruto de muchas religiosas con vigorosos impulsos de santidad así como las pequeñas biografías edificantes: «Puedo ser santa». (Ana María, joven muerta aquí de tuberculosis), «Quiero» (retrato a dos caras de Mercedes Gómez Lastra, muerta en 1937), cinco semblanzas de otras tantas Hermanas ejemplares ya difuntas.
Las aliadas del Centro Primario de San Sebastián tienen estos merecimientos, compartidos con el Padre:
-Ser las fundadoras de la Alianza.
-Soportar las duras pruebas de largos ensayos, contrariedades, ausencias del fundador, muy enfermo por otro lado.
-Tener el honor de haber imprimido un gran dinamismo a la Obra con una rápida expansión por toda la nación y de haber proporcionado las primeras directoras y formadoras.
-Servir de patrón y modelo por el que cortar Reglamentos, estructuras, leyes y costumbres.
-Ser durante los veintiún años primeros la lonja en la que se pignoraban todas las aliadas.
-Dado el carácter cosmopolita de la capital donostiarra durante el verano, como Jerusalén en la Pascua, se convirtió en el Cenáculo y en la capital de la dispersión de la Alianza; a su vez será la sede para renovados encuentros con motivo de Asambleas y de la residencia del Consejo general..
-Ser el laboratorio privilegiado y preferido en el que el fundador forjó la mayor parte de su vida y en donde configuró la fisonomía de la Obra.
Desde el 1 de marzo de 1929 el Centro quedó instalado en un sótano de la calle Oquendo, n° 26. Don Antonio, que había trabajado entre albañiles y carpinteros, instaló aquí su oficina de dirección. Resultaba muy estrecho. Años más tarde (1941) el Centro quedó definitivamente establecido, con mayor holgura, en un piso del número 5 del Paseo de Salamanca.
En cuanto a expansión, la Alianza contaba ya al final del año 1925 con 68 afiliadas. Dos años después son 184, repartidas en otros centros filiales, que con el tiempo serán autónomos. El año de la aprobación del primer Reglamento (1928) la Obra cuenta con 274 aliadas. Lo nombra don Antonio «año providencial, el de las grandes mercedes divinas, el año de nuestro triunfo», En 1931 escribe: «¿Quién diría, quién había de creer que a los seis años la Alianza cruzaría España entera de norte a sur, de este a oeste?; ¿quién pensaba que a los seis años más de QUINIENTAS almas consagradas a Dios y a la Obra, unidas, habrían de vivir vida de amor y pureza?» En 1937, cuando don Antonio llega a San Sebastián y se entrega de lleno a la Alianza, sobrepasan las dos mil en los diferentes grados.
Era natural que, como repercusión del grande seísmo de la guerra, hubiera que lamentar temblores y amenazas de grietas y discordias. Don Antonio, como símbolo de unidad y aglutinante eficacísimo, supo mantener con sabiduría las riendas y la cohesión de criterios y de ánimos. Por ello también y mirando al historial de este Centro Primario, no dejó de pedir que se respetase la residencia del Consejo general en San Sebastián. Graves motivaciones, asegurada ya la estabilidad de la Obra, aconsejaron más tarde el traslado a Madrid.
Mientras eso llega, San Sebastián continuaría siendo el cerebro y el corazón de la Obra. Y después del traslado nunca nadie le quitará el mérito de haber sido, y continuar siéndolo, la cuna de la Alianza; allí cuaja en mayoría de edad y emprende con señorío su andadura.