Domingo de Ramos
«Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión»
(Papa Francisco 26-3-18)
Estamos a pocos días de vivir con Jesús el acontecimiento más importante de la Historia, con maýuscula, y de la historia personal de cada uno de nosotros. Su Pasión, Su Muerte y Su Resurrección fueron por todos, no se dejó a ninguno de nosotros. Sufrió todos los pecados que se habían cometido, los que se cometen a cada momento y los que se van a cometer. Esa es su carga y la soportó por amor.
Además de eso, que es la mayor muestra de amor que se ha conocido jamás, hay varios detalles que nos pueden ayudar a darle más sentido y profundidad a lo que vamos a co-protagonizar. El primer detalle en el que te invito a fijarte es en la figura de Jesús de cara al pueblo judío. Los judíos estaban sometidos por los romanos y esperaban a ese Mesías que les liberaría de ese yugo. Esperaban un revolucionario que, por la fuerza, expulsara a los invasores.
En algo no andaban equivocados nuestros hermanos en la fe. Jesús es, efectivamente, un revolucionario. Es el primer hombre de la historia que dice de sí mismo que es Dios. En otras religiones y culturas ha habido hombres sabios, como Mahoma o Buda, que han sido referentes de grandes religiones. Sin embargo, ninguno de ellos dijo de sí mismo lo que Jesús dijo: «Yo soy». Para los judíos eso es blasfemia, más viniendo de un hombre, Jesús, al que conocían. Sabían de dónde era, quiénes eran sus padres y hasta su linaje. No se creen semejante acto de Amor de Dios.
Además, otro dato. Jesús siempre se presenta como Hijo de Dios, como enviado por Él. Siempre se refiere al Padre como quien le confirma como Dios, para recalcar siempre que el hecho de que Jesús haya venido a morir por nosotros es porque Dios quiere salvarnos. No. Eso no está en ningún otro credo. Tampoco eso nos hace mejores que otras personas que profesen otro credo. De hecho, nosotros lo matamos. ¿Nosotros? Sí, no fueron solo los judíos de la época. Él murió por causa nuestra.
Ese es el segundo detalle en que puedes fijarte para comprender la profundidad del amor con el que Dios se entrega en Jesús. Jesús se entrega como Cordero de Dios. Cuando decimos «Cordero de Dios…», igual no pensamos o no sabemos qué estamos diciendo. El sacrificio del cordero se hacía en la Pascua judía como un sacrificio de expiación. Con la sangre de ese cordero se aspergía al pueblo, como remedio por sus pecados y celebración de la liberación de Egipto. ¿No es eso lo mismo que hace Jesús? Casi.
En el caso de Jesús, no es un sacrificio para quitarnos las culpas, o no sólo para eso, si no para decirnos que Él carga con ellas por amor, vence a la muerte por amor a nosotros, para liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. Porque, ¿quién no cree que merecería morir por todo lo malo que ha hecho? Y, ¿cómo es el cordero que se usa? Sin mancha. Vaya, como Jesús.
A Jesús lo sacrifican los judíos como un acto de violencia que redime a Israel, ese acto siempre se produce hacia un inocente. ¿Hay alguien más inocente que Cristo? No. El matiz por el que el sacrificio de Jesús es perfecto. Muere para que nosotros, que no somos inocentes, nos salvemos, no para expiar nada. Eso es amor.
Ojo, no perdamos de vista que la Virgen también es «cordera» de Dios. Es Inmaculada y asume el sacrificio, la muerte de su hijo, y a la vez su Dios. Los dos, Madre e Hijo, nos recuerdan que esa es nuestra vocación: amar hasta morir por amor.
Todo eso, y mucho más, es lo que nos espera. Pasión es dolor para Jesús, pero para vivirla con pasión. No te olvides, la Pasión de Jesús es por ti, por mí y por todos. Lo más importante, por amor. Tú no tienes que hacer nada por Dios que Él no haya hecho por ti.