Durante más de 17 siglos, Santa Cecilia ha sido una de las mártires de la Iglesia primitiva más veneradas por los cristianos. Siendo una de las 7 mujeres conmemoradas en el canon de la Misa, excluyendo a la Santísima Virgen María. Su fiesta se celebra el 22 de Noviembre en la Iglesia Católica Romana, en la Iglesia Católica Oriental, en la Iglesia Ortodoxa Oriental y en la Iglesia Anglicana.
Las «actas» de la santa afirman que pertenecía a una familia patricia de Roma y que fue educada en el cristianismo. Solía llevar un vestido de tela muy áspera bajo la túnica propia de su dignidad, ayunaba varios días por semana y había consagrado a Dios su virginidad. Su nombre ‘Caecilia’ era como un gentilicio de los ‘Caecilii’ y su raíz está relacionada a ‘caecus’, que significa ciego, pero las leyendas y hagiografías lo han interpretado erróneamente como un nombre personal, pero hay otras curiosas etimologías, como la que sugiere Geoffrey Chaucer en su obra ‘The Second Nun’s Tale’:Lirio del Cielo. Es el camino para los ciegos, la contemplación del cielo y la vida activa, como si se tratara de un cielo que contemplar para los que carecen de ceguera. Existe una orden de las Hermanas de Santa Cecilia, que son las que rasuran a los a los borreguitos, utilizando el pelo para los palios de los nuevos arzobispos metropolitanos. El Papa bendice a los corderitos cada 21 de Enero, en la fiesta de Santa Agnes, para ser criados por los monjes trapenses.
Se considera la patrona de los músicos y los coros. No obstante haber sido una mártir primitiva, su testimonio ha generado un rico legado de iconografía, arte y tradición a través de los siglos. Su historia continúa cautivando gran interés. Se ha dejado sentir su presencia en las más diversas manifestaciones artísticas y en las letras. John Dryden y Alexander Pope le dedicaron poemas. George Frederick Handel inmortalizó su historia con su famosa Oda al Día de Santa Cecilia:
Hay más manifestaciones de su legado, Charles Gounod le dedicó su “Messe Solennelle de Sainte Cecile”; Henry Purcell también compuso su ‘Ode to St. Cecilia’s Day’; Benjamin Britten, que nació el Día de Santa Cecilia le compuso su himno; Herbert Howells le compuso otra pieza inspirándose en un texto de W.H. Auden; Frederick Magle compuso ‘Cantata a Santa Cecilia’; Gerald Finzi compuso “For St. Cecilia”, en su Op. 30 inspirado en los versos de Edmund Blunden. También entre los compositores contemporáneos, se ha dejado sentir la presencia de Santa Cecilia. Paul Simon le dedicó ‘The Coast’, donde relata la historia de una familia de músicos que encontraron refugio en el templo de Santa Cecilia. Paul Simon y Simon Garfunkel, aún siendo judíos, de corazón le dedicaron ‘Cecilia’, donde expresan su frustración al componer canciones. En el 2007, se relanzó un exitoso álbum de Elektra del 2003, llamado “The California Album. St. Cecilia-Remasterized’.
Consideremos cuál es la historia que generó este acerbo en producción literaria, musical, pintura, escultura, etc. Ella había consagrado su virginidad a Dios, pero su padre, que veía las cosas de un modo diferente, la casó con un joven patricio llamado Valeriano. El día de la celebración del matrimonio, en tanto que los músicos tocaban y los invitados se divertían, Cecilia se sentó en un rincón a cantar a Dios en su corazón y a pedirle que la ayudase. Cecilia parece enajenada; su corazón está suspendido por una música celeste, vestida con su ropaje de oro, en medio de la música de órgano, ella cantaba a Dios en su corazón diciendo: “Te ruego Señor que mi cuerpo permanezca inmaculado y no sea confundida”. Al ser conducida a la cámara nupcial, hacia el tálamo, Cecilia iba a dar el último paso hacia el peligro. Dos matronas guiaron sus pasos temblorosos. Arden los candelabros, brillan los tapices, fulguran las joyas….
Cecilia, armada de todo su valor, dijo dulcemente a su esposo, que lucía radiantemente feliz: «Tengo que comunicarte un secreto. Soy tu hermana, la esposa de Cristo. Has de saber que un ángel del Señor vela por mí. Si me tocas como si fuera yo tu esposa, el ángel se enfurecerá y tú sufrirás las consecuencias; en cambio si me respetas, el ángel te amará como me ama a mí.»Valerianoirritado pero dominado por la gracia y la dulzura de Cecilia, replicó: «Muéstramelo. Si es realmente un ángel de Dios, haré lo que me pides.» Cecilia le dijo: «Si crees en el Dios vivo y verdadero y recibes el bautismo, verás al ángel.»Valeriano accedió y fue a buscar al obispo Urbano, quien se hallaba entre los pobres, cerca de la tercera mojonera de la Vía Apia. Urbano le acogió con gran gozo. Entonces se acercó un anciano que llevaba un documento en el que estaban escritas las siguientes palabras: «Un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todo y en nuestros corazones.» Urbano preguntó a Valeriano: «¿Crees esto?» Valeriano respondió que sí y Urbano le confirió el bautismo. Cuando Valeriano regresó a donde estaba Cecilia, vio a un ángel de pie junto a ella. El ángel colocó sobre la cabeza de ambos una guirnalda de rosas y lirios. Después llegó Tiburcio, hermano de Valeriano y los jóvenes esposos le ofrecieron una corona inmortal si renunciaba a los falsos dioses. Tiburcio se mostró incrédulo al principio y preguntó: » ¿Quién ha vuelto de la tumba a hablarnos de esa otra vida?» Cecilia le habló de Jesús y Tiburcio recibió el bautismo.
Unas horas más tarde volvía vestido con la túnica blanca de los neófitos. Postrada en tierra, Cecilia está absorta en oración; una luz deslumbrante la rodea y un ángel de inefable belleza flota sobre ella, sosteniendo dos coronas de rosas y de lirios, con que adorna las sienes de los dos esposos. Al bautismo de Valeriano siguió el de su hermano Tiburcio. Reinaba entonces en Roma el emperador Aurelio, hombre honrado, corazón bueno y compasivo, que se rebela contra los juegos sangrientos del anfiteatro; pero cruel con los cristianos.
Los dos hermanos se consagraron a la práctica de las virtudes cristianas. Uno y otro fueron arrestados por haber sepultado los cuerpos de los mártires. Comparecieron ante el prefecto Almaquio. Las respuestas de Tiburcio le parecieron desvaríos de loco. Y dirigiéndose a Valeriano, le dijo que esperaba que le respondería con más sensatez. Valeriano replicó que tanto él como su hermano creían en Jesucristo, el Hijo de Dios. Y comparó los gozos del cielo con los de la tierra; pero Almaquio le ordenó que no dijera más sandeces y dijese si estaba dispuesto a sacrificar a los dioses para que lo soltara. Tiburcio y Valeriano replicaron: «No, no sacrificaremos a los dioses sino al único Dios, al que diariamente ofrecemos sacrificio.» El prefecto les preguntó si su Dios se llamaba Júpiter. Valeriano respondió: «No. Júpiter era un libertino, un criminal y un asesino, como lo confiesan vuestros propios escritores.»
Valeriano se regocijó al ver que el prefecto mandaba que los azotaran y ellos se dirigieron a los cristianos presentes: «¡Cristianos romanos, no permitáis que mis sufrimientos os aparten de la verdad! ¡Permaneced fieles al Dios único, y pisotead los ídolos de madera y de piedra que Almaquio adora!».Fueron condenados a muerte. La ejecución se llevó a cabo en Pagus Triopius, a seis kilómetros de Roma. Con ellos murió un cortesano llamado Máximo, quien, viendo la fortaleza de los mártires, se declaró cristiano. Cecilia sepultó los tres cadáveres. El Papa Urbano la visitó en su casa y bautizó a 400 personas, entre las cuales se contaba Gordiano, un patricio, que estableció después en la casa de Cecilia una iglesia que Urbano consagró a la santa.
Almaquio la condenó a morir sofocada en el baño de su casa. Pero, por más que los guardias pusieron en el horno una cantidad mayor de leña, en atención a su prominencia, Cecilia pasó en el baño un día y una noche sin morir. Los cristianos acudieron a visitarla en gran número. La santa legó su casa a Urbano y le confió el cuidado de sus servidores. Fue un martirio muy cruel, el verdugo blandió la espada y la dejó caer tres veces sobre el cuello de Cecilia, quedando envuelta en su propia sangre luchando agónica con la muerte. Tres días después iba a recibir el galardón de su martirio. Los cristianos recogieron su cuerpo y respetuosamente lo encerraron en un arca de ciprés, sin cambiar la posición que tenía al morir. Fue entre los años 176-180, siendo Emperador Marco Aurelio. Así se encontró catorce siglos más tarde, en 1599, sepultada junto a la cripta pontificia, en la catacumba de San Calixto, según el testimonio del mismo Cardenal Baronio:
“A sus pies estaban los paños empapados en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro, a pesar de los destrozos que el tiempo había hecho en él. Podía verse, con admiración, que este cuerpo no estaba extendido como los de los muertos en sus tumbas. Estaba la castísima virgen recostada sobre el lado derecho, unidas sus rodillas con modestia, ofreciendo el aspecto de alguien que duerme, e inspirando tal respeto, que nadie se atrevió a levantar la túnica que cubría el cuerpo virginal. Sus brazos estaban extendidos en la dirección del cuerpo, y el rostro un poco inclinado hacia la tierra, como si quisiese guardar el secreto del último suspiro. Sentíamonos todos poseídos de una veneración inefable, y nos parecía como si el esposo vigilase el sueño de su esposa, repitiendo las palabras del Cantar: “No despertéis a la amada hasta que ella quiera”.
Cecilia, virgen clarísima, Lirio del cielo llega escoltada por la gloria divina con música y cantos, al banquete nupcial, gozosa, pidiendo al Señor que nosotros seamos dignos de cantar las alabanzas de Dios por las maravillas que obra en el mundo, unidos a su alma, limpia y enamorada.
Dice santo Tomás Aquino en la 2a-2ae q. 91 a.1 sobre el Canto Litúrgico, que tanto cuanto asciende el hombre a Dios por la divina alabanza, se aleja de lo que va contra Dios. Es decir, se aleja de la soberbia y el egoísmo, enriqueciendo su valor interior. La alabanza nutre el amor interior en nuestras almas. San Agustín confiesa que cuando oía los himnos, de los salmos y de los cánticos en Milán, se sentía vivamente conmovido a la voz de tu Iglesia, que le impulsaba suavemente. Aquellas voces se mantenían en mis oídos y destilaban la verdad en mi corazón; encendían en mí sentimientos de piedad; entretanto derramaba lágrimas que me hacían bien (Conf. IX 6-14). En eso consiste el ministerio de la liturgia y el magisterio del arte, en ayudarnos a comprender mejor, a orar y a sincronizar nuestra mente con la armonía del Reino de Dios, al que estamos llamados. Los templos no son museos, sino fuentes donde las piedras vivas fortalecen la fe y caminos de conversión interior.
Yvette Camou
Bibliografía:
Butler, Alban. Lives of the Saints. Modernized Edition by Bernard Bangley. Vol. IV. 2005.
Chaucer, Geoffrey, “The Second Nun’s Tale”. Penguin Books. 2000.
St. Augustine. Confessions. Lan Books. 1995.
Ballester, Jesús Martí. “Santa Cecilia, Lirio del Cielo”. Artículo. Foro Libertas/Kerigma.
Delehaye, Hippolyte. “The Legends of the Saints: An Introduction to Hagiography”. Kessinger Publishing, LLC. 2010.
Corliss, Richard, “Simon & Garfunkel on Life beyond the 70s”. TIME. September 4, 1998.
Auden, W.H. “A brief Anthology”. University of Chicago Press. 1991.