Corpus Christi

2 Jun, 2015 | Fiestas y Solemnidades

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO

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VAS DELANTE, SEÑOR

Porque, conociendo la humanidad del hombre,
sabes que necesita de tu mano y de tus huellas
para no perder el norte de su existencia.
Que, sin Ti, está abocada a la desilusión y al desencanto
a la tibieza, al pesimismo o al enfrentamiento.

Sales, en este día del Corpus Christi,
y empujado con la fuerza o el secreto del amor.
¡Inyecta, Señor, un poco de tu sangre en nuestro mundo!
Porque, nuestros cuerpos, se encuentran débiles
Porque, la sangre que corre por nuestras venas,
además de roja y viva queremos que sea divina
¡Danos un poco de tu Cuerpo, oh Cristo!

Porque, en las mesas de nuestra vida,
sobra el pan que se cuece en un simple horno
y nos falta ese otro Pan que se dora en el amor divino.

¡VAS POR DELANTE, SEÑOR!

Sales en la custodia y rodeado de mis vasallos,
somos nosotros, Señor, tus amigos
los que, un día sí y otro también,
queremos llevarte como el mejor tesoro al mundo
Los que, envueltos en contradicciones,
somos miembros de tu Cuerpo
y anunciadores de tus buenos y santos misterios.

¡VAS POR DELANTE, SEÑOR!

Mira al enfermo que, desde el azotea de su sufrimiento,
te grita: ¡ten compasión de mi!
Detén tu mirada sobre el que, muerto aún estando vivo,
te pide un poco de esperanza en su caminar
No dejes de bendecir a los que, abriendo su corazón,
te dicen que, entre todo lo conocido,
Tú eres lo mejor y digno de ser adorado.

¡VAS POR DELANTE, SEÑOR!

Gracias, Jesús, por compartir nuestras prisas
y ofrecernos un poco de calma.
Gracias, Jesús, por no ser indiferente a nuestra vida
y colmarnos con tu gracia.
Gracias, Jesús, por contemplar nuestra situación
y regalarnos tantas caricias con serenas respuestas
Gracias, oh Cristo, porque tu Cuerpo y tu Sangre
nos redime, nos hace fuertes, decididos, valientes,
entusiastas, comprometidos….

y nos hace sentir hoy, más que nunca,
que merece la pena caminar y vivir contigo.

Amén.
Javier Leoz

CUERPO Y SANGRE DE CRISTO CICLO A

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Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que come pan de éste vivirá para siempre. Pero, además, el pan que yo voy a dar es mi carne, para que el mundo viva.

Los judíos aquellos discutían acaloradamente unos con otros diciendo:

– ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?

Les dijo Jesús:

 Pues sí, os lo aseguro: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida definitiva y yo lo resucitaré el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él; como a mí me envió el Padre que vive y, así, yo vivo por el Padre, también aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; quien come pan de éste vivirá para siempre.

ESTANCADOS

El Papa Francisco está repitiendo que los miedos, las dudas, la falta de audacia… pueden impedir de raíz impulsar la renovación que necesita hoy la Iglesia. En su Exhortación «La alegría del Evangelio» llega a decir que, si quedamos paralizados por el miedo, una vez más podemos quedarnos simplemente en «espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia».

Sus palabras hacen pensar. ¿Qué podemos percibir entre nosotros? ¿Nos estamos movilizando para reavivar la fe de nuestras comunidades cristianas, o seguimos instalados en ese «estancamiento infecundo» del que habla Francisco? ¿Dónde podemos encontrar fuerzas para reaccionar?
Una de las grandes aportaciones del Concilio fue impulsar el paso desde la «misa», entendida como una obligación individual para cumplir un precepto sagrado, hacia la «eucaristía» vivida como celebración gozosa de toda la comunidad para alimentar su fe, crecer en fraternidad y reavivar su esperanza en Cristo.

Sin duda, a lo largo de estos años, hemos dado pasos muy importantes. Quedan muy lejos aquellas misas celebradas en latín en las que el sacerdote «decía» la misa y el pueblo cristiano venía a «oír» la misa o «asistir» a la celebración. Pero, ¿no estamos celebrando la eucaristía de manera rutinaria y aburrida?

Hay un hecho innegable. La gente se está alejando de manera imparable de la práctica dominical porque no encuentra en nuestras celebraciones el clima, la palabra clara, el rito expresivo, la acogida estimulante que necesita para alimentar su fe débil y vacilante.

Sin duda, todos, pastores y creyentes, nos hemos de preguntar qué estamos haciendo para que la eucaristía sea, como quiere el Concilio, «centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana». Pero, ¿basta la buena voluntad de las parroquias o la creatividad aislada de algunos, sin más criterios de renovación?

La Cena del Señor es demasiado importante para que dejemos que se siga «perdiendo», como «espectadores de un estancamiento infecundo» ¿No es la eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿Cómo permanece tan callada e inmóvil la jerarquía? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación y nuestro dolor con más fuerza?

El problema es grave. ¿Hemos de seguir «estancados» en un modo de celebración eucarística, tan poco atractivo para los hombres y mujeres de hoy? ¿Es esta liturgia que venimos repitiendo desde hace siglos la que mejor puede ayudarnos a actualizar aquella cena memorable de Jesús donde se concentra de modo admirable el núcleo de nuestra fe?
José Antonio Pagola

(Éx 24, 3-8; Sal 115; Hbr 9, 11-15; Mc 14, 12-16. 22-26)

Ciclo B MARCOS 14, 12-16 y 22-26

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron sus discípulos: – Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Él envió a dos de sus discípulos diciéndoles: – Id a la ciudad, os encontraréis con un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y donde entre decidle al dueño: «El Maestro pregunta dónde está su posada, donde va a celebrar la cena de Pascua con sus discípulos». El os mostrará un local grande, en alto, con divanes, preparado; preparádnosla allí. Salieron los discípulos, llegaron a la ciudad, encontraron las cosas como les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían cogió un pan, pronunció una bendición, lo partió y se lo dio a ellos, diciendo: – Tomad, esto es mi cuerpo. Y, cogiendo una copa, pronunció una acción de gracias, se la pasó y todos bebieron de ella. Y les dijo: – Esta es la sangre de la alianza mía, que se derrama por todos. Os aseguro que ya no beberé más del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios. Y después de cantar salieron para el Monte de los Olivos.

LA CENA DEL SEÑOR

Los estudios sociológicos lo destacan con datos contundentes: los cristianos de nuestras iglesias occidentales están abandonando la misa dominical. La celebración, tal como ha quedado configurada a lo largo de los siglos, ya no es capaz de nutrir su fe ni de vincularlos a la comunidad de Jesús.
Lo sorprendente es que estamos dejando que la misa «se pierda» sin que este hecho apenas provoque reacción alguna entre nosotros. ¿No es la eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿Cómo podemos permanecer pasivos, sin capacidad de tomar iniciativa alguna? ¿Por qué la jerarquía permanece tan callada e inmóvil? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación con más fuerza y dolor?

La desafección por la misa está creciendo incluso entre quienes participan en ella de manera responsable e incondicional. Es la fidelidad ejemplar de estas minorías la que está sosteniendo a las comunidades, pero ¿podrá la misa seguir viva solo a base de medidas protectoras que aseguren el cumplimiento del rito actual?

Las preguntas son inevitables: ¿No necesita la Iglesia en su centro una experiencia más viva y encarnada de la cena del Señor que la que ofrece la liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de estar haciendo hoy bien lo que Jesús quiso que hiciéramos en memoria suya?

¿Es la liturgia que nosotros venimos repitiendo desde siglos la que mejor puede ayudar en estos tiempos a los creyentes a vivir lo que vivió Jesús en aquella cena memorable donde se concentra, se recapitula y se manifiesta cómo y para qué vivió y murió? ¿Es la que más nos puede atraer a vivir como discípulos suyos al servicio de su proyecto del reino del Padre?
Hoy todo parece oponerse a la reforma de la misa. Sin embargo, cada vez será más necesaria si la Iglesia quiere vivir del contacto vital con Jesucristo. El camino será largo. La transformación será posible cuando la Iglesia sienta con más fuerza la necesidad de recordar a Jesús y vivir de su Espíritu. Por eso también ahora lo más responsable no es ausentarse de la misa, sino contribuir a la conversión a Jesucristo.

José Antonio Pagola

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LA PALABRA

“Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: -«Tomad, esto es mi cuerpo.»
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron.
Y les dijo: -«Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos.”

MEDITACIÓN
La Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, memorial de la muerte y resurrección de Jesús, actualiza la Historia de Salvación. En ella se nos ofrece el beneficio de la creación, de la Redención y de la santificación.

También recuerda el tercer día de la creación. Dios se complació doblemente cuando dispuso para todos los vivientes la mesa inagotable de agua y de semillas que dieran fruto de toda especie.

Trae a la memoria el relato en el que se describe cómo “Melquisedec, rey de Salem, presentó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo, y le bendijo diciendo: «¡Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de cielos y tierra” (Gn 14, 18-19). Y cuando Abraham recibió a los tres ángeles a la puerta de su tienda y les ofreció pan de flor de harina (Gn 18).

Comparemos la escena en la que Faraón, ante la súplica de los hijos de Jacob de que les diera trigo para poder comer, les indicó que fueran a José con las palabras: “Haced lo que él os diga” y la de la boda de Caná. María, la Madre de Jesús, usará la misma expresión con los sirvientes del banquete.

Hasta nuestros días el pueblo judío celebra la Pascua, para conmemorar la memorable noche en que salió de Egipto, y lo hace con la cena del cordero y de panes ázimos. Jesús, en Cafarnaúm aclara que no fue Moisés quien dio de comer al pueblo el pan del cielo, sino su Padre. Y Él mismo se presenta como verdadero Pan del cielo. Él es el nuevo José, el nuevo Moisés, el verdadero Cordero, el novio de la boda, la manifestación del amor más grande.

La Eucaristía, prefigurada en el banquete de bodas, en la multiplicación de panes, en el cordero pascual, y realizada en la Cena santa, misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, se prolonga en los almuerzos del Resucitado con los suyos y se perpetúa en la celebración litúrgica. Al participar en la mesa santa del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, nos hacemos una sola cosa con Él. Al comulgar debidamente, Jesucristo, a la vez que nos configura como miembros de su Cuerpo, nos envía a ser testigos y a prolongar su entrega en el ejercicio de la caridad.

ORACIÓN
“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo” (Sal 115).

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