Confía en el Señor y haz el bien,
habita tu tierra y practica la lealtad;
sea el Señor tu delicia,
y él te dará lo que pide tu corazón.
(Sal 36)
El bien nace de Dios y lleva a Dios. Deberíamos alegrarnos de todo bien: del bien que Dios hace a otros a través nuestro, del bien que nos llega a través de los demás, del bien con que Dios mismo nos rodea constantemente. Alégrate cuando veas realizado en otros algún bien humano que hubieras querido para ti, o cuando te veas privado de ese bien –quizá demasiado humano– que, en justicia, dices merecer.
Cuando otros se acostumbren a tus servicios y dejen de agradecértelos, o incluso te los interpreten mal, cuando refieran a otros eso bueno que se te ocurrió a ti y que ellos hicieron gracias a ti, cuando otros se apropien de tus buenas obras y a ti te olviden, cuando todos reconozcan públicamente el trabajo de otros y a ti te toque permanecer en segundo plano y sin relumbrón, entonces, alégrate aún más, porque sólo “tu Padre que ve en lo escondido te lo premiará”. Hay un sello de autenticidad en las obras de Dios y es el escondimiento, el desaparecer. La perla expuesta a la admiración de todos ya ha recibido su propia recompensa. Despréndete incluso de los frutos buenos que puedan pasar por tus manos y procura que toda tu gloria se la lleve sólo Dios.