Virginidad y dolores de parto

24 Nov, 2010 | Artículos y publicaciones

VIRGINIDAD/DOLORES

HANS URS von BALTHASAR

Del texto María en nuestro tiempo

Si en la Iglesia la virginidad en el seguimiento, no sólo de Jesús, sino también de María, se convierte en un carisma, queda por lo mismo unida con dolores de parto. Y debe tratarse de una vocación especial, y no de una forma de soltería, cuando esta forma de vida conlleva una nueva y mayor fecundidad; de una ofrenda libre y consciente de la propia fecundidad corporal, que sólo es capaz de engendrar muerte, a fin de tomar parte en la nueva fecundidad de la Cruz y Resurrección, que puede engendrar y dar testimonio de lo eterno. En esto se distingue la virginidad cristiana radicalmente de una ascética contraria a la existencia propia de otras religiones. Más bien es exactamente lo contrario. No sólo en virtud de su fecundidad, sino también por el hecho de que es regalo expreso de Dios, que uno no toma por sí mismo, sino que lo recibe como gracia. Pablo desearía que todos viviesen como él; mas como quiera que no es asunto de propia decisión, sino de una elección (klësis), cada uno debe seguir la vida que Dios le ofrece (1 Cor 7,24).

Pablo, que aún no sabe cuán mariana es su virginidad, vive esto conscientemente como una gestación unida a los dolores de parto por sus «hijos». Lleva en su seno a los gálatas amenazados de apostasía, y «padece dolores de parto hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gal 4,19). El sufre seguramente mucho menos por las comunidades aún no nacidas que por aquellas que, aunque fundadas, todavía no han tomado cuerpo en el seno de la comunidad apostólica. «¿Quién enferma que yo no enferme?» (2 Cor 11,29). Dios mismo le envía este dolor, y es tan insoportable, que «por tres veces pide al Señor se lo quite».

Pero no: «Te basta mi gracia, pues la fuerza culmina en la debilidad» (ib. 12,8 ss.). Una vez Pablo ha comprendido esto, se gloría «en mi debilidad, para que la fuerza de Cristo habite en mí. Por eso me complazco en las debilidades, injurias, necesidades, persecuciones y angustias», pues todo esto deja en mí sitio para que Cristo actúe (ib. 9-19). Poco le preocupa si la comunidad lo toma por un inepto, pues le proporciona la ocasión de asumir su rechazo, y desde su debilidad parirlos de nuevo como fuerza. «La muerte actúa en nosotros, en vosotros la vida» (ib 4,12). Pero lo que actúa en él no es la muerte inerte, ni tampoco meramente ascética, sino simplemente la muerte salvadora y fecunda de Jesucristo, la cual le da la fuerza para engendrar en sí a todos los que creen y le aman para todos los tiempos. «Pues aunque fue crucificado en debilidad, vive por la fuerza de Dios» (ib. 13,4).

Pablo sólo ofrece la más detallada descripción de esta fecundidad que procede de la vida continente de Jesús -y por él de la de su madre, José, el Bautista, el discípulo amado y tantos otros seguidores de Cristo-. Piénsese simplemente en la capacidad de engendrar espiritualmente que se concedió a los fundadores de grandes órdenes, a un Benito, un Francisco o un Ignacio: una fuerza que no se agota por espacio de siglos, y de milenios. Esta es la razón decisiva por la cual la Iglesia católica, y a su manera también la Iglesia ortodoxa, se aferran tan tenazmente al celibato sacerdotal.

Vivido conscientemente y con su correspondiente disposición de padecer asimismo por el rebaño confiado «dolores de parto, hasta que Cristo se forme en ellos», y si se entiende el origen mariano de esta gracia, entonces generalmente se puede reconocer por sus frutos de forma directa y palpable.

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