Dimensión Afectiva
de la virginidad consagrada en secularidad hoy
El ser humano, hombre/mujer es también un cuerpo con el que se relaciona consigo mismo, con sus semejantes y con el ambiente y aquí se dan unas de las manifestaciones más importantes y características del hombre: puede sentir.
Calor, frío.
Amor y odio.
Amistad y venganza. …
De un extremo a otro, de las pasiones a los sentimientos, la persona es un ser que siente. Por ello encontramos en ella una cualidad que es la afectividad y cuyo fruto principal son los sentimientos y las emociones. “Son los sentimientos y las emociones, que acompañan los actos del conocimiento y las tendencias, que hacen vibrar todo nuestro ser”.
Observamos que no está a la merced de sus sentimientos y de sus pasiones. Tiene la capacidad de estar por encima de ellas. Puede pasarse la vida amando, sublimando los sentimientos y las emociones de odio y venganza. O puede vivir siempre odiando, reprimiendo sus sentimientos de donación hacia los demás. ¿Qué capacidad le permite dirigir sus sentimientos, estar más allá del nivel de los instintos? Es la potencia volitiva, la potencia de la voluntad, el querer humano. El hombre conoce las cosas, las siente, pero las puede querer o rechazar por esta capacidad volitiva.
Recordemos que la potencia del conocimiento y la potencia volitiva pertenecen al mundo espiritual del hombre, mientras que la afectividad se da en su aspecto material.
Con estas tres cualidades, el conocimiento, la voluntad y la afectividad, el ser hombre se constituye a sí mismo como un ser único, diferente de todos los otros seres de la creación.
Es precisamente este ser el que queremos analizar. Es este ser y no otro, el que recibe la llamada de Cristo a seguirlo en una vida de intimidad con Él y lo invita a dejar todo para vivir, una vida de virginidad. ¿Cuál será el servicio que le prestarán dichas potencias en la respuesta que debe dar la persona a la llamada de Cristo?
Pero no basta la sola razón.,
«melior est amor Dei quam cognitio»: el amor de Dios vale más que conocer a Dios.
La mujer consagrada que recibe la llamada se asemeja a la parábola del evangelio de la perla preciosa o el tesoro en el campo. El hombre aprecia dicho tesoro o dicha perla, lo valora, es decir, lo conoce. Pero enseguida el evangelio apunta que tal hombre, “va, vende todo lo que tiene y compra el campo” o “va, vende todo lo que tiene y la compra”. (Mt. 13, 44 y 46). El conocer la perla o el tesoro no significa hacer nada para adquirirlo. Es necesario apetecer dicho tesoro o dicha perla. Surge entonces la segunda facultad del hombre: la facultad volitiva, la facultad de apetecer, la facultad de querer algo. (German Sánchez Griese)
La virginidad consagrada en secularidad por el Reino de Dios hoy es una elección de amor, el célibe, convencido y contento de serlo es el testimonio de la primacía del amor de Dios, y recuerda que cada afecto humano nace del amor divino y que si quiere permanecer fiel y profundo, debe reconocer y respetar ese espacio que sólo el amor de Dios puede llenar.
El amor humano y el amor divino no compiten entre sí. Los carismas se encuentran entre ellos para que se reconozcan en aquel más grande, el carisma del amor.
El problema fundamental es el de la formación. En la formación inicial, en la que es necesario un cuidadoso discernimiento, hay una atención específica al área de la afectividad y sexualidad, y la atención en la formación permanente no se debe poner sólo en una vigilancia constante, sino en un crecer positivamente en un amor maduro, en la experiencia progresiva de una relación con Dios, que de verdad puede llenar el corazón y hacerlo siempre más capaz de amar, y amar de una manera divina. Porque no se debe olvidar que el virgen ama a Dios por encima de cualquier otra criatura «para amar a cada criatura con el corazón y la libertad de Dios», el sumo amante.
Existe un «desorden amoroso» dificilísimo de digerir. Pero no creo que exista una sustancial y real diferencia respecto al pasado. Probablemente es que hoy todo es más visible y exhibido, y se ofrece un, cada vez más complicado, clima de anomalía y pasotismo ético. Por eso el testimonio virginal y de un sacerdote célibe, convencido y contento de su celibato, es hoy particularmente necesario.
Es más, hoy es todavía más evidente que una virgen o sacerdote no se pueden considerar satisfechos y con la conciencia recta, simplemente porque «no conocen varón o mujer», sino que deben interrogarse continuamente si su virginidad o celibato consigue dar testimonio de la nostalgia de Dios, si es capaz de dar a entender que amar a Dios no es una ley, ni fatiga, o renuncia, o violencia a la naturaleza, que es bueno porque te abre el corazón y te abre de par en par hacia los otros.
El modelo virginal y de sacerdote célibe no es ni puede ser hoy una virgen o un sacerdote con una ascesis que haga verle triste, serio, casi asocial, sino una ascesis, por poner un ejemplo concreto, como la de un San Francisco que llega hasta en un punto de su vida a abrazar a un leproso. Eso es lo que hace la virginidad, el celibato: transforma el corazón, lo hace capaz de sentir una atracción que no es simplemente humana, una virginidad, un celibato así tiene mucho que decir a esta sociedad y a su «desorden amoroso».
El « virgen o célibe por amor» No renuncia de ninguna manera al mandamiento más importante para el cristiano, el mandamiento del amor. A veces ocurre, y quizá ha sucedido más en el pasado que en el presente, que la preocupación por la custodia de la castidad, implica unas medidas en el estilo de vida del virgen o del sacerdote, que en su forma de relacionarse pueden hacer que la persona sea casta, pero no necesariamente virgen o célibe por el Reino.
Integrar la sexualidad en un proyecto de vida célibe significa, sobre todo, ver la concepción positiva de la sexualidad como energía preciosísima creada por Dios y donde habita el Espíritu Santo. Una energía que sale de nosotros mismos y que se vive en relación al otro dando fecundidad a la vida y a cada relación interpersonal. Integrar esta energía en la propia virginidad, en el propio celibato quiere decir aprender a vivir el instinto o impulso sexual según su naturaleza y su finalidad, en este caso, llegar a liberar la presencia del Espíritu que habita en nuestra carne. Hay que recordar que la sexualidad pasa a través del misterio de la muerte y la resurrección. (Cf. Cencini, A. Entrevista en Santiago)
Las personas consagradas corren muchas veces el riesgo de amar a Dios «sólo con la cabeza», sin implicar el amor afectivo meramente humano.
El tema del amor, subrayó el Padre R. Cantalamesasa, “no es importante solo para la evangelización, es decir, en la relación con el mundo; lo es también, y ante todo, para la vida interna de la Iglesia, para la santificación de sus miembros”.
El predicador pontificio hizo un análisis sobre la distinción que ciertos teólogos han hecho entre el “eros” o amor humano y pasional, y el “agapé”, o el amor de oblación, apoyando sus reflexiones en la Deus Caritas est de Benedicto XVI.
El amor “sufre una nefasta separación, no sólo en la mentalidad del mundo secularizado, sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las personas consagradas. Simplificando al máximo, podríamos formular así la situación: en el mundo encontramos un eros sin agape; entre los creyentes encontramos a menudo un agape sin eros”.
“El eros sin agape – explicó – es un amor romántico, muy a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor de conquista que reduce fatalmente el otro a objeto del propio placer e ignora toda dimensión de sacrificio, de fidelidad y de donación de sí”.
El agape sin eros, en cambio, es como un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, “sin participación de todo el ser, más por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón”, en el que “los actos de amor dirigidos a Dios se parecen a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que escriben a la amada cartas copiadas de un prontuario”.
“Si el amor mundano es un cuerpo sin alma, el amor religioso practicado así es un alma sin cuerpo”, afirmó. “El ser humano no es un ángel, es decir, un puro espíritu; es alma y cuerpo sustancialmente unidos: todo lo que hace, incluyendo amar, debe reflejar esta estructura suya”.
Si la corporeidad es sistemáticamente negada o reprimida, subrayó, “el resultado será doble: o se sigue adelante de forma fatigosa, por sentido del deber, por defensa de la propia imagen, o bien se buscan compensaciones más o menos lícitas, hasta los dolorosísimos casos que están afligiendo a la Iglesia”.
“En el fondo de muchas desviaciones morales de los consagrados, no puede ignorarse, hay una concepción distorsionada y deformada del amor”,
Por ello, la redención del eros “ayuda antes que nada a los enamorados humanos y a los esposos cristianos, mostrando la belleza y la dignidad del amor que les une. Ayuda a los jóvenes a experimentar las fascinación del otro sexo, no como algo turbio, vivido lejos de Dios, sino como un don del Creador para su alegría si se vive en el orden que Él quiere”.
Pero también ayuda a los consagrados, hombres y mujeres, para evitar “ese amor frío, que no desciende desde la mente hasta el corazón. Un sol invernal que ilumina pero que no calienta”.
La clave, explicó, es el enamoramiento personal de Cristo.
“La belleza y la plenitud de la vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en él se encuentran, en un grado infinitamente superior, todas esas cualidades y atenciones que un hombre busca en una mujer y una mujer en un hombre”.
“Su amor no nos sustrae necesariamente de la llamada de las criaturas y en particular de la atracción del otro sexo (esta forma parte de nuestra naturaleza, que él ha creado y que no quiere destruir); pero nos da la fuerza de vencer estas atracciones con una atracción más fuerte. “Casto – escribe san Juan Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el Eros”, El Padre Cantalamessa advierte contra el peligro de «amar sin el corazón» Actualizado 26 marzo 2011
La convicción de que recibir de Dios la experiencia de saberse “hija”, «hijo» suyo y, por tanto, «hermana/o» universal puede resultar tan sobrecogedora unas veces, o tan coherentemente insinuante otras, que genere dentro de
nosotros la decisión de dedicar toda nuestra vida -incluida, por supuesto y especialmente aquí, la capacidad de amar y sentir afecto, de ser acogedor y cercano, de practicar la ternura y la com-pasión…- a ser sacramento comunitario y profecía activa y operante de esa verdad: porque todos son hijos, todos son mis hermanos.
En el matrimonio, el horizonte del Reino de Dios atraviesa necesariamente por las categorías concretas de marido-mujer, madre-padre. En la virginidad y en el celibato, las categorías directamente vividas y peleadas son las de hijo y hermano: en eso consiste su «tirón escatológico». En todo caso, una cosa está clara: la vocación a la virginidad o al celibato no nace de una carencia ni de un recorte del amor, sino de su sobreabundancia y universalización.
Ahí radican sus posibilidades de fecundidad espiritual y social
La virginidad es una forma de diálogo cultural, es fundamentalmente» seguimiento radical de Jesús virgen «que incluye » amar a los demás hasta dar la vida por ellos, perdonar a los enemigos, una gratuidad que se centra en el dar y no en la obsesión de recibir, ser buenos del todo como el Padre es bueno… y tantas otras. Es una forma concreta de esa radicalidad evangélica, profundamente vinculada a la existencia y práctica históricas de Jesús. «Es configurar al hombre y a la mujer en sus estructuras antropológicas relacionales, de tal manera que queden asimilados por entero a Jesús, no sólo en su manera de existir ante Dios, sino también en la de «mirar» al mundo y situarse militantemente en él. Siendo en sí mismos encarnaciones parciales de Jesús -¿quién podría encarnar a Jesús totalmente?-, aspira a que Jesús invada totalmente la vida y la acción de quien se consagra de este modo a él.
Para el tema que nos ocupa es de capital importancia tener presente la estructura unitaria místico-política del voto, tal como la ha expuesto, por ejemplo, J. B. Metz «Quien se consagra a Dios por los votos (dimensión mística, modo de vivirse ante él) se ve irremediablemente re-enviado al mundo (dimensión política, modo de situarse en la historia en la perspectiva del Reino de Dios)». Dicho de otra manera, la virginidad está llamada a tener una significatividad interior para el sujeto que la vive y entre nosotras, desde el seno de su carácter secular, de su dimensión mundanal, de su posibilidad de diálogo con la cultura.
Alguien ha definido últimamente la vida consagrada como una «profecía cultural» Es en la matriz cultural, en el seno de las diversas corrientes culturales con sus formas de entender la vida, sus ideas, creencias, símbolos, valores, etc., donde debe articularse no sólo nuestra acción, sino también
nuestro estilo de vida –personas y comunidades, castas – e intentar un diálogo evangélicamente relevante con la cultura contemporánea.
No es momento para discutir aquí hasta qué punto las trasformaciones que se operan en el ámbito cultural terminan por influir y trasformar a los subsistemas político y económico y, así, la dimensión de portadores de una «cultura evangélica» que ha de vivirse en el seno de una matriz cultural pluriforme y en diálogo con ella, tiene en estos momentos, una gran importancia. En primer lugar, porque nos hace más conscientes del mundo de influencias que nos llegan de esa matriz facilitándonos con ello la posibilidad de procesarlas evangélicamente. En segundo lugar, porque la «cultura de los votos» es de vocación apostólica, quiere introducirse en las corrientes culturales en medio de las cuales vive y re-crearlas evangélicamente. En tercer lugar, porque en muchos casos vivir la virginidad significará ponerse en pie ante muchos ídolos y resistir y desvelar sus sistemas de seducción. (cf José A. García Pobreza.Castidad.Obediencia sacramento y profecía SAL-TERRAE/88/04. Págs. 291-306
A. Torio