Discurso del Papa Francisco a los participantes en el Congreso de Formadores de Consagrados y Consagradas, organizado por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica
(11-4-2015)
Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos días!
Me ha dicho [el Cardenal Prefecto] vuestro número, cuántos sois, y he dicho: « ¡Pues con la escasez que hay de vocaciones, hay más formadores que formandos!». ¡Este es un problema! ¡Hay que rezar al Señor y hacer de todo para que lleguen vocaciones!
Doy las gracias al cardenal Braz de Aviz por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos los asistentes. Doy también las gracias al secretario y a los demás colaboradores que han preparado el Congreso, el primero de este nivel que se celebra en la Iglesia, precisamente en el Año dedicado a la Vida Consagrada, con formadores y formadoras de numerosos institutos de muchas regiones del mundo.
Deseaba celebrar este encuentro con vosotros, por lo que sois y representáis como educadores y formadores, y porque, detrás de cada uno de vosotros, vislumbro a vuestros y a nuestros jóvenes, protagonistas de un presente vivido con pasión y promotores de un futuro animado por la esperanza; unos jóvenes que, impulsados por el amor de Dios, buscan en la Iglesia las sendas para incorporarlo a sus propias vidas. Yo los siento aquí presentes y les dirijo un cariñoso saludo.
Peregrinar a la propia «Galilea»
¡Al veros en tan gran número, no se diría que haya crisis vocacional! Pero, en realidad, hay una indudable disminución cuantitativa, y ello hace aún más urgente la tarea de la formación: una formación capaz de plasmar realmente en el corazón de los jóvenes el corazón de Jesús, hasta que lleguen a tener sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5; Vita consecrata, n. 65: ecclesia 2.783-84 [1996/I], págs. 527-528). Estoy convencido, también, de que no hay crisis vocacional allí donde hay consagrados capaces de transmitir, mediante su propio testimonio, la belleza de la consagración. Y el testimonio es fecundo. Si no hay un testimonio, si no hay coherencia, no habrá vocaciones. Y a ese testimonio estáis llamados. Ese es vuestro ministerio, vuestra misión. No sois solo «maestros»; sois, sobre todo, testigos del seguimiento de Cristo en vuestro propio carisma. Y esto es posible si cada día uno vuelve a descubrirse con alegría como discípulo de Jesús. De ahí también la exigencia de cuidar siempre vuestra propia formación personal, partiendo de una sólida amistad con el único Maestro. Durante estos días de Resurrección, la palabra que en la oración me venía a la mente con frecuencia era «Galilea», «donde todo empezó», como dice Pedro en su primer discurso. Las cosas que acaecieron en Jerusalén, pero que empezaron en Galilea. También nuestra vida empezó en una «Galilea»: cada uno de nosotros hemos vivido la experiencia de Galilea, del encuentro con el Señor; de ese encuentro que jamás se olvida, pero que muchas veces acaba cubierto de cosas, de trabajo, de zozobras e incluso de pecado y de mundanidad. Para dar testimonio, es preciso peregrinar con frecuencia a la propia Galilea, recobrar la memoria de aquel encuentro, de aquel estupor, y reanudar el camino desde allí. Pero si uno no sigue esa senda de la memoria, corre el peligro de permanecer allí donde se encuentra, e incluso el de no saber por qué se encuentra allí. Esta es una disciplina propia de aquellos y de aquellas que quieren dar testimonio: volver a la propia Galilea, donde me encontré con el Señor; volver a aquel primer estupor.
Es hermosa la vida consagrada; es uno de los tesoros más preciosos de la Iglesia, enraizado en la vocación bautismal. Por consiguiente, es hermoso ser sus formadores, porque constituye un privilegio participar en la obra del Padre que forma el corazón del Hijo en aquellos a los que el Espíritu ha llamado. A veces se puede percibir este servicio como una carga, como si nos apartara de algo más importante. Pero eso es un engaño, es una tentación. Importa la misión, pero es igualmente importante formar para la misión, formar para la pasión del anuncio, formar para la pasión de ir por doquier, a toda periferia, para decir a todos el amor de Jesucristo, particularmente a los alejados; para contarlo a los pequeños y a los pobres, y para dejarse también evangelizar por ellos. Todo ello requiere bases sólidas, una estructura cristiana de la personalidad que hoy las mismas familias raramente saben dar. Y ello aumenta vuestra responsabilidad.
Engendrar y parir una vida religiosa
Una de las cualidades del formador consiste en tener un corazón grande para los jóvenes, para formar en ellos corazones grandes, capaces de acoger a todos; corazones ricos en misericordia, llenos de ternura. Vosotros no sois solo amigos y compañeros de vida consagrada de quienes os están encomendados, sino auténticos padres, auténticas madres, capaces de pedirles y de darles lo máximo: de engendrar una vida, de parir una vida religiosa. Y esto solo es posible por medio del amor, de un amor de padres y de madres. Y no es cierto que los jóvenes de hoy sean mediocres y no generosos; pero necesitan experimentar que «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20, 35); que hay gran libertad en una vida obediente, gran fecundidad en un corazón virgen, gran riqueza en no poseer nada. De ahí la necesidad de prestar amorosa atención al camino de cada uno y de ser evangélicamente exigentes en toda fase del camino de formación, empezando por el discernimiento vocacional, con vistas a que una eventual crisis cuantitativa no provoque una crisis cualitativa, mucho más grave. Y este es el peligro. El discernimiento vocacional es importante: todos, todas las personas que conocen la personalidad humana —ya sean psicólogos, padres espirituales, madres espirituales—, nos dicen que los jóvenes que perciben inconscientemente que tienen algo desequilibrado o algún problema de desequilibrio o de desviación, buscan inconscientemente unas estructuras fuertes que los protejan, para protegerse. Y ahí está el discernimiento: en saber decir que no. Pero no en expulsar: no, no. Yo te acompaño, ve, ve, ve… Y tal como se acompaña la entrada, acompañar también la salida, para que él o ella encuentre su camino en la vida, con la ayuda necesaria; no con esa defensa que es pan para hoy y hambre para mañana.
La crisis cualitativa… No sé si lo tengo escrito, pero se me ocurre ahora: tener en cuenta la calidad de tantos, de tantos consagrados… Ayer, en el almuerzo, había un grupito de sacerdotes que celebraban el 60º aniversario de su ordenación sacerdotal: esa sabiduría de los ancianos… Algunos están un poco…, pero la mayoría de los ancianos ¡tiene sabiduría! Las monjas que se levantan día tras día para trabajar; las monjas del hospital, que son «doctoras en humanidad»: ¡cuánto tenemos que aprender de esa consagración de años y años! Y después mueren. Y las monjas misioneras, los consagrados misioneros, que van allí y mueren allí… ¡Tener en cuenta a los ancianos! Y no solo tenerlos en cuenta: ir a verlos, porque también en la vida religiosa tiene vigencia el cuarto mandamiento, con nuestros ancianos. Estos también, para una institución religiosa, son una «Galilea», porque en ellos encontramos al Señor que hoy nos habla. ¡Y qué bien les viene a los jóvenes que se los envíe a verlos, que se acerquen a esos ancianos y ancianas consagrados, sabios! ¡Qué bien les viene! Porque los jóvenes tienen el olfato necesario para descubrir la autenticidad: eso viene bien.
La formación inicial, ese discernimiento, es el primer paso de un proceso destinado a durar toda la vida, y hay que formar al joven en la libertad humilde e inteligente que consiste en dejarse educar por Dios Padre cada día de su vida, en toda edad, tanto en la misión como en la fraternidad, tanto en la acción como en la contemplación.
Gracias, queridos formadores y formadoras, por vuestro servicio humilde y discreto; por el tiempo que destináis a la escucha —el «apostolado del oído», escuchar—; por el tiempo que dedicáis al acompañamiento y a la atención a cada uno de vuestros jóvenes. Dios tiene una virtud —si es que se puede hablar de la virtud de Dios—, una cualidad, de la que no se habla mucho: es la paciencia. Él tiene paciencia. Dios sabe esperar. Vosotros también, aprended esto, esta actitud de la paciencia, que muchas veces es, en cierto sentido, un martirio: esperar… Y cuanto te asalta una tentación de impaciencia, detente; o de curiosidad… Pienso en santa Teresa del Niño Jesús, cuando una novicia empezaba a contar una historia y ella quería saber cómo acababa, y después la novicia se iba a otro lado; santa Teresa no decía nada: esperaba. La paciencia es una de las virtudes de los formadores. Acompañar: en esta misión no hay que escatimar tiempo ni energías. Y no hay que desanimarse cuando los resultados no se corresponden con las expectativas. Es doloroso cuando te viene un muchacho, una muchacha, después de tres o cuatro años, y te dice: « ¡Ah, no puedo seguir! He encontrado otro amor que no va en contra de Dios, y no puedo más, me voy». Esto es duro. Pero es también vuestro martirio. Y los fracasos, esos fracasos desde el punto de vista del formador, pueden favorecer el camino de formación permanente del formador. Y si a veces podréis tener la sensación de que vuestra labor no sea lo suficientemente apreciada, sabed que Jesús os sigue con amor, y que toda la Iglesia os está agradecida. Y siempre en esta belleza de la vida consagrada: hay quien dice que la vida consagrada es el paraíso en la tierra. No. ¡Si acaso, el purgatorio! Pero seguir adelante con alegría, seguir adelante con alegría.
Os deseo que viváis con alegría y con gratitud este ministerio, con la certeza de que no hay nada más bonito en la vida que pertenecer para siempre y con todo el corazón a Dios y entregar la propia vida al servicio de los hermanos. Os pido, por favor, que recéis por mí, para que Dios me dé también un poco de esa virtud que él tiene: la paciencia.
(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)