Tema 4: El matrimonio, la redención y la resurrección
Si el matrimonio restaura este plan de Dios, lo hace en cuanto sacramento. Como tal, es signo, y signo eficaz en el sentido de que nos comunica la gracia divina
Autor: P. Mario Pezzi | Fuente: www.mscperu.org
Tema 4: El matrimonio, la redención y la resurrección
El matrimonio sacramento
Si el matrimonio restaura este plan de Dios, lo hace en cuanto sacramento. Como tal, es signo, y signo eficaz en el sentido de que nos comunica la gracia divina.
Ya sobre el plano de la naturaleza el matrimonio es un sacramento
El matrimonio, ya en el plano de la naturaleza, es un sacramento, y Juan Pablo II no tiene miedo de afirmar que es incluso «un sacramento primordial», pues es un «signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad»[1]. En el hombre y la mujer, en la diferencia de su masculinidad y feminidad, existe la revelación de un carácter sacramental del mundo, en la medida en que el mundo revela algo de Dios. El misterio escondido en Dios se revela de la manera más sublime en la pareja humana, hombre y mujer llamados a la comunión por medio de la entrega total de su persona y de su cuerpo. En este sentido, el matrimonio es signo del Amor increado, del amor con que Dios se ama a Sí mismo y con que El ama a la humanidad. Desde el principio, existe, pues, un sacramento primordial, que es el sacramento del matrimonio. En la unión del hombre y de la mujer, en la sacramentalidad de su comunión y de su atracción, está la expresión del amor de Dios. Eso es verdad referido a toda su Creación, que revela a su Creador, pero es verdad del modo más perfecto y total en la comunión del hombre y de la mujer.
El sacramento del matrimonio comunica la gracia
Como todo sacramento, el matrimonio nos comunica la gracia. Por nosotros mismos, no podemos hacer nada para restaurar lo que fue destruido por el pecado. A lo sumo, podemos «salvar los muebles». Es la obra de la virtud lo que nos permite alcanzar un cierto equilibrio humano, siempre precario no obstante. Pero lo que ha introducido el pecado es la concupiscencia; la virtud no destruye la concupiscencia, aunque combate sus efectos. Puede existir, por ejemplo, una gran benevolencia mutua en la amistad conyugal -así es, además, como Aristóteles define la amistad: podemos llegar a querer el bien del otro antes que nuestro propio bien-. Sin embargo, este amor no está exento de concupiscencia, ya que, por nuestras propias fuerzas, nosotros no podemos extirpar la concupiscencia de nuestros corazones y llegar a la comunión total de las personas.
Santo Tomás de Aquino dice en la Summa theologiae que la gracia viene a restaurarnos en nuestra propia raíz; interviene en «la esencia dei alma»: «La gracia […] tiene un sujeto anterior a las potencias del alma, es decir, que está en la esencia del alma; pues así como por la potencia intelectiva el hombre participa del conocimiento divino mediante la virtud de la fe, y como por la potencia de la voluntad del amor divino mediante la virtud de la caridad, así también por la naturaleza del alma participa, según cierta semejanza, de la naturaleza divina mediante una especie de regeneración o nueva creación». Actúa en lo íntimo de nosotros mismos, en lo más profundo de lo que somos, y por eso podemos convertimos en templos del Espíritu Santo. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo?», dice san Pablo. Al alcanzarnos así en nuestra propia raíz, la gracia lleva a cabo en nosotros una regeneración, y santo Tomás llega a decir una «creación nueva»: para recuperar la expresión de san Pablo, llegamos a ser de este modo hombres y mujeres «nuevos» (cf. Col 3, 9-10)[2].
La gracia recupera desde nuevos supuestos lo que somos incluso en lo íntimo de nuestro ser. Mediante la gracia, somos enteramente regenerados en el sentido de recreados a partir de la raíz de nuestro ser. Ése es exactamente el sentido de la oración al Espíritu Santo: «Ven, oh Santo Espíritu: llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu, y las cosas serán creadas. Y renovarás la faz de la tierra». Esta creación nueva tendrá lugar porque el Espíritu Santo va a regenerar hasta lo más íntimo del ser a aquellos en quienes viene a habitar.
El sacramento del matrimonio, en cuanto nos comunica la gracia en el estado propio del matrimonio y para las obras propias del matrimonio, viene a regenerarnos en lo íntimo de la unión de nuestro cuerpo y de nuestra alma, en lo «íntimo de nuestro ser psicosomático. Es preciso que hagamos a este respecto un acto de fe relativamente determinado: la gracia del matrimonio es eficaz, pero nosotros podemos acogerla en mayor o menor medida. La debilidad de los efectos de la gracia del matrimonio, que podemos constatar y lamentar, no procede del matrimonio en cuanto tal, sino de nuestra falta de acogida a la gracia. Si acogiéramos realmente, en lo íntimo de nuestro ser, la gracia regeneradora, seríamos transformados radicalmente y seríamos capaces de vivir una comunión total de personas, incluso en la encarnación más física, y significar de este modo la perfecta comunión de las Personas divinas. Si no es éste el caso, es porque no acogemos de manera suficiente la gracia, porque no creemos bastante en ella o porque nos resistimos a ella. Por la gracia del sacramento del matrimonio plenamente acogida, nos hacemos capaces de volver a ser «iconos de la Trinidad». Aunque sólo fuera por eso, el matrimonio sería ya un sacramento inmenso, pero hay todavía más.
La redención del cuerpo
«Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se – entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida sino que sea santa e inmaculada Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos» (Ef S, 25-28).
Se trata del pasaje central de la famosa «carta del matrimonio» de san Pablo, que ha sido mal interpretada con frecuencia. Juan Pablo II ha consagrado diecisiete audiencias de su magna catequesis sobre el amor humano en el plan divino al comentario de este pasaje de la carta a los Efesios[3]. Dice que «si se quiere interpretar este pasaje hay que hacerlo a la luz de lo que Cristo nos dijo sobre el cuerpo humano», es decir, a la luz de la «Teología del cuerpo».
Juan Pablo II considera útil precisar, en primer lugar, el modo correcto de interpretar el mandato que da san Pablo en esta carta a los efesios: «Las mujeres deben someterse en todo a sus maridos, como al Señor» (Ef. 5, 22). El Papa dice a este respecto que «al expresarse así, el autor no intenta decir que el marido es «amo» de la mujer y que el contrato interpersonal propio del matrimonio es un contrato de dominio del marido sobre la mujer. En cambio, expresa otro concepto: esto es, que la mujer, en su relación con Cristo -que es para los dos cónyuges el único Señor- puede y debe encontrar la motivación de esa relación con el marido, que brota de la esencia misma del matrimonio y de la familia. Sin embargo, esta relación no es sumisión unilateral. El matrimonio, según la doctrina de la Carta a los Efesios, excluye ese componente del contrato que gravaba y, a veces, no cesa de gravar sobre esta institución. En efecto, el marido y la mujer están «sujetos los unos a los otros», están mutuamente subordinados. La fuente de esta sumisión recíproca está en la pietas cristiana, y su expresión es el amor (…).
El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer se convertiría en sierva o esclava del marido, objeto dé sumisión unilateral. El amor ciertamente hace que simultáneamente también el marido esté sujeto a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo, igual que la mujer al marido. La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio, se realiza a través de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión».
San Pablo afirma que las relaciones de los esposos en el matrimonio deben ser a imagen de las relaciones de Cristo con la Iglesia. Recíprocamente, las relaciones de Cristo con la Iglesia son a imagen de las relaciones entre los esposos cuando éstos viven en fidelidad a la gracia sacramental de su matrimonio. Juan Pablo II llega a decir incluso: «que el matrimonio corresponde a la vocación de los cristianos sólo cuando refleja el amor que Cristo-Esposo dona a la Iglesia, su Esposa, y que la Iglesia […] intenta devolver a Cristo». Fuera de esta perspectiva, no hay propiamente hablando matrimonio cristiano.
¿Cómo se entrega el Cristo-Esposo a la Iglesia, su Esposo?
Ahora bien, esta humanidad, que se ha apartado del Esposo divino y ha rechazado los desposorios (en el Antiguo Testamento), tiene que ser rescatada. Y Dios lo hace hasta tal punto qué, a través del Verbo encarnado, los desposorios llegan hasta la inmolación. Y el momento en que Dios, a través del Verbo encarnado, se desposa totalmente con la humanidad pecadora y obra de suerte que la restituye en su dignidad virginal, es la Cruz: en ese momento el Verbo encarnado se desposa total- menté con la humanidad y la constituye en Iglesia. amándola «hasta la muerte y una muerte. de cruz» (Flp 2, 8).
Este amor del Cristo-Esposo por la Iglesia tiene algo de radicalmente nupcial[4]. Nuestros desposorios humanos están llamados desde entonces a ser imagen de los desposorios de Cristo con la Iglesia. Eso es lo que pretende decir la carta a los Efesios. No hay matrimonio cristiano más que si se da la voluntad de los esposos de adoptar en toda su vida conyugal la actitud del Cristo-Esposo respecto a la Iglesia-Esposa. No es, por tanto, casual que encontremos en Ef 5, 28 esta afirmación: «deben amar los maridos a sus mujeres como á sus propios cuerpos», que es eco de aquellas palabras del Génesis: «ésta es verdaderamente carne de mi carne». En la cruz y para la eternidad, Cristo ha amado a la Iglesia como a su propio cuerpo, concediéndole convertirse en su cuerpo místico.
El matrimonio, para ser trasladado a este grado sublime de la analogía de amor del Cristo-Esposo por la Iglesia-Esposa, supone evidentemente que los esposos tengan la misma actitud que Cristo, es decir, que acepten «crucificar su carne con sus pasiones y sus concupiscencias» (Ga 5, 24). El papel de la gracia sacramental es ir quemando poco a poco en nosotros las raíces de la concupiscencia, de suerte que seamos aptos para significar, en todas las dimensiones de nuestra vida conyugal, los desposorios de inmolación de Cristo y de la Iglesia.
La gracia sacramental del matrimonio eleva así la significación del cuerpo humano: éste, llamado «al principio» a significar, en la unión conyugal, la comunión de la Trinidad de las Personas divinas, con la gracia del sacramento se convierte en la imagen de los desposorios redentores de Cristo con la Iglesia[5].
La resurrección y el fin del matrimonio
«Se le acercaron unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer: En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer «.
Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dio: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error «» (Mc 12, 18-27).
Juan Pablo II ha consagrado seis audiencias al comentario de este pasaje del evangelio de san Marcos, que se encuentra de una manera casi idéntica en los otros dos Sinópticos (cf. Mt 22, 24-30 y Le 20, 27-40), y que constituye «el tercer miembro del tríptico de las enunciaciones de Cristo mismo: tríptico de palabras esenciales y constitutivas para la «Teología del cuerpo»».
Para comprender por qué «cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» y lo que eso nos revela sobre la esencia misma del matrimonio, es preciso que intentemos acercarnos a lo que es verdaderamente la resurrección y cómo ésta nos desvela «una dimensión completamente nueva del misterio (del cuerpo) del hombre».
La resurrección significa una nueva sumisión del cuerpo al espíritu». Será, añade Juan Pablo II, «como el estado del hombre definitivo y perfectamente «integrado», a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta integridad perfecta»[6]. Y prosigue el Papa: «el grado de espiritualización, propia del hombre «escatológico», tendrá su fuente en el grado de su «divinización», incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Es necesario añadir que aquí se trata no sólo de un grado diverso, sino en cierto sentido de otro género de «divinización»: La participación en la naturaleza divina, la participación en la vida íntima de Dios mismo, penetración e impregnación de lo que es esencialmente humano por parte de lo que es esencialmente divino, alcanzará entonces su vértice, por lo cual la vida del espíritu humano llegará a una plenitud tal, que antes le era absolutamente inaccesible […].
La resurrección consistirá en la perfecta participación de todo lo que en el hombre es corporal a lo que en él es espiritual. Al mismo tiempo consistirá en la perfecta realización de lo que en el hombre es personal.»
«Las palabras: ´ni se casarán ni serán dados en matrimonio´ parecen afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos, recuperados y al mismo tiempo renovados en la resurrección, mantendrán su peculiaridad masculina y femenina y que el sentido de ser varón o mujer en el cuerpo en el ´otro siglo´ se constituirá y entenderá de modo diverso del que fue desde ´el principio´ y, luego en toda la dimensión de la existencia humana»[7].
Juan. Pablo II describe así este nuevo estado de la humanidad:
«Así, pues, esa situación escatológica en la que ´no tomarán mujer ni marido´, tiene su fundamento sólido en el estado futuro del sujeto personal, cuando después de la visión de Dios ´cara a cara´, nacerá en él un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismos que absorberá completamente toda su subjetividad psicosomática.
Esta concentración del conocimiento (´visión´) y del amor en Dios mismo – concentración que no puede ser sino la plena participación en la vida íntima de Dios, esto es, en la misma realidad Trinitaria será, al mismo tiempo, el descubrimiento, en Dios; de-todo el ´mundo´ de las relaciones constitutivas de su orden perenne (´cosmos?, Esta concentración será, sobre todo, del descubrimiento de sí por parte del hombre, no sólo en la profundidad de la propia persona, sino también en la unión que es propia del mundo de las personas en su constitución psicosomática. La concentración del conocimiento y del amor sobre Dios mismo en la comunión trinitaria de las personas puede encontrar una respuesta beatificante en los que llevarán a ser partícipes del ´otro mundo´ únicamente a través de la realización de la comunión recíproca proporcionada a personas creadas. Y por esto profesamos la fe en la ´comunión de los Santos´ (communio sanctorum), y la profesamos en conexión orgánica con la fe en la ´resurrección de los muertos´.
Una vez resucitados, estaremos en situación de realizar no sólo una imagen de la comunión divina, sino que realizaremos totalmente la comunión divina en nosotros y, en consecuencia, plenamente la significación esponsal de nuestro cuerpo.
La virginidad «por el Reino»
«Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a si mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).
Sobre el fondo de las palabras de Cristo, dice Juan Pablo II, se puede afirmar que no sólo el matrimonio nos ayuda a entender la continencia por el reino de los cielos, sino también que la misma continencia arroja una luz particular sobre el matrimonio visto en el misterio de la creación y de la redención»[8].
Contrariamente a lo que inclina a pensar cierto maniqueísmo larvado, que interviene con excesiva frecuencia en las cuestiones relativas al cuerpo y a la sexualidad, el matrimonio y la continencia, aunque correspondan a opciones de vida y a vocaciones diferentes, no se oponen. Y, sobre todo, no se puede otorgar privilegio a la continencia con el motivo de que supone abstenerse de las obras de la carne y ponerlo como pretexto para devaluar la vocación al matrimonio. Esto es lo que afirma de modo muy claro el Papa: «Aunque la continencia por el Reino de los cielos se identifica con la renuncia al matrimonio -que da nacimiento a una familia en la vida de un hombre y de una mujer- no se puede ver de ninguna manera en ella una negación del valor esencial del matrimonio; al contrario, la continencia sirve indirectamente para poner de relieve lo que es eterno y más profundamente personal en la vocación conyugal, lo que, en las dimensiones de lo temporal (y al mismo tiempo con la perspectiva del otro mundo), corresponde a la dignidad del don personal, ligada a la significación nupcial del cuerpo en su masculinidad o feminidad».
La continencia, a buen seguro, es una «vocación ´excepcional´, no ´ordinaria» y, en este sentido, se puede admitir que sea considerada superior a la vocación más común y ordinaria que es la del matrimonio, pero eso no puede conducir a depreciar el valor del matrimonio. Juan Pablo II precisa el modo en que se debe entender la «superioridad» de la continencia: «Esa ´superioridad´ de la continencia sobre el matrimonio no significa nunca en la auténtica tradición de la Iglesia, una infravaloración del matrimonio o un menoscabo de su valor -esencial-.-Tampoco significa una -inclinación, aunque sea implícita, hacia las posiciones maniqueas, o a un apoyo a modos de valorar o de obrar que se fundan en la concepción maniquea del cuerpo y del sexo, del matrimonio y de la generación. La superioridad evangélica y auténticamente cristiana de la virginidad, de la continencia, está dictada consiguientemente por el reino de los cielos. En las palabras de Cristo referidas a Mateo (19, 11-12), encontramos una sólida base para admitir solamente esta superioridad[9]: en cambio, no encontramos base alguna para cualquier desprecio del matrimonio, que podría haber estado presente en el reconocimiento de esa superioridad».ss No hay, por consiguiente, más motivación que la del Reino de los cielos: «al elegir la continencia por el reino de los cielos, el hombre ´debe´ dejarse guiar precisamente por esta motivación»[10], afirma el Papa.
¿Qué es, pues, el Reino de los cielos?… Es también, al mismo tiempo, anticipar lo que tendrá lugar en el otro mundo cuando Cristo sea «todo en todos» (1 Co 15, 28). «De este modo, dice Juan Pablo II, la continencia por el Reino de los cielos, la elección de la virginidad o del celibato para toda la vida, se han convertido, en la experiencia de los discípulos y de los fieles de Cristo, en el acto de una respuesta particular al amor del Esposo divino y, en virtud de ello, han adquirido la significación de un acto de amor conyugal: es decir, de una entrega conyugal de nosotros mismos, con el fin de responder de manera particular al amor conyugal del Redentor: una entrega de sí entendida como renuncia, pero sobre todo hecha por amor»[11].
Tanto en el caso del matrimonio como en el de la continencia, nos encontramos ante una invitación a la entrega de nosotros mismos, entrega mediante la que nos es posible realizar plenamente nuestra vocación de personas: tanto es así que la persona se define por esta capacidad de entregarse ella misma por amor. En cierto modo, aunque puede haber una pluralidad de estados de vida, no hay más que una sola vocación: la de la entrega conyugal de nosotros mismos, bien en el matrimonio, bien en la castidad.
«En definitiva -dice Juan Pablo II-, la naturaleza de uno y otro amor es amor [en la continencia o en el matrimonio] es «esponsaIicia», es decir, expresada a través del don total de sí. Uno y otro amor tienden a expresar el significado esponsalicio del cuerpo, que «desde el principio» está grabado en la misma estructura personal del hombre y de la mujer»[12]. Encontrarnos aquí una intuición muy vigorosa del concilio Vaticano II en su constitución Gaudium et Spes, (n 24.3) en cuya redacción participó de manera activa Juan Pablo II, y que comentará en numerosas ocasiones: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo».
El signo de las bodas del Cordero
El primer signo que da Jesús -y que sólo refiere Juan- es el milagro de Caná. Este milagro con el que Jesús inaugura su vida pública tuvo lugar en el transcurso de un banquete de bodas, en el que Jesús pronuncia esta frase, aparentemente misteriosa, como respuesta a la invitación de la Virgen María: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora». Es preciso comprender que se trata aquí de la hora de sus desposorios con su Iglesia.
El último signo que da Jesús se sitúa asimismo en una comida, la de la última Cena, y esta comida es también una comida de bodas. Es la comida eucarística en la cual Cristo se entrega voluntariamente a la Iglesia con su carne y su sangre: se entrega definitiva y totalmente como alimento por la Iglesia-Esposa hasta el final de los tiempos. Esta entrega de sí mismo es la anticipación de los méritos que la Redención que se consumará algunas horas más tarde entre Getsemaní y el Gólgota. «Dichosos los invitados a las bodas del Cordero», nos dice Cristo en el curso de la última Cena; «todo está consumado», dice en la cruz Esta consumación de las bodas es la de los desposorios, del mismo modo que, en el caso de los esposos en su noche de bodas, este «todo está consumado» expresa la totalidad de la realización de la sacramentalidad de su matrimonio. El matrimonio se concluye por las palabras sacramentales del compromiso mutuo de los esposos, pero se realiza plenamente sólo una vez que se consuma mediante la entrega de los cuerpos.
«El matrimonio como sacramento, dice el Papa, se contrae mediante la palabra, que es signo sacramental en razón de su contenido: ´Te tomo a ti como esposa -como esposo- y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida: Sin embargo, está palabra sacramental es de por sí sólo el signo de la celebración del matrimonio. Y la celebración del matrimonio se distingue de su consumación hasta el punto de que, sin esta consumación, el matrimonio no está todavía constituido en su plena realidad. La constatación de que un matrimonio se ha contraído jurídicamente, pero no se ha consumado (ratum – non consummatum), corresponde a la constatación de que no se ha constituido plenamente como matrimonio. En efecto, las palabras mismas Te quiero a ti como esposa -esposo-´ se refieren no sólo a una realidad determinada, sino que puede realizarse sólo a través de la cópula conyugal».
Del mismo modo, los desposorios de Cristo con la Iglesia se celebraron en cierto modo en la institución de la Eucaristía la noche del Jueves Santo, cuando Cristo entregó su cuerpo y su sangre a sus apóstoles y, a través de ellos, a toda la Iglesia, que se constituyó en ese instante; estos desposorios no se cumplieron plenamente, no se consumaron, más que en el madero nupcial de la Cruz con la entrega total de sí mismo por nuestra salvación.
El sentido de nuestro matrimonio cristiano es identificarnos -lo más posible y cada día más, en un clima de fidelidad a la gracia del sacramento- con los desposorios de Cristo con la Iglesia, en espera de la resurrección, que significará por completo aquello para lo que está hecho nuestro cuerpo. «Dichosos los invitados a las bodas del Cordero»: de estas bodas del Cordero hacemos memoria cada Viernes Santo, y es en cada Eucaristía donde, realmente y hasta el fin de los tiempos, se realiza esta palabra.
Notas
[1] Audiencia del 20 de Febrero de 1980, § 4.
[2] En la nota a Rom. 5, 5: «Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado», la Biblia de Jerusalén escribe: «El Espíritu Santo de la promesa… es sobre todo un principio interior de vida nueva que Dios da, envía, suministra, derrama. Recibido por la fe y el bautismo, habita en el cristiano, en su espíritu y aun en su cuerpo. Este Espíritu, que es el Espíritu de Cristo, hace hijo de Dios al cristiano y hace habitar n Cristo er. su corazón. Sustituyendo al principio malo de la carne, el Espíritu se hace en el hombre principio de fe, de conocimiento sobrenatural, de amor, de santificación, de conducta moral, de intrepidez apostólica, de esperanza y de oración. No hay que extinguirlo, ni contristarlo. Uniéndonos con Cristo, realiza la unidad de su Cuerpo».
Esta verdad: el Espíritu Santo que habita en nosotros es el fundamento sobre el que el Papa Juan Pablo II funda la vida moral, también sexual y matrimonial. El Espíritu Santo hace posible lo que ser la imposible solamente para nuestras fuerzas.
[3] Cf. Audiencias del 28 de Julio de 1902 al 15 de Diciembre de 1982.
[4] En muchos himnos a la Cruz Gloriosa se la llama «lecho de amor», «Tálamo nupcial» donde nos ha amado el Señor En la Misa en Latín, antes de la Comunión el Celebrante todavía dice: «Dichosos los invitados a la cena del Cordero».
[5] Es obvio que esta santificación en el matrimonio es una obra que se da gradual y progresivamente en los fieles. Por eso la pequeña Comunidad Cristiana sostiene y ayuda a los matrimonios en los momentos de crisis, y en la celebración de la Palabra y de la Eucaristía, los esposos encuentran alimento y sostén en la asimilación al amor de Cristo por la Iglesia.
[6] Audiencia del 2 de Diciembre de 1981, § 6.
[7] Audiencia del 2 de Diciembre de 1981 par. 4
[8] Audiencia del 31 de Marzo de 1982, párr. 6.
[9] Audiencia del 7 de Abril de 1982, § 6.
[10] Audiencia del 31 de Mazo de 1982, § 4.
[11] Audiencia del 21 de Abril de I982, § 7.
[12] Gaudium et Spes, n. 24.