Tema 3: El pecado, el deseo y la concupiscencia
EI misterio de la redención está en su misma raíz, unido de hecho con la realidad del pecado del hombre
Autor: P. Mario Pezzi | Fuente: www.mscperu.org
Tema III : El pecado, el deseo y la concupiscencia
Así pues, este pecado de los orígenes constituye, en la historia de la humanidad, una especie de cataclismo ontológico cuya importancia no podemos minimizar sin incurrir en peligro para la fe e incluso sin exponernos a no comprender al hombre en lo que es en sí mismo. Sin embargo, se -constata una especie de encarnizamiento en trivializarlo, en falsificarlo y hasta en ridiculizarlo[1].
El pecado original
Es interesante señalar que, después de las 130 audiencias de los miércoles dedicadas a la «Teología del cuerpo», Juan Pablo II consagró las audiencias de los dos años siguientes a un comentario sistemático de las verdades del Credo; y más tarde, inmediatamente después, desde agosto a diciembre de 1986, consagró 13 audiencias a la cuestión del pecado original. De este modo, manifiesta que el pecado original constituye una clave para la comprensión de la «Teología del cuerpo» y todo el Credo a la vez, sin la cual capítulos enteros de la fe y de la razón caen por sí mismos.
Juan Pablo II afirma aún en sus catequesis consagradas al pecado original:
“EI misterio de la redención está en su misma raíz, unido de hecho con la realidad del pecado del hombre. Por eso, al explicar con una catequesis sistemática los artículos de los Símbolos que hablan de Jesucristo, en el cual y por el cual Dios ha obrado la salvación, debemos afrontar, ante todo, el tema del pecado, esa realidad oscura difundida en el mundo creado por Dios, la cual constituye la raíz de todo el mal que hay en el hombre… La historia de la salvación presupone ´de facto´ la existencia del pecado en la historia de la humanidad creada por Dios. La salvación, de la que habla la divina Revelación, es ante todo la liberación de ese mal que es el pecado. Es ésta una verdad central en la soteriología cristiana: propter nos homines et propter salutem descendit de coelis [«por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo»]»[2].
¿Cuál es, entonces la esencia del pecado original? Precisa Juan Pablo II:
«Tal como aparece en el relato bíblico, el pecado humano no tiene su origen primero en el corazón (en la conciencia) del hombre, no brota de una iniciativa espontánea del hombre. Es, en cierto sentido, el reflejo y la consecuencia del pecado ocurrido ya anteriormente en el mundo de los seres invisibles. A este mundo pertenece el tentador, ´la serpiente antigua´. Ya antes (´antiguamente´) estos seres dotados de conciencia y de libertad habían sido ´probados´ para que optaran de acuerdo con su naturaleza puramente espiritual. En ellos había surgido la ´duda´ que, como dice el tercer capítulo del Génesis, inyecta el tentador en los primeros padres. Ya antes, aquellos seres habían sospechado y habían acusado a Dios, que, en cuanto Creador es la sola fuente de la donación del bien a todas las criaturas y, especialmente, a las criaturas espirituales. Habían contestado la verdad de la existencia, que exige la subordinación total de la criatura al Creador. Esta verdad había sido suplantada por una soberbia originaria, que los había conducido a hacer de su propio espíritu el principio y la regla de la libertad. Ellos habían sido los primeros en pretender poder ´ser conocedores del bien y del mal como Dios´, y se habían elegido a sí mismos en contra de Dios, en lugar de elegirse a sí mismos ´en Dios´, según las exigencias de su ser de criaturas: porque, ´¿Quién como Dios?´. Y el hombre, al ceder a la sugerencia del tentador, se hizo secuaz y cómplice de los espíritus rebeldes»[3].
Esta ruptura, esta «caída original» es, por consiguiente, una verdadera catástrofe, un cataclismo ontológico monumental -las palabras no son demasiado fuertes-. Este pecado, que trae consigo la ruptura de la comunión del hombre con Dios, le ha hecho perder el beneficio de todos los «dones» que permitían esta comunión. El hombre ha perdido así su dominium sobre la naturaleza, su capacidad de gobernarla. De esta suerte, es toda la creación la que padece las consecuencias de este cataclismo. A este respecto, afirma Juan Pablo lI: «A esta esclavitud de la corrupción está sometida indirectamente toda la creación a causa del pecado del hombre, quien fue puesto por el Creador en medio del mundo visible para que lo ´dominara´ (cf Gn 1,28). Así, el pecado del hombre no sólo tiene una dimensión interior, sino también ´cósmica´»[4].
¿Cuáles son las consecuencias de esto en el plano particular de las relaciones entre el hombre y la mujer?
La vergüenza sexual
«Y como viese la mujer (..) tomó de su fruto (del árbol del conocimiento del bien y del mal] y comió; y dio también a su marido, que igualmente comió: Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos, y, cosiendo hojas de higuera, se hicieron unos ceñidores» (Gn 3,6-7).
En consecuencia, es la mirada sobre su cuerpo en sentido amplio -que integra la sensibilidad, la afectividad, la espiritualidad- la que cambia instantáneamente en virtud del pecado, pasando de la transparencia de una comunión total a la vergüenza frente a lo que les hace hombre y mujer, diferentes y complementarios. Ya no saben expresarse como hombre y como mujer, se vuelven incapaces de entregarse libremente el uno al otro y desconfían el uno del otro, sustrayéndolos a la mirada del otro, los signos de su sexualidad, cuya ´significación de comunión de las personas y, a través de esta comunión, de la imagen de la comunión de las Personas divinas…
Juan Pablo II interpreta igualmente la vergüenza original como el brote inmediato, instantáneo, en la conciencia del hombre y de la mujer, del hecho de que ambos pueden convertirse para el otro en un simple objeto de placer, de procreación, de apropiación, de prestigio personal. Descubren que pueden ser «cosificados», reducidos a la condición de medios y dejar de ser considerados como personas en cuanto sujetos. Y esta amenaza la perciben a través de los signos de la masculinidad y de la feminidad. Toman conciencia de que con estos signos pueden provocar en el otro un deseo de utilizarlos como objeto, como medio de goce, de satisfacción sexual, de procreación… A este respecto, afirma Juan Pablo II: «A la unión o ´comunión´ personal, a la que están llamados ´desde el principio´ el hombre y la mujer recíprocamente, no corresponde, sino más bien está en oposición la circunstancia eventual de que una de las dos personas exista sólo como sujeto de satisfacción de la necesidad sexual y la otra se convierta exclusivamente en objeto de esta satisfacción. Además, no corresponde a esta unidad de ´comunión´ -más aún, se opone a ella- el caso que ambos, el hombre y la mujer, existan mutuamente como objeto de la satisfacción de la necesidad sexual, y cada una, por su parte, sea solamente sujeto de esa satisfacción»[5].
Estos signos corporales de la masculinidad y de la feminidad, que eran invitación a la entrega, se convierten virtualmente en medios de captación, de utilización del otro. A fin de conjurar esta amenaza, la primera reacción consiste en sustraer estos signos a la mirada del otro con el afán de protegerse y de preservar algo de la significación original de estos signos, de la que queda como un eco lejano en el corazón del hombre y de la mujer. «Lo contrario de esta ´acogida´ o ´aceptación´ del otro ser humano como don (a la mujer por parte del varón y viceversa), dice Juan Pablo II, sería reducirlo interiormente a mero ´objeto para mí´, debería señalar precisamente el comienzo de la vergüenza. Efectivamente, ésta corresponde a una amenaza inferida al don en su intimidad personal y testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca»[6].
La voluntad de dominación del uno sobre el otro
El desprecio de la mujer y la afirmación de su inferioridad respecto al hombre se han manifestado de una manera práctica en numerosas civilizaciones paganas, particularmente en sus períodos de decadencia. En la época moderna, tiende a afirmarse igualmente en el plano especulativo en algunos pensadores.
Así, Nietzsche: «…Un hombre… no puede pensar en la mujer más que a la manera oriental. El hombre debe considerar a la mujer como propiedad, un bien que es necesario poner bajo llave, un ser hecho para la domesticidad y que no tiende a su perfección más que en esta situación subalterna…»[7].
En cuanto a Schopenhauer, con un humor chirriante, dice: «Que la mujer está destinada por naturaleza a obedecer se evidencia en el hecho de que toda mujer situada en la posición antinatural de completa independencia se une inmediatamente a algún hombre a quien permite que la oriente y la dirija. Esto se debe a que necesita un señor y un amo. Si es joven, será un amante; si es vieja, un sacerdote»[8]
Por el contrario, en su Carta apostólica sobre la dignidad de la mujer y su vocación, del 15 de agosto de 1988, afirma Juan Pablo II:
«Por tanto, cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer. ´Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará´ (Gen 3, 16), descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente con relación a esta ´unidad de los dos´, que corresponde a la dignidad de la imagen y de la semejanza de Dios en ambos. Pero esta amenaza es más grave para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir ´para´ el otro aparece el dominio: ´él te dominará´: Este ´dominio´ indica la alteración y la pérdida de la estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en la ´unidad de los dos´ poseen el hombre y la mujer, y esto, sobre todo, con desventaja para la mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica ´communio personarum´: La unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos esposos. La mujer no puede convertirse en ´objeto´ de ´dominio´ y de ´posesión´ masculina»[9].
Comentando en particular la palabra «concupiscencia» en Gn 3,16, subraya Juan Pablo II que, a causa del pecado, el hombre y la mujer conocen un perpetuo estado de insatisfacción en la unión que intentan de sus cuerpos y a través de la cual ya no consiguen alcanzar la plena comunión de las personas: `No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también «amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad, que no cesa de atraer al hombre y a la mujer precisamente porque son personas, llamadas desde la eternidad a existir ´en comunión»´. Subsiste entre ellos una «concupiscencia» jamás saciada del todo de la que intentan liberarse en vano por el dominio y avasallamiento mutuos.
La desunión
«Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). ,
Juan Pablo II dedica un gran espacio a comentar estas palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña y nos ofrece un comentario extremadamente minucioso, porque, según él, «la significación de estas palabras es esencial para toda la «Teología del cuerpo» contenida en la enseñanza de Cristo»[10].
Del mismo modo que en el pasaje en que los fariseos le preguntaban sobre el repudio de las mujeres y donde Jesús les respondió: «pero al principio no fue así», invitándoles con ello a volver a la luz del principio, Cristo apela aquí al corazón humano, en el que queda algo de lo que existía «al principio». Para los fariseos, cuya conciencia estaba dominada por el legalismo, el adulterio «en el corazón» no significa nada. Para ellos, el adulterio es una realidad corporal o no existe; lo que lo define es el acto exterior efectuado y constatado materialmente.
Cristo, por su parte, llama la atención sobre el acto interior que está en el origen del acto exterior y que, en virtud de ello, merece ser llamado plenamente «adulterio en el corazón»: «Es necesario deducir de esto que ´el adulterio en el corazón´, cometido por el hombre cuando ´mira a una mujer deseándola´, significa un acto interior bien definido», dice Juan Pablo II[11]. Este acto interior es el que Jesús quiere sacar a la luz para iluminar al mismo tiempo lo que hay en el corazón del hombre, lo que constituye la fuente profunda de su pecado[12] y que, en cuanto tal, es más importante que el acto exterior, aunque sólo sea este último el condenado por la ley. Percibimos aquí toda la exigencia de Cristo, que supera por completo las prescripciones legalistas: apela al corazón del hombre para que vuelva a encontrar en él el eco, el resto de la ley de amor del principio y hacerle tomar conciencia con ello de lo que el pecado ha destruido, desunido en él.
Esta división producida por el pecado, en el hombre y entre las personas, puede referirse a tres registros.
1. Desunión en la persona entre mirada y corazón
«El Papa analiza en profundidad el hecho de «mirar deseando» que trae consigo una falsificación del corazón. Muestra que es el «mirar deseando y no «el mirar» en cuanto tal el que está en cuestión, aunque el hecho de mirar provocara una atracción, pues la atracción permanente del hombre hacia la mujer y de la mujer hacia el hombre es algo bueno que forma parte del esplendor del principio. Esta atracción ontológica fundamental está inscrita en la estructura misma de nuestro ser y no se trata de ponerla en cuestión. Sin embargo en el hecho de «mirar deseando» se encuentra la marca de la sumisión voluntaria a la concupiscencia.
La llamada perenne, (…) y, en cierto sentido, la perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo», como actuación de la concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto puramente interior), empequeñece el significado de lo que eran y que sustancialmente no dejan de ser esa invitación y esa recíproca atracción[13].
El pecado falsea la mirada e introduce la división entre la mirada y el corazón, entre la llamada del corazón a la comunión de las personas y la mirada que pretende tomar, utilizar, «cosificar»[14].
2. Desunión entre cuerpo y corazón: el maniqueísmo
Es preciso señalar que, cuando el hombre «mira deseando» y toma conciencia de ello tiende, no a considerar el estado problemático de su corazón, sino a acusar a su cuerpo. Es una reacción constante del hombre sentar a su cuerpo en el banquillo de los acusados como si de una realidad extraña a sí mismo se tratara y sobre la que no tiene ascendencia. Entonces se considera al cuerpo como la fuente del pecado, como un adversario que debe ser combatido o del que debemos liberarnos. Una falsa interpretación de las palabras de san Pablo: «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rm 7,23-24), ha servido con frecuencia para confortar esta actitud[15].
La acusación del cuerpo como fuente del mal hace referencia a la tradición maniquea procedente del dualismo mazdeista. El maniqueísmo. considera la materia como la fuente del mal y, consecuentemente, condena todo lo que sea corporal, en particular el sexo, puesto que mediante la procreación perdura el encarcelamiento de las almas en la materia. Juan Pablo II afirma de modo claro que esta tradición no puede servir en ningún caso de marco interpretativo adecuado de las palabras de Cristo en el Sermón de la Montaña:
«La interpretación apropiada de las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, como también la ´praxis´ en la que se realizará sucesivamente el ethos auténtico del sermón de la montaña, deben ser absolutamente liberados de elementos maniqueos en el pensamiento y en la actitud. Una actitud maniquea llevaría a un ´aniquilamiento´, si no real, sí al menos intencional del cuerpo, a una negación del valor del sexo humano, de la masculinidad y feminidad de la persona humana, o, por lo menos sólo a la ´tolerancia´ en los límites de la ´necesidad´ delimitada por la necesidad misma de la procreación. En cambio, basándose en las palabras de Cristo en el sermón de la montaña, el ethos cristiano se caracteriza por una transformación de la conciencia y de las actitudes de la persona humana, tanto del hombre como de la mujer, capaz de manifestar y realizar el valor del cuerpo y del sexo, según el designio originario del Creador, puestos al servicio de la ´comunión de las personas´, que es el substrato más profundo de la ética y de la cultura humana. Mientras para la mentalidad maniquea el cuerpo y la sexualidad constituyen, por decirlo así, un ´anti-valor´, para el cristianismo son siempre.un ´valor no bastante apreciado»[16].
Y concluye Juan Pablo II sin el menor asomo de ambigüedad:
«El modo maniqueo de entender y valorar el cuerpo y la sexualidad del hombre es esencialmente extraño al Evangelio, no conforme con el significado exacto de las palabras del sermón de la montaña, pronunciadas por Cristo»[17].
En realidad, es en el corazón donde se plantea la cuestión: es el corazón humano el que ha sido turbado por el pecado, no el cuerpo. Si el cuerpo parece «rebelde», es porque el corazón del hombre ha perdido la «rectitud» del principio.
3. Desunión entre personas
La división entre las personas se establece cuando éstas ya no son la una para la otra entrega de sí mismas, sino que han sido reducidas al estado de objetos…
Por eso el Papa llega incluso a decir – y esto es algo que ha sido mal comprendido – que es posible cometer adulterio con nuestra propia mujer, pues el adulterio no consiste tanto en el acto exterior como en la mirada -y en la intención que la anima- que puede traer consigo el acto exterior: «El adulterio ´en el corazón´ se comete no sólo porque el hombre ´mira´ de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira así a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que es su esposa cometería el mismo adulterio ´en el corazón´. (…]
El hombre que ´mira´ de este modo, como escribe Mt 5, 27-28 ´se sirve´ de la mujer ´de su feminidad, para saciar el propio ´instinto´. Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su interior ha asumido esta actitud, decidiendo así interiormente respecto a una determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio ´cometido en el corazón´. Este adulterio ´en el corazón´ puede cometerlo también el hombre con relación a su propia mujer si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto»[18].
Este tipo de ´mirada es la mirada que cosifica, instrumentaliza, reduce al otro al estado de objeto: Esta mirada puede proyectarla el marido sobre su mujer, y la mujer sobré su marido.
El Sermón de la Montaña es, por consiguiente, una invitación que Cristo dirige al hombre para que recupere el sentido de lo que hay profundamente en el proyecto de Dios: un ser hecho para la comunión. Esto no es posible para el hombre histórico, pecador, más que si se establece en una actitud de castidad que resulta de la purificación de su corazón. Esto es obra de la gracia obtenida por la redención.
«En el sermón de la montaña –concluye Juan Pablo II- Cristo no invita al hombre a retomar al estado de la inocencia originaria, porque la humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás de sí, sino que lo llama a encontrar -sobre el fundamento de los significados perennes y, por así decir, indestructibles de lo que es `humano´- las formas vivas del ´hombre nuevo´: De este modo se establece un vínculo; más aún, una continuidad entre el ´principio´ y la perspectiva de la Redención»[19].
Notas
[1] «Después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se encuentran entre ellos, en vez de unidos, más divididos e incluso contrapuestos, a causa de su masculinidad y feminidad (Audiencia del 18 de Junio de 1980, § 5).
[2] Audiencia del 27 de Agosto de 1986, § 4.
[3] Audiencia del 10 de Septiembre de 1986, § 7.
[4] Audiencia del 21 de Enero de 1922, § 7.
[5] Audiencia del 24 de Septiembre de 1920, § 5
[6] Audiencia del 6 de Febrero de 1980, § 3.
[7] Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Cap. 7, aforisma 238.
[8] Arthur Schopenhauer, Essai sur les femmes, tr. fr. Actes Sud 1987, p. 40. Hoy día se acusa a la Iglesia de sostener el «machismo» en perjuicio de la mujer: es interesante conocer quién es´,- verdaderamente en contra de In dignidad de la mujer.
[9]Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, ¿cl 15 de Agosto do 1985, § 10.
[10] Audiencia del 22 de octubre de 1950, § 1.
[11] Audiencia del 23 de Abril de 1950, § 3.
[12] Cf. Mt. 15, 19-20: «Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos,, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre.
[13] Audiencia del 17 de Septiembre de 1980, § 1 y 2.
[14] El demonio nos amenaza constantemente con los pensamientos: es fácil pasar del «mirar» al «desear». Por eso la Iglesia ha recomendado desde siempre rehuir las ocasiones de pecado, tales como los espectáculos pornográficos o la frecuentación de ambientes equívocos y provocadores. A eso se refiere el IX mandamiento: No codiciarás la mujer del prójimo:
¿Qué exige el noveno Mandamiento?
El noveno Mandamiento pide vencer la concupiscencia carnal en los pensamientos y en los deseos. La lucha contra tal concupiscencia pasa a través de la purificación del corazón y la práctica de la virtud de la templanza. (Compendio CEC. 527)
¿Qué es lo que prohíbe el noveno Mandamiento?
El noveno Mandamiento prohíbe cultivar pensamientos y deseos prohibidas por el sexto Mandamiento. (Compendio CEC. 528).
[15] «Si uno de tus miembros te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti, según es mandado» (Cf. Mi. 5, 30). Y más aún: «si tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti» (Mt. 5, 29; Me. 9, 47). Pero el hagiógrafo no te enseña a destruir en realidad tus miembros: tú no tienes que aniquilar lo que Dios creó, porque Él lo ha creado todo bien. El ojo jamás ha cometido adulterio, porque este pecado no entra dentro de sus acciones; y tampoco la mano jamás ha cometido un robo, porque ella es por su propia naturaleza falta de inteligencia. Hay adúlteros ciegos y ladrones mancos; no pienses, por eso, que la causa de los pecados esté en la mano o en el ojo. Sino que es más bien tu espíritu el que ve algo y lo codicia; ¡es contra él que tienes que combatir! Es la mala codicia lo que te estorba: arráncala de ti y échala lejos: eso es lo que se te manda. El loco se corta los miembros pero, con eso, no aleja el mal de sí. Una parte de su cuerpo de tal manera es erradicada y echada, pero el pecado sigue activo en él. Los miembros obedecen a tu alma cual dóciles discípulos, y configuran sus acciones según el modelo que la misia les propone. ¡Combate contra tu alma! Lo exterior no es causa de pecado en ti: es con el interior que tienes que sostener la batalla. ¡Recrimina al hombre espiritual que está escondido en ti y dirige tu furor hacia el que se oculta en ti, no hacia quien es visible en ti! (Isaac de Antioquia, Carmen de poenitentia).
[16] Audiencia del 22 de Octubre de 1980, § 3.
[17] Ibidem.
[18] Audiencia del 8 de Octubre de 1980, § 2 y 3
[19] Audiencia del 3 de Diciembre de 1980, § 4.