En aquel tiempo, Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia.
Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el fanático, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
(Mt 10)
Estábamos allí, Señor, entre la gente
lo mismo que los Doce. Tú te habías pasado
la noche en oración,
el corazón arriba, los ojos hacia arriba
levantando las manos como hace el labriego
suplicando la lluvia.
Estábamos allí rodeados de todos. La gente había venido
con sus sacos de lágrimas encima de la espalda
y no dabas abasto. Ni un momento tenías
para poder apenas respirar o tomar un bocado…
Y estábamos allí. No sabíamos por qué, pero estábamos allí
como uno más temblando bajo el frío
de nuestro propio nombre. Te pusiste de pie
y hasta los montes lejanos, las casas de labor,
los regatillos de agua, el datilero, las nueves
sintieron que una mano prodigiosa
acariciaba su corazón, Señor.
Dijiste nuestro nombre
y un vendaval de júbilo recorrió las entrañas
de cada uno y fuimos levantándonos
y era como si el sol tirase de nosotros,
o fue como si hasta entonces
la vida hubiese sido solamente
un ensayo, una preparación.
Susurramos, Señor: ¿Soy yo ese que acabas de nombrar?
¿No habrás errado el cálculo? ¿No te habrás confundido?
Nos miraban aquellos compañeros de la escuela de un día,
la quinceañera tímida que nos mandó violetas una tarde,
las monjas del Asilo, los poetas agnósticos, las madres.
Nos miró el pueblo entero.
Pero nos acercamos hasta Ti y nos pusimos a tu disposición.
Desde entonces, Señor, eres nuestro Señor.
(Valentín Arteaga)