La Navidad 2014 para una persona consagrada

16 Dic, 2014 | Vida Consagrada

La Navidad 2014 para una persona consagrada
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La Navidad 2014 para una persona consagrada

Conviene preguntarnos en este momento de preparación a la Navidad, cuál es la espera de la persona consagrada

Introducción
Siempre la Navidad es un momento privilegiado para la persona consagrada. De alguna manera las actividades se reducen y todo tiende a la calma que propicia un clima interior para el recogimiento y la meditación. Ya desde el Adviento, si bien pueden multiplicarse los preparativos por las fiestas natalicias, la misma liturgia nos evoca un tiempo propicio para detenernos a pensar en el misterio que estamos por celebrar. “Tengan cuidado y estén prevenidos porque no saben cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana” (Mc 13, 33 – 35). El clima es de una espera y la espera requiere calma, paz y tranquilidad.

En muchas ocasiones el pueblo de Israel nos da signos claros de la espera. Abraham espera el cumplimiento de la promesa. El pueblo de Israel espera la salvación del poder del Faraón. Los profetas esperan y hacen esperar al pueblo la venida del Mesías. Juan el Bautista representa el culmen de la espera. “En aquel tiempo se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca»” (Mt 3, 1 – 2). La historia sagrada es pues una historia de la espera del Salvador, prometido desde la caída de los primeros padres y llevada en su cumplimiento en la persona de Jesús.

Por ello, conviene preguntarnos en este momento de preparación a la Navidad, cuál es la espera de la persona consagrada. Si sabe esperar y qué es lo que espera. Las personas consagradas no estamos ajenos a dejarnos llevar por los vaivenes y las inquietudes de este mundo. Las mil y un cosas que debemos hacer pueden ahogar nuestra capacidad de esperar. La oración en lugar de presentarse como el momento para acrecentar nuestra espera puede vivirse como un paréntesis entre las muchas actividades que debemos realizar. “Desearía decir a quien se siente indiferente hacia Dios, hacia la fe, a quien está lejos de Dios o le ha abandonado, también a nosotros, con nuestros «alejamientos» y nuestros «abandonos» respecto a Dios, pequeños, tal vez, pero hay muchos en la vida cotidiana: mira en lo profundo de tu corazón, mira en lo íntimo de ti mismo, y pregúntate: ¿tienes un corazón que desea algo grande o un corazón adormecido por las cosas? ¿Tu corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o lo has dejado sofocar por las cosas, que acaban por atrofiarlo? Dios te espera, te busca: ¿qué respondes? ¿Te has dado cuenta de esta situación de tu alma? ¿O duermes? ¿Crees que Dios te espera o para ti esta verdad son solamente «palabras»?1”.

El Adviento es entonces el momento para hacernos esas preguntas fundamentales en nuestra vida consagrada. Si nosotros debemos ser, los “expertos” en el seguimiento de Cristo2, este tiempo de espera es el momento ideal para hacer un alto en el camino y quizás hacernos sólo una pregunta: ¿a quién espero esta Navidad del 2014?

Una Navidad muy especial

Es cierto que pudiera parecer el título de este capítulo algo parecido a un slogan publicitario. Si bien todas las Navidades son especiales porque recuerdan y renuevan el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, esta Navidad que se inscribe en el tiempo es una Navidad que para las personas consagradas tiene algo de particular. Es la primera Navidad, porque tendremos dos, dentro del Año de la vida consagrada. Por tanto, además de no pasar desapercibida en nuestras vidas, la Navidad del año 2014 para las personas consagradas puede y debe vivirse en el marco del Año de la Vida Consagrada. No se trata simplemente de hacer un recuerdo piadoso o una lectura intelectual de los documentos que el Papa seguramente escribirá sobre la vida consagrada en este año. Más bien, es necesario que la persona consagrada quiera vivir la Navidad bajo el signo de las prioridades que el Papa ha señalado a la vida consagrada.

Una Navidad comprometida con la alegría.

El Papa Francisco en su Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Años de la Vida Consagrada, proporciona las directivas sobre las que debe girar la vida consagra en este año. No es sólo un año para recordar y agradecer a Dios las gracias recibidas3, sino para comprometerse con lo que el Papa marca como metas para la Vida Consagrada, en línea con la adecuada renovación iniciada a partir del Concilio Vaticano II. Cinco son las metas que el Papa nos traza y que podemos resumir en estas palabras: alegría, despertar, comunión, periferia y actualidad4. Tratemos de vivir esta Navidad en las cinco claves que nos pide el Papa Francisco. De esta manera, la espera del Señor en este Adviento tendrá un carácter más de persona consagrada, más característico de aquel que ha donado su vida y su persona al único amor divino. En este pequeño artículo nos dedicaremos solo a tratar el primer punto que nos pide el Papa Francisco a todas las personas consagradas: ser personas alegres, de profunda alegría.

El Papa nos pide la alegría. “Dónde hay religiosos hay alegría”5. Habrá en primer lugar que preguntarnos cuál es la alegría que el Papa pide a la vida consagrada en este año. Aunque él mismo nos dará los medios para alcanzar la alegría, habrá que preguntarnos cuál es el tipo de alegría que las personas consagradas debemos vivir. Y la pregunta no es vana. El mundo vive hoy una inflación de alegría, o dicho de otra manera, son muchas las expresiones de alegría que hay en el mundo que vale la pena preguntarnos sobre el tipo de alegría que la persona consagrada debe vivir.

El Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólia Gaudete in Domino 6 hace una exposición clara y pedagógica de lo que debe ser la perfecta alegría cristiana. En primer lugar hace la diferencia, y nosotros con él la debemos hacer, ente lo que es la alegría y lo que es el placer: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tienen otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar”7.

La actualidad de este párrafo en la vida consagrada la podemos constatar en nuestros días, especialmente en las sociedades occidentales en donde aflora una gran opulencia. La vida consagrada en Occidente no está lejana de lo que quizás sucedió al monacato en los tiempos medievales. A fuerza de cumplir el precepto de que ningún monje podía poseer nada como propio, todo debería vivirse en común, con el paso del tiempo, si bien los monjes conservaban la pobreza personal, vivían en conventos que a fuerza de los años y en observancia estricta del precepto entes mencionado, llegaron a vivir pobres en lugares ricos o de mucha o demasiada acumulación de bienes. Hoy puede pasar algo similar en ciertas congregaciones o comunidades en dónde el “no debe faltar nada” se mezcla un poco con cierto espíritu mundano. Entonces la alegría se experimenta a partir solo de haber satisfecho, aunque con modestia y sencillez, ciertos requerimientos inherentes al vestir, al comer, a la habitación. Hemos puesto también nosotros nuestra alegría en “el culto a la eficiencia, el estado pletórico de salud, el éxito”8.

Es triste ver a religiosos y religiosas que se afanan en sus apostolados, no tanto por cumplir con la misión de toda persona consagrada que debería ser la de vivir la misma vida de Jesucristo9, sino que se desgastan tratando no tanto de hacer el bien a las personas, sino de conseguir prosélitos para las propias obras, buscando que las obras de apostolado no desaparezcan, motivados no tanto por el bien que puedan realizar, sino por la vergüenza de no dejar un lugar ligado a la historia de la congregación. La alegría entonces ya no es espiritual y el entusiasmo que se experimenta por el logro de dichas metas, es semejante al de “generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando”10.

¿Qué es la alegría para el cristiano, para la persona consagrada?

No podemos continuar nuestra exposición si detenernos a examinar el concepto de alegría cristiana. Filosóficamente podemos admitir con Pablo VI “La alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio amoroso que Él había formado en Jesucristo, para realizarlo en la plenitud de los tiempos (cf. Ef 1,9-10), esta alegría se anuncia misteriosamente en medio al Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada11. Hablamos por tanto de la alegría como de una cualidad espiritual. No es fruto de nuestros esfuerzos, de nuestros trabajos, sino que es una participación de una alegría divina, esto es, la alegría de saber que el plan de Dios se ha cumplido en Jesucristo.

Si bien es cierto que este es el nivel supremo de la alegría, y del que trataremos más abundantemente a continuación, la persona consagrada no puede dejar a un lado las alegrías humanas, que sin lugar a duda son participación de la única alegría espiritual de saber que ha llegado la salvación en la persona de Jesucristo.

Son alegrías que bien vale la pena examinar como primer paso para participar de la perfecta alegría, del gozo de la salvación. Alegrías que bien pueden quedar olvidadas en las personas consagradas, a las que el quehacer humano y las minucias en las que se debe detener en su afán cotidiano, pueden restarle su capacidad de gozar de estas pequeñas, pero importantes alegrías humanas. Siendo cada vez más nuestra sociedad una prolongación del complejo de narciso en dónde todo lo que se es y se hace, se realiza para lograr la admiración de los demás, la vida consagrada puede quedar también salpicada de este narcisismo y reducir su alegría a un mero sentimiento de aprobación laudatoria por parte de los demás.

Las alegrías a las que se refiere Pablo VI y que tanto pueden ayudarnos como preparación a la Navidad, pero sobre todo, a recuperar esa capacidad de alegrarnos por lo más sencillo son: “la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio”12.

La alegría exultante de la existencia y de la vida.

“En una sociedad que ostenta (…) el estado pletórico de salud13” cualquier síntoma que atente a esta plenitud narcisista de la salud es vista como una amenaza a la salud misma, sino a la felicidad. Una caries, una arruga, algunas canas y algunos kilos de más y la gente corre al dentista, al cirujano plástico, al salón de belleza o al dietista, no tanto para alcanzar nuevamente la salud, sino para evitar la depresión o los síntomas de infelicidad que la pérdida de la salud podría acarrearles.

La vida consagrada, como hija del propio tiempo, puede también entumecerse y paralizarse cuando un quebranto normal de la salud, amenaza a la persona consagrada. Si bien el voto de pobreza nos obliga a depender de la Providencia, la historia y los tiempos actuales aseguran para muchos de nosotros un cierto status de previsión social, envidiada por el común de las personas. No obstante todas las facilidades que tenemos a disposición para cuidar nuestra salud, olvidamos o perdemos la capacidad de sentirnos felices por el don de la existencia y de la vida. Un achaque propio de la edad, una molestia normal orgánica son muchas veces capaces de hacernos perder la capacidad de alegrarnos por el don de la vida de cada día. La Navidad podría vivirse mejor en la medida en que supiéramos referir todos los días la gracia de la existencia a aquel Dios que está por hacerse hombre.

La alegría del amor honesto y santificado. Es significativo que el primer mensaje a la vida consagrada del Papa Francisco como sumo pontífice se refirió a un aspecto muy sencillo, a la fecundidad espiritual a la que está llamada toda persona consagrada. “La consagrada es madre, debe ser madre y no «solterona». Disculpadme si hablo así, pero es importante esta maternidad de la vida consagrada, esta fecundidad. Que esta alegría de la fecundidad espiritual anime vuestra existencia; sed madres, a imagen de María Madre y de la Iglesia Madre”14. Habla por tanto del saber amar y no sólo, sino de amar con todas las fuerzas del propio corazón, hasta llegar a ser madres (y nosotros lo podemos extender al aspecto masculino) y padres de muchos.

Las tareas burocráticas, la autosuficiencia o la búsqueda de la vanagloria en las obras apostólicas, pueden hacer que el corazón de la persona consagrada permanezca como un témpano de hielo frente a las necesidades de los demás. Un mal sentido de la castidad se extiende hasta nuestros días, en dónde se le prohibía al consagrado sentir, acercarse y hasta tocar a aquellos hombres, mujeres o niños a los que tenía que servir. Se formaban corazones cerrados y alejados de la realidad. Se formaban personas castas en su cuerpo, pero marchitas en su corazón.

La persona consagrada debe sentir la alegría en su corazón por los bebés que tiene a su cargo en la casa – cuna, por los niños a los cuales educa en la escuela o en la parroquia, por los jóvenes débiles y frágiles que tantean sus primeros pasos en el amor y la donación de sí mismos, por los adultos a los que acompaña en la fe, por los ancianos que les oye contar historias de otros tiempos y les cierra por última vez los ojos a este mundo, antes que vean a Dios. Debe formar su corazón para amar y así experimentar la alegría de un amor honesto y santificado que se vuelve corazón de madre y corazón de padre.

La alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio. Que no consiste solamente en recrearnos con la naturaleza durante los días de ejercicios espirituales en los que en un lugar adecuado, contemplamos a Dios en la naturaleza, mientras repasamos las charlas espirituales o hacemos nuestra oración. Recuperar la alegría de sentir a Dios en un árbol, aún en medio de la ciudad, o del canto de un pájaro en la mañana, quizás al unísono de los coches que ya transitan alocadamente por las avenidas de la ciudad. No olvidar nuestra capacidad de asombro ante estas maravillas, para no perder la alegría de sabernos criaturas junto con las criaturas. Y alegrarnos aún más porque somos la criatura favorita del Creador. “¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?” (Sal 8, 5).

Ahora que con el Año de la Vida Consagrada estamos recordando los 50 años de la Perfectae caritatis, valdría la pena hacer un balance de las progresos pero también de las pérdidas. Y quizás una de las mayores pérdidas ha sido la de la dimensión del silencio. No me refiero tanto a la dimensión comunitaria del silencia, sino a la dimensión individual del silencio. Muchas personas consagradas han perdido la capacidad de hacer silencio a lo largo de la jornada. No tanto para pensar en Dios, en sí mismos o en sus problemas. Silencio sólo para sentir. Sentir la vida, sentir la presencia de Dios dentro de ellos mismos. De la toma de conciencia de la vida en sí mismos debería nacer la alegría por la vida misma.

La alegría a veces austera del trabajo esmerado. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado” (Gen 3, 19). Tal parece que nos sentimos condenados a la maldición de Dios con el trabajo, cuando en verdad olvidamos que con el trabajo colaboramos a la creación. Somos por tanto instrumentos en las manos de Dios ya que nuestro trabajo es el medio por el cual muchas personas tienen un trabajo honesto, conocen a Dios, se acercan a los sacramentos. Somos por tanto con nuestro trabajo, artífices también de la alegría de otras personas.
Y esta alegría, aunque parezca una tautología, nos debe llenar de alegría. A veces, llevados por los afanes apostólicos, aunque en realidad tendríamos que llamar verdaderamente afanes burocráticos, nos dejamos llevar por necesidades apremiantes que si bien son importantes en lo externo, poco o nada nos dicen para la paz y la interioridad nuestra y de las personas. Si bien es cierto, y esto es quizás más verdadero en Occidente, que debemos cumplir con los requisitos impuestos por el Estado para poder ofrecer nuestros servicios a la comunidad, frecuentemente nos perdemos en todo ese vericueto de normas y nos alejamos del único fin de las obras. El encontrar y el llevar a Dios a los hombres es tal vez uno de los cometidos más olvidados de todas las personas consagradas. Y eso se nota en las caras de preocupación o más bien, en el estado de preocupación de muchas personas consagradas.

No se trata de despreocuparse de aquellos que es importante para realizar el apostolado. Pero se trata de no darle la importancia que no tiene. Si un trabajo provoca en la persona solo angustia y preocupación quiere decir que su corazón no trabaja en paz y tranquilidad. Es necesario una revisión de la forma en que realizamos nuestro trabajo, pues “allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón” (Mt 6, 21).

La alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir. Pablo VI invita a los cristianos a vivir la donación de la propia persona. Donación de la persona a través de la pureza, del servicio y del saber compartir. Tal parece que fuera un consejo que se podría aplicar con toda exactitud a las personas consagradas en todo lo que se refiere a la vida fraterna en comunidad.

Hay personas consagradas y este fenómeno se está dando mucho en nuestro tiempo, que son admirables en su trabajo fuera de la comunidad. Verdaderamente sacrificadas y ejemplo de todo tipo de virtudes se dedican con toda su persona al apostolado que la obediencia les ha asignado. Pero a veces pierden esa misma capacidad de pureza, servicio y donación en la comunidad. Y esta es una dimensión que hay que recuperar si queremos vivir la verdadera alegría en comunidad. La vida consagrada después del Concilio ha insistido mucho en la dimensión fraterna de la vida comunitaria. Para ello es necesario que todos colaboren en la construcción de la fraternidad. La pureza de intención en nuestras relaciones comunitarias es un medio para crear comunidad. El servicio desinteresado, así como la capacidad de compartir bienes temporales y bienes espirituales son otras dos formas de construir la fraternidad. De esa manera, la persona consagrada podrá vivir una nueva dimensión en la alegría.

La alegría exigente del sacrificio. Es esta una dimensión que la vida consagrada debe recuperar también, si quiere vivir la verdadera alegría cristiana. Nuestra sociedad unido a las malas interpretaciones del Concilio Vaticano II, han hecho aparecer al sacrifico como algo indeseable. Nuestra sociedad tecno-líquida la ve como algo que debe ser evitado a toda costa, ya que aceptar el sacrificio nos hace vulnerables, nos recuerda nuestra precariedad. Y si el hombre acepta la precariedad y su vulnerabilidad, se hace débil y es capaz de pedir ayuda, dejando de ser el súper-hombre que esta sociedad está empeñada en construir.

Por otra parte, muchos han leído el Concilio Vaticano II como un medio para superar viejas ataduras y estereotipos y de alguna manera han suprimido cualquier referencia al sacrificio. NO es aquí el espacio adecuado para hacer una apología del sacrificio pero bástenos recordar que como criatura limitada el hombre ni tiene todo a su servicio, ni bajo control y que mucho de su trabajo está irremediablemente unido al sacrificio. Además, las circunstancias mismas de la vida y aquello que el Señor permita, dan las posibilidades para que el hombre se sacrifique.

Es necesario por tanto saber encontrar la alegría en el sacrificio, que sin puede parecer paradójico es posible vivirlo. Cuando se tiene un porqué en la vida, se encuentra el medio para llevarlo a cabo, si bien este medio comporta un sacrificio. Ninguno puede criticar de masoquista a una madre que permanece en vela toda la noche cuidando a su hijo enfermo. Son pues éstos los sacrificios de los que está impregnada toda la vida. La alegría del sacrifico forma parte ordinaria de toda vida humana y recuperar esas dimensión nos hace más personas y por ende, más personas consagradas.

La verdadera alegría del consagrado.

Hemos hecho un recorrido de esas que Pablo VI llamó “las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino”15. Pero éstas no son sino una participación de la verdadera alegría que se encuentra en el corazón de Jesús. Iremos pues descubriendo paso a paso cuál es esta alegría del corazón de Jesús a la que todas las personas consagradas estamos llamadas a vivir.

Comencemos por el Antigua Testamento. Ahí observamos como “tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio amoroso que Él había formado en Jesucristo, para realizarlo en la plenitud de los tiempos (cf. Ef 1,9-10), esta alegría se anuncia misteriosamente en medio al Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada”16. Es la alegría del plan de salvación de Dios Padre que se hará realidad en Jesucristo su Hijo, pero que comienza a desvelarse poco a poco, siempre como una figura misteriosa, en el Antigua Testamento. Así, la alegría final que veremos en Jesucristo como cumplidor del plan de Dios, la observamos en figura solamente en Abraham, en el nacimiento de su hijo Isaac.
Es una alegría que se repite cada vez que Israel tiene la ocasión de celebrar nuevamente el pacto de la Alianza, roto muchas veces por su desobediencia y por su infidelidad al plan originario, pero restablecido por la misericordia de Dios. Pero es también la alegría de vivir el cotidiano siempre en presencia de Dios. “Se trata también de la alegría actual, cantada tantas veces en los salmos: la de vivir con Dios y para Dios”17.

Pero todas estas alegrías no son sino figura, como ya hemos dicho de la alegría desbordante que se realiza en el cumplimiento de las promesas: la encarnación, la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Aquel que será el revelador del plan de salvación. Pero este gozo, esta alegría de la llegada del Mesías salvador no es un hecho meramente teológico, o un misterio que queda reservado para unos pocos. Es una noticia que llega a todo ser humano, a todos los confines de la tierra. La llegada del Mesías como evento cósmico toda la realidad entera y en ella a todas y cada una de las personas.
La gracia de Dios de la salvación, que es única, se acomoda a cada persona. De esta forma, la alegría y el gozo de la salvación tocan a cada persona en forma singular. Esta es la alegría que todas las personas están llamadas a vivir. La alegría que existe en el corazón de Jesús de saber que el plan de Dios sobre la humanidad se ha cumplido. El gozo cristiano no es el gozo externo de una paz conseguida por la satisfacción de todas las necesidades según la pirámide de Maslow, ni en la satisfacción de todos los apetitos freudianos, ni tampoco en la adquisición de todas las metas según el desarrollo evolutivo de Ericsson, o en la adquisición de los bienes y el status marcados por nuestra sociedad tecno – líquida. La verdadera felicidad, la verdadera alegría cristiana consiste en compartir el gozo del corazón de Jesús al sabernos que participamos de ese misterio de salvación. Es decir el saber que para cada uno de nosotros ha llegado la salvación.

La persona consagrada antes de experimentar el gozo por transmitir esta buena noticia de la salvación a todos sus hermanos a través de la misión eclesial, que no es sino el reproducir en sí mismo la misma vida de Cristo, y a través de la misión apostólica encomendada, debe experimentar la alegría de sentirse salvado por Cristo, esto es amado por él. Estamos llamados “a testimoniar la alegría que proviene de la certeza de sentirnos amados y de la confianza de ser salvados”18.

“Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. El gran gozo anunciado por el ángel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el pueblo (cf. Lc 8,10), tanto para el de Israel que esperaba con ansia un Salvador, como para el pueblo innumerable de todos aquellos que, en el correr de los tiempos, acogerán su mensaje y se esforzarán por vivirlo”19. Cada persona consagrada debe hacer propio este mensaje de salvación que es un mensaje de verdadera alegría, la alegría de saberse amado porque ha sido salvado por Jesucristo.

Si bien las personas consagradas sabemos y enseñamos esta verdad, pocas veces la dejamos que penetre y transforme nuestras vidas. Como profesionistas que somos de las verdades eternas, muchas veces damos por descontado que vivimos lo que predicamos. No ponemos en duda lo que predicamos, pero no nos cuestionamos la vivencia de lo que predicamos. Y se da una curiosa paradoja. La de exigir la vivencia de aquello que no vivimos. No me estoy refiriendo a una doble vida que pretende ocultar un comportamiento ético o moral indebido. Sino más bien la postura rutinaria de quien no se esfuerza por vivir lo que predica.

Pudiera ser que en este Año de la Vida Consagrada, independientemente de todas las gracias que recibiremos de parte del Papa Francisco, de la Congregación para los Institutos de Vida consagrada y sociedades de vid apostólica, de las iniciativas que se organicen a nivel diocesano, provincial o comunitario, de aquellos libros que seguro leeremos, publicados para esta ocasión, nos demos el tiempo para hacer una revisión de aquello que estamos viviendo y ver con cuánta alegría lo estamos viviendo. No sería nada malo que como regalo al Niño que está por nacer, pudiéramos ofrecerle un Año de la Vida Consagrada vivido con mayor alegría, conscientes de todo lo que vivimos es fruto de la alegría de sabernos salvados por Jesucristo.

Algunos medios para vivir la alegría

Casi siempre nos sucede que al llegar a poner los medios necesarios para poner en práctica lo que nos hemos propuesto, o los medios no tienen nada que ver con la realidad, o son tan difíciles de cumplir que lejos de desalentarnos, simplemente seguimos viviendo como antes. En esta ocasión el Papa Francisco viene en nuestra ayuda y él mismo nos da tres medios para poder vivir esta felicidad. Experimentar y demostrar que Dios es capaz de colmar nuestros corazones; vivir la auténtica fraternidad; y una entrega total al servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres20.

Experimentar y demostrar que Dios es capaz de colmar nuestros corazones.
Dicho de esta manera a mi modo de ver el Papa Francisco quiere hacerse eco de dos grandes tradiciones de la vida consagrada: aquella benedictina y la agustiniana. Para el monje benedictino, La Regla Benedictina (RB) pedía que el maestro de novicios constatase una sola cosa para saber si el novicio sería capaz de vivir la vida monástica: “Debe estar atento para ver si el novicio busca verdaderamente a Dios”21. Es quizás lo único necesario para quien quiere emprender, y continuar viviendo la vida consagrada: buscar en todo momento a Dios. Es el famoso quaere Deum. Es el afán de toda una vida: buscar a Dios, porque Él ya nos está buscando primero. Y en esta búsqueda mutua encontramos la verdadera alegría. Pero debe ser ésta una actitud constante en la vida y no simplemente el fervor pasajero de un día de retiro. “Podríamos decir que ésta es la actitud verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las últimas, las verdaderas. (…) Quaerere Deum –buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados”22.

Y esta búsqueda continua de Dios es capaz de traer la felicidad porque colma toda aspiración humana. Aquí el papa Francisco entronca con la tradición agustiniana: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”23. El hombre, creado para la felicidad, no puede encontrar dicha felicidad fuera de Dios. El buscar a Dios nos deja vacíos, colma todas nuestras esperanzas y todos los anhelos más profundos. No se trata aquí de una felicidad equivalente al placer o a la felicidad psicológica identificada con el bienestar general. Es la felicidad de quien experimenta que está viviendo de acuerdo al fin para el cual fue creado. Como criatura, como imagen y semejanza de Dios, en la manera en que el hombre se acerque más a Dios y viva más de acuerdo a lo que es Dios, en esa medida cumple la finalidad para la cual fue creado y así experimenta la felicidad de sentirse realizado ontológicamente, es decir, en todo su ser.

Y esto hay que demostrarlo, más con la propia vida que con las palabras y las obras. Vivir en la búsqueda constante de Dios colma las aspiraciones más profundas del hombre, pues para eso ha sido creado: para buscar y encontrar a Dios. Su vida será plena en la medida en que Dios colme todo su ser. La intuición de los padres del desierto se hace más real hoy que nunca, al permear toda la vida de la constante búsqueda de Dios. “Un día el santo padre Antonio, mientras estaba sentado en el desierto, fue presa de un malestar y de tinieblas oscuras en su pensamiento. Y dijo a Dios: << O señor. Yo quiero salvarme, pero mis pensamientos me lo impiden. ¿Qué puedo hacer en mi aflicción?>> Alzando la vista, Antonio vio a otro como él, que estaba sentado y trabajaba, a cierto punto interrumpió su trabajo, se pone en pie y reza; después de nuevo se sienta a tejer los hilos y nuevamente se pone en pie y reza. Era un ángel del Señor, mandado para corregir a Antonio y darle fuerza. Y oyó al ángel que decía: <> Al oír esas palabras, se puso muy contento: hizo así y se salvó (VII, 1)”24.

Vivir la auténtica fraternidad.

Tal parece que la vida fraterna en comunidad sea el “caballo de batalla” de la vida consagrada en nuestros días. Históricamente podemos entender que no es fácil pasar de una vida comunitaria en la que lo único que contaba era la observancia externa, a una vida de comunidad en la que las relaciones interpersonales debe ser el punto central. Además, como otros factores históricos que se suman al punto anterior, la interculturalidad, la intergeneracionalidad y la debilidad con las que los jóvenes llegan ahora a la vida consagrada hacen también más difícil la vida fraterna en comunidad. “Porque en la comunidad uno no elige con anticipación, allí se encuentran personas distintas por carácter, edad, formación, sensibilidad… sin embargo, se trata de vivir como hermanos. No siempre se logra, vosotros lo sabéis bien. Muchas veces nos equivocamos, porque todos somos pecadores, pero se reconoce el hecho de haberse equivocado, se pide perdón y se ofrece el perdón”25.

No es fácil de hablar en pocos renglones de la vida fraterna en comunidad, se trata tan solo de dar algunos consejos mediante los cuales podamos vivir la alegría de nuestra vida consagrada a partir de la vida fraterna en comunidad. Quizás pueda servirnos de marco de referencia aquel cuento de Chesterton26 en el que un hombre entra intempestivamente a un cuarto en dónde dos señoras beben amistosamente el té de las cinco de la tarde. El hombre se arrodilla delante de una de ellas y le declara apasionadamente su amor. Le dice, en pocas palabras, que si no acepta casarse con él se suicida. La mujer acepta la propuesta y el hombre sale del cuarto dando saltos de alegría. Ante la sorpresa y las preguntas que le hace su interlocutora, la mujer que ha aceptado casarse con aquel hombre, la tranquiliza diciendo que el hombre no es otro que su marido.

Esta anécdota puede ayudarnos a recuperar la alegría de vivir en comunidad. Hacer el ejercicio de encontrar aquellas cosas positivas que hay en la comunidad y que a fuerza de la rutina hemos perdido de vista. El hombre, bien sabemos que tiene una memoria muy corta para las cosas placenteras, pero recuerda por mucho tiempo las dolorosas. Y en la vida fraterna en comunidad puede suceder que recordemos aquello que nos divide, que nos ha herido y tendamos fácilmente a olvidar lo que nos une, lo que nos hace felices. Este año de la vida consagrada bien podemos recordar todo aquello que nos hace felices en la vida fraterna de comunidad, ya sea desde el punto de vista humano, psicológico, espiritual. Dejarnos fascinar por aquello que pudiera parecer una locura a los ojos de los hombres. Escoger nuevamente no la rutina de vivir en comunidad, sino la locura de vivir con personas con las que fuera de la vida consagrada me separarían más factores que aquellos que me unirían: la edad, la cultura, el carácter. Y de esa manera recuperar el gusto de saber que lo que me une es el proyecto carismático. Volver a encontrar la frescura del amor primero no sólo en Jesucristo, sino en la vida fraterna en comunidad. Y si yo no soy capaz de encontrar esa alegría en la vida fraterna de comunidad, recordar lo que decía San Juan de la Cruz: “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”. La profecía, a la cual nos invitará también el Papa Francisco a todos los consagrados, comporta la profecía de la alegría doméstica en casa, es decir, ser capaces de vivir una vida de alegría que nadie en la comunidad es ya capaz de vivir, porque la olvidó, la dejó de cultivarla, la dejó sepultada por otras actividades, o porque simple y tristemente nunca la vivió.

No faltaría también para poder vivir la alegría en comunidad, el hacer memoria del perdón y vivir el discernimiento del presente. Como en cualquier grupo humano, además de ser un misterio de Dios27, existen los roces, las dificultades, las desavenencias, propias de cualquier convivencia humana. Es necesario constantemente hacer memoria del perdón para realmente continuar a vivir en comunidad. El traer a la memoria las heridas, las fallas no es más que revivir el error y dejarse guiar por él. No hace daño a la persona que cometió la falta, sino a aquella que sufrió el error, la desavenencia, la pequeña o grande afrenta. Recordarlo, traerlo a la memoria no es más que vivir como víctima y sufrir las consecuencias de la victimización que en todo y en todos cree que se repetirá la falta cometida. El verdadero perdón sabe crear nuevas situaciones a partir de los errores del pasado, porque vive la fantasía de la caridad.

Y vivir el discernimiento del presente es un punto clave sobre el que está insistiendo el magisterio del papa Francisco. No podemos quedarnos anclados en el pasado, como veíamos en el párrafo anterior, ni tampoco esquematizados en formas de vida que quizás son ya obsoletas y no aplican a nuestra cultura y nuestro estilo de vida de consagrados profetas del estilo de vida de Jesucristo. Es necesario por tanto que sepamos discernir el presente, porque es precisamente en el presente en donde Dios habla. Y la vida fraterna en comunidad tiene tantas posibilidades para que Dios nos hable a través de los que conviven con nosotros. Es necesario tener una nueva visión, salir de nuestros esquemas y ver a Dios que actúa en el presente de nuestra comunidad y no quedarnos contemplando nuestros fantasmas del pasado que aún rondan en la comunidad.

No vendría mal el revisar en este año nuestra afectividad en la comunidad para saber si tenemos un corazón afectuoso, un corazón que sepa acoger antes que criticar, que sepa comprender antes que dudar, que sepa amar antes que odiar. Son cosas que quizás hemos olvidado, si bien las aprendimos en el noviciado o en los años de formación. Ahora es necesario recordar que tenemos un corazón hecho para amar y que si no amamos a los que Dios ha puesto en nuestra comunidad, llenaremos el vacío con el amor a nosotros mismos o a nuestros apegos.

Una entrega total al servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres.

No se trata simplemente de dedicar el tiempo al apostolado que la obediencia nos ha asignado como personas consagradas. El Papa pide una entrega total al servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres. Podemos leer muy de prisa estas recomendaciones que él nos da como medios para vivir la verdadera alegría, olvidando conectar dos conceptos que creo son muy importantes para comprender el pensamiento del Papa. El concepto de la verdadera alegría y aquel del servicio a la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos y los pobres.

Hemos dicho que la verdadera alegría es la participación de la felicidad que hay en el corazón de Jesús al ver su misión cumplida. En el “todo está consumado” se expresa la alegría profunda de quien ha cumplido la misión del Padre. El hombre también debe cumplir con una misión. A veces, las personas consagradas entendemos muy fácilmente la misión como simplemente el hacer algo, el realizar un apostolado de acuerdo con el proyecto carismático de nuestra congregación. Sin ser errado este concepto, no es del todo completo. La cita que nos da Vita consecrata es larga, pero vale la pena transcribirla completamente para luego comentarla y conectarla con el concepto de la alegría que hemos apenas mencionado. “Del misterio pascual surge además la misión, dimensión que determina toda la vida eclesial. Ella tiene una realización específica propia en la vida consagrada. En efecto, más allá incluso de los carismas propios de los Institutos dedicados a la misión ad gentes o empeñados en una actividad de tipo propiamente apostólica, se puede decir que la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada. En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16; Gl 1, 15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24, 49; Hch 1, 8; 2, 4), coopera eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20, 21), contribuyendo de forma particularmente profunda a la renovación del mundo”28.

La misión por tanto no es solamente el “hacer cosas, hacer apostolado”, sino el transfigurar la persona de Cristo con nuestras vidas, a través del propio carisma personal y de la congregación a la que pertenece la persona consagrada. La entrega a vivir la misma vida de Cristo, de acuerdo con el carisma específico de la congregación a la que se pertenece, hace la misión de la persona consagrada. No es por tanto la sola actividad, sino que es el ser de Cristo, el entregar la vida a Cristo lo que constituye la misión de la persona consagrada. Entregar la vida a Cristo va a significar para cada persona consagrada algo muy particular. La misión, es cierto, se concreta en un apostolado, en unas actividades específicas, pero no se reducen a ellas. Son expresión externa de algo que se debe vivir por dentro, esto es, el esfuerzo continuo por entregarse al Padre, sostenido por Cristo y animado por el Espíritu (cf. Vita consecrata, 25.). Y en ese esfuerzo por lograr la entrega al Padre, que no es una entrega únicamente de las cosas que se hacen, está el servicio que se realiza a la Iglesia, como menciona el Papa. No es el trabajo lo que importa sino la animación que está detrás de ese trabajo. La animación – motivación del trabajo es lo que da la felicidad a la persona consagrada, lo que le permite participar de la alegría de Jesucristo que en el Calvario está cumpliendo con la misión. Es ahí en dónde el consagrado encuentra su felicidad, no porque ha cumplido con su trabajo, se ha sentido satisfecho o ha ayudado a otras personas. No. Es feliz, porque participa de la misma alegría que Jesucristo que ha cumplido su misión, no porque ha hecho lo que el Padre le ha mandado solamente, sino porque se ha configurado completamente con el Padre. “El Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30). Cuando el consagrado puede decir junto con San Pablo, “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2, 20), en ese momento la felicidad es plena, porque es la misma felicidad que experimento Jesucristo al configurarse con su Padre en el cumplimiento de la misión.

Por último, cabe señalar algunos aspectos específicos que el Papa señala como materialización de ese servicio a la Iglesia: el servicio a las familias, los jóvenes, los ancianos y los pobres. No son expresiones de un pietismo retórico, sino son las expresiones de lo que el Papa nos está mostrando como prioridades para la Iglesia misionera. Son individuos que de alguna manera debemos de privilegiar con nuestro carisma. Las familias, por ser el futuro de la sociedad y por el embate erosivo que sufren de parte de la sociedad tecno – líquida. Los jóvenes y los ancianos, porque como ha dicho el mismo Papa, son los individuos menos valorizados de nuestra sociedad que él llama del descarte29: porque nadie se preocupa de ellos, ya que no son productivos según los parámetros de una sociedad tecnologizada y eficientista. Los pobres, porque cada día necesitan más ayuda real, sin retórica. “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo”30.
En la medida en que vivamos nuestro carisma como una experiencia del Espíritu31 y no como un quehacer, en esa medida seremos personas que viven la verdadera alegría.

Por: Germán Sanchez Griese | Fuente: Catholic.net

1 FRANCISCO, Homilía, 28.8.2013.
2 Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 14.
3 Cf. FRANCISCO, Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Años de la Vida Consagrada, 21.11.2014, n. I 1.
4 Cf. Ibídem., n. II 1- 5.
5 Ibídem., II 1.
6 PABLO VI, Exhortación Apostólia Gaudete in Domino, 9.5.1975.
7 Ibídem., n.8.
8 FRANCISCO, Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Años de la Vida Consagrada, 21.11.2014, n. II 1
9 “En efecto, más allá incluso de los carismas propios de los Institutos dedicados a la misión ad gentes o empeñados en una actividad de tipo propiamente apostólica, se puede decir que la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada. En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16; Gl 1, 15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24, 49; Hch 1, 8; 2, 4), coopera eficazmente a la misión del Señor Jesús (cf. Jn 20, 21), contribuyendo de forma particularmente profunda a la renovación del mundo”. JUAN PABLO II, Exhortación apostolica postsinoda VIta consecrata, 25.3.1196, n. 25.
10 FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 96
11 PABLO VI, Exhortación Apostólia Gaudete in Domino, 9.5.1975, n. 16.
12 Ibídem., n. 12
13 FRANCISCO, Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Años de la Vida Consagrada, 21.11.2014, n. II 1
14 FRANCISCO, Discurso, 8.5.2013.
15 PABLO VI, Exhortación Apostólia Gaudete in Domino, 9.5.1975, n. 12.
16 Ibídem., n. 16.
17 Ibídem., n. 18.
18 CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA, Alegraos, 2.2.2014, n.
19 PABLO VI, Exhortación Apostólia Gaudete in Domino, 9.5.1975, n. 22.
20 Cf. FRANCISCO, Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Años de la Vida Consagrada, 21.11.2014, n. II 1
21 RB, n. 58.
22 BENEDICTO XVI, Discurso, 12.9.2008.
23 SAN AGUSTÍN, Confesiones, (I, 1, 1).
24 MORTARI, L. (a cura di), Vita e detti dei Padri del deserto/1, Città Nuova Ed., Roma 1975, p. 83 – 84.
25 FRANCISCO, Discursos, 7.11.2014.
26 “Gilbert Keith Chesterton [‘gɪlbət ki: θ ‘ʧestətən] (Londres, 29 de mayo de 1874 – Beaconsfield, 14 de junio de 1936), más conocido como G. K. Chesterton, fue un escritor y periodista británico de inicios del siglo XX. Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes”. http://es.wikipedia.org/wiki/G._K._Chesterton (7.12.2014).
27 “Por lo tanto, no se puede comprender la comunidad religiosa sin partir de que es don de Dios, de que es un misterio y de que hunde sus raíces en el corazón mismo de la Trinidad santa y santificadora, que la quiere como parte del misterio de la Iglesia para la vida del mundo”. CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA, 2.2.1994, n. 8.
28 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 25.
29 “Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes»”. FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 24.11.2013, n. 53.
30 Ibídem, n. 187.
31 Cf. iMutuae relatione, n. 13.

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