La grandeza de esta vocación cristiana no está en lo mucho que uno ha de rescindir o dejar atrás, la grandeza estriba en la totalidad de un amor inconmensurable con que somos abrasados por Dios. Ciertamente, somos lúcidos del esfuerzo que entraña el llamado a la conversión, que digamos es un estado permanente en esta peregrinación hacia el Cielo. No obstante, esos esfuerzos no pueden tener más justificación que el de arrimarnos a la cercanía de Cristo, quien ya se nos adelantó con su amor hasta el extremo desde hace algunos siglos…
Podría pasarnos, tristemente, que nos hayamos desprendido de tantas cosas, que hayamos ejercitado numerosas renuncias en lo que va de nuestra vida, y todavía no tengamos la certeza de que vamos caminando encima de las pisadas que Cristo ha dejado en los valles de la historia humana. Lo importante no es la nostalgia de aquello que dejamos libremente, sí importa que podamos experimentar la intensa mirada de amor con que fuimos admirados por el Cristo que pasa constantemente a nuestro lado. Porque su mirada de amor es la razón anterior a cualquier otra razón que podrá explicar la magnitud de lo que llamamos Cristianismo.