Rehabilitar la pureza
La palabra pureza, cuando se utiliza en ámbitos religiosos, genera todo tipo de reacciones: para unos, es un vestigio absurdo de una religiosidad obsesionada con la sexualidad y la negación del cuerpo; para otros, es un ideal al que sólo unos pocos elegidos (ángeles y santos) pueden llegar; para la mayoría, es un término que ha caído en desuso y que, quizá, convendría olvidar.
Sin embargo, la pureza como ideal de vida tiene profundas raíces en la tradición y en la espiritualidad cristiana que no podemos ignorar o descartar de un plumazo por el abuso histórico que de ella se haya hecho. Como en tantas otras ocasiones, para profundizar en el significado de una expresión y desempolvar las capas de sentido que se le han adherido con el paso del tiempo, ayuda mucho explorar sus distintos usos, por muy alejados que parezcan en un primer momento, y así redescubrir, en lo antiguo, algo nuevo.
En química, un compuesto es puro si no está mezclado con otros elementos. Por ejemplo, el oro. O un diamante, que es carbono puro. En el caso del agua es más difícil, porque casi siempre lleva sales disueltas u otras impurezas. Lo más cercano a un agua pura sería el agua destilada. La pureza de intención, en este sentido, significaría que no está mezclada con otras motivaciones (y no que las otras motivaciones sean buenas o dejen de serlo, eso es otro asunto). Por ejemplo, desear la prosperidad económica es algo bueno y bendecido por la Biblia. Sin embargo, mentir o utilizar a las personas para lucrarse no lo es. Aquí resulta evidente que una intención recta (pura) se contamina al mezclarse con otras razones o intereses.
La pureza, por tanto, remite en una de sus acepciones a unidad y simplicidad, a una intención y una voluntad centradas sólo en una cosa o en una persona. Parafraseando a Descartes, podríamos decir que la pureza remite a intenciones “claras y distintas”, a claridad de visión y unidad de deseo. Y aquí podemos ya extraer una primera conclusión: no debemos asociar la pureza (como ha sucedido a menudo) sólo con el sexto mandamiento, sino con los diez. Y especialmente con el primero: “amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser”. Es decir, amarás con pureza de intención, sin mezcla ni dispersión, y eso centrará tu vida y reordenará todos tus otros amores, deseos e intenciones.
Conviene recordar que, para los cristianos, el principal problema no es que nos contaminemos con impurezas -algo, por otro lado, casi inevitable- sino que no nos centremos en lo importante, en Dios. En este sentido, la experiencia acumulada y la sabiduría de la tradición monástica puede clarificar una segunda acepción de la pureza. La palabra monacato (mona-toien griego) hace referencia a la unidad. El monje y la monja no son personas solitarias y aisladas (ni necesariamente puras), sino personas que tratan de orientarse hacia Dios, de centrarse “sólo en Dios”.
Su soledad es consecuencia del deseo de purificar su intención, no la razón por la que escogieron ese peculiar estilo de vida. La búsqueda de la pureza, para las personas consagradas, es el motor que les conduce a la oración, a la meditación y a una vida reglada. Pero todos esos aspectos externos –conviene insistir– son tan solo medios para alcanzar el fin que se desea: vivir unificado, centrado, puro.
Pero este tipo de pureza no es exclusivo de célibes y ascetas. En la Biblia encontramos muchos ejemplos y modelos de personas puras. La pureza de María, por ejemplo, nos recuerda su apertura incondicional a Dios, su disposición a centrarse en las palabras de Jesús, su unidad y sencillez de corazón. Por eso, en la tradición cristiana, afirmamos que María es modelo de pureza y primera cristiana. La historia del sacrificio de Isaac, salvando la distancia entre la figura de María y de Abraham, remite también a esa misma unidad del corazón. Abraham no responde a un Dios sádico, que exige sacrificios humanos, sino a una llamada que le pide mostrar su libertad interior y su pureza de intención.
Frente a la distorsión histórica en la comprensión de la pureza, el papel central que ha jugado María en la iconografía y la devoción popular resulta clarificador. Conviene recordar por un momento el pasaje evangélico que nos narra cómo María, tras la desaparición de Jesús en el templo de Jerusalén, “guardaba todo aquello en su corazón”.
Si químicos y monjes nos recuerdan que la pureza remite a unidad y a simplicidad, María nos advierte que también implica capacidad de examinar, contemplar y volver –una y otra vez– al misterio de las experiencias que no entendemos. Volver para desvelar sus mensajes y profundizar en sus significados. Volver a una segunda inocencia que descubre el misterio y lo sagrado en la rutina cotidiana.
Dicho de otro modo, la pureza no es sólo sinónimo de simplicidad de vida, claridad de intención y bondad moral. Es también deseo de búsqueda, apertura permanente y capacidad de dudar de las propias seguridades. La pureza de María brota tanto de su capacidad para confiar, contemplar y escuchar como de su disposición a buscar, meditar y dudar. La pureza de María nos invita a centrarnos en una sola cosa: el misterio de la vida de Jesús.
En el mes de mayo podemos inspirarnos en María, la madre de Jesús, imaginando que es su Hijo mismo quien nos dice: “Sed puros como María”, es decir, “permaneced dispuestos a buscar, meditar y dudar”. El mes de mayo es un tiempo idóneo para rehabilitar la pureza.
Jaime Tatay, SJ