Ser en la Iglesia y en el mundo

1 Mar, 2013 | En el mundo - Secularidad

Benedicto XVI ha recorrido los escenarios de la nueva evangelización en el siglo XXI

JOSÉ LORENZO |

La Iglesia católica ha entrado a tientas en el siglo XXI. Es una afirmación dura, pero basta levantar la vista, mirar alrededor y ver su desconcierto para darse cuenta de que no es exagerada. En realidad, hace tiempo que busca su sitio en el mundo.

El Vaticano II supuso un paso importante en esa tarea sincera de salir al encuentro. Y este Papa que ahora se va nos ha dejado cartografiados algunos lugares por los que transitar en ese nuevo éxodo, un puñado de coordenadas con las que llegar a una nueva forma de ser cristianos en la Iglesia y, consecuentemente, de estar en el mundo. Sin arrogancias ni miedos; con la humildad de los testigos.

Desde los primeros instantes de su pontificado, Benedicto XVI incidió en la importancia de respetar tanto el papel de las religiones en las sociedades como el de la separación de estas de las instancias políticas y de gobierno.

Sus apelaciones a la sana laicidad fueron continuas, y claramente expuestas durante su visita a Francia, en el año 2008, donde abogó por una nueva reflexión sobre el significado “auténtico” y la importancia de la laicidad. Clara separación del ámbito político y religioso, reiteró, y tutela de la libertad religiosa, elemento clave para la creación de consensos éticos en las sociedades.

De reivindicar la sana laicidad pasó a denunciar –en un marco que le esperaba de uñas, como era el Reino Unido de 2010– el creciente “secularismo agresivo” en países tradicionalmente democráticos. Y lo hizo, de nuevo, reivindicando el papel de la religión en esas sociedades, pero no para proporcionar normas a los políticos, sino para “ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”, como señaló en el célebre discurso de Westminster Hall. “La religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional”, insistió.

De este análisis crítico no se libró tampoco la religión, pues, como reconoció el Papa, si ese papel corrector de las creencias no siempre ha sido bienvenido, en parte se ha debido “a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo”. Para paliar este mal, abogó también por hacer pasar a las religiones por el “papel purificador y vertebrador de la razón”.

Ahí estaba claramente manifestada una de sus grandes obsesiones: la necesidad de encuentro entre el mundo de la fe y el de la razón, que “no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo por el bien de nuestra civilización”.

Un bien que ahora, en la era de la globalización, es más difícil determinar realmente quién es el encargado de garantizar. Se ha visto con el caso de esta Gran Recesión, cuyos efectos devastadores se siguen sufriendo hoy en muchos países que no han sido sus causantes.

Las preocupaciones por esta cuestión las puso de manifiesto en 2008 durante su histórico discurso ante la Asamblea General de la ONU, en donde invitó a “la comunidad internacional” a garantizar la protección de las regiones más débiles del planeta, aquellas “que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral, y corren, por tanto, el riesgo de experimentar solo los efectos negativos de la globalización”.

De esa reflexión saldría también el principio de la “responsabilidad de proteger” y, más adelante, la apelación a constituir “una Autoridad política mundial”. Muchas de estas propuestas siguen sin ser tenidas en cuenta por esa misma comunidad internacional.

Nueva evangelización

Pero no solo esbozó el Papa rutas para transitar un mundo que se deja permear por consensos éticos a la luz de las aportaciones de las religiones.

También para una nueva manera de ser y estar en la Iglesia. Esta ha sido otra preocupación constante, fruto de la cual ha ido tomando cuerpo el concepto de nueva evangelización –nacido durante el pontificado anterior– hasta crear un dicasterio para su promoción, y al que, en octubre pasado, se le consagró un Sínodo de los Obispos.

Para “la no fácil tarea de la nueva evangelización”, como señaló el propio Benedicto XVI, en numerosas ocasiones ha insistido el Papa en la necesidad de “personas que sean ‘creyentes’ y ‘creíbles’”. “Hoy, la prioridad pastoral es hacer de cada hombre y de cada mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva evangélica en medio del mundo”; diría en Portugal, en mayo de 2010. “Al final, realmente, la verdad vence no con la fuerza, sino gracias a la persuasión, al testimonio heroico de hombres y mujeres”, señalaría en la descristianizada Chequia en 2009.

Hablaba, fundamentalmente, de la importancia en la Iglesia de testigos creíbles, pero también era consciente de que los llamados a dar testimonio no siempre habían sido coherentes. Por eso, en su Alemania natal, en 2011, invitó a la Iglesia a liberarse “de fardos y privilegios materiales y políticos” para dedicarse “de manera verdaderamente cristiana al mundo entero”.

Le pedía “desprenderse con audacia de lo que hay de mundano” en ella, no para retirarse del mundo, sino “lo contrario”. “Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado. No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad”.

Porque, como dijo en la homilía con motivo de su 85º cumpleaños, “ quien se abre a Dios, no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos ”. Y eso es lo que este Papa quería para los cristianos de este siglo XXI: hermanos de quienes caminan a su lado en el mundo, sean o no creyentes.

En el nº 2.838 de Vida Nueva.

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