Virginidad
La Iglesia reconoce una importancia hasta predominante a la vida virginal. El Concilio de Trento dice: «Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato, que unirse en matrimonio, sea anatema» (D. 981). La doctrina de la Iglesia se funda en la Escritura. Cuando Cristo explica a sus discípulos -asustados de su mensaje de la indisolubilidad del matrimonio- que Dios concede la posibilidad de la verdadera vida matrimonial, alude a una cumbre más alta de vida; hay hombres que renuncian al matrimonio no porque una falta o defecto físico les haga incapaces de él, sino por amor al reino de los cielos (/Mt/19/01-12). La forma virginal de vida sólo es posible desde Cristo; por mucho que se hubiera estimado y estime la virginidad prematrimonial en la época precristiana y en religiones no cristianas, la idea de una vida continua de virginidad y las fuerzas para ella proceden de Cristo; la virginidad significa que un hombre es poseído y dominado completamente por Dios; presupone, por tanto, la cercanía especial de Dios al hombre, quo fue creado en Cristo. La virginidad no es sólo la renuncia vitalicia a cualquier satisfacción sexual por motivos éticos, sino la inmediata y completa conversión a Dios de las fuerzas humanas del amor. La virginidad no nace del desprecio o minusvaloración del matrimonio o de la aversión a él. Dice San Juan Crisóstomo (La Virginidad, 10): «Quien denigra el matrimonio, mengua también el honor de la virginidad. Quien alaba el matrimonio, tanto más ensalza la maravilla esplendorosa de la virginidad.» El que es virgen renuncia al valor del matrimonio, reconocido como tal valor porque está él lleno de Dios (I Cor. 7, 25-35); renuncia a la forma de vida natural en el estado de peregrinación, sin hacerse preso desnaturalizado. Aunque le está negado el natural complemento y acabamiento de su ser, está, sin embargo, lleno de Dios. Dios es el único que puede ser amado hasta el fin en sentido pleno y definitivo. A la raíz de toda experiencia amorosa de un gran corazón, que siente claramente, incluso en el fondo del corazón más feliz y rico, hay quizá una imposibilidad de la última plenitud. «Tal vez tengamos que decir que el amor no puede expresarse con toda su riqueza respecto del hombre porque éste es demasiado pequeño, porque es imposible captar su suprema intimidad, porque se halla siempre envuelto en cierta lejanía. Acaso esta experiencia dolorosa y este ultimo fracaso del amor humano hacen presentir al hombre que hay otro amor, pero que es imposible realizarlo con respecto a otro ser humano, un amor cuyo objeto mismo y cuyas condiciones han de sernos dados de lo alto. La Revelación lo muestra. He aquí el misterio de la Virginidad» (R. Guardini, El Señor, vol. I, págs. 492-493, 1954). De la virginidad obrada por una gracia especial (carisma) se distingue la continencia prescrita por la ley o impuesta por las circunstancias de la vida, que tampoco es posible más que desde Cristo. Pero en el segundo caso se deja más campo de juego a la libre decisión humana. Quien se decide por la continencia, sólo puede hacerlo honrada y limpiamente, cuando ve claramente el valor del matrimonio y acepta el sacrificio de la no plenitud de su ser anímico y corporal con amor servicial a Dios y a los hermanos y hermanas; también a él se le concede otra plenitud por su disposición.
Cuando la Iglesia habla de la supremacía de la vida virginal sobre la matrimonial, alude a la forma de vida, no al hombre que vive en ella. La ordenación hecha por la Iglesia de las formas de vida tiene como norma la plenitud ultramundana del mundo. El mundo camina hacia un estado en el que perderá las actuales formas y adquirirá una forma gloriosa e imperecedera, presignificada ya en el cuerpo resucitado de Cristo. La forma matrimonial de vida pertenece a los modos transitorios de existencia y pasa con ellos. Esto no quiere decir que, los que vivieron aquí matrimonialmente, no permanezcan allá unidos lo más íntimamente posible; no cambian más que las formas de unión. En la vida virginal está representada previa y analógicamente la forma perfecta de la vida del mundo futuro, es una continua advertencia de que la forma actual de este mundo pasa y que llegará lo inmutable e imperecedero. Quien elige la forma virginal de vida presta un servicio sobrenatural al hombre olvidadizo; le recuerda lo futuro y le guarda de perderse en lo perecedero. La virginidad se convierte así en una realización del amor.
Por tanto, aunque la Iglesia ordena según su rango ambas formas de vida, se abstiene de ordenar del mismo modo a los quo viven en ellas. «Por el camino de la virginidad unos se hacen fervorosos, perfectos, íntimamente entregados a Dios y a los hermanos, maduros y sabios; y otros, estrechos y fríos, orgullosos y violentos; y en el matrimonio unos se hacen magnánimos, humildes, respetuosos, desinteresados, y otros se hacen burdos, superficiales, brutales y egoístas» (J. Gülden).
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VI LOS SACRAMENTOS
RIALP. MADRID 1961, págs. 700-711