VIRGINIDAD ADOLESCENTE (Y MÁS)
Josué Fons
Hablé hace no mucho de la necesidad de cambiar nuestra mentalidad acerca del sexo. De hacerlo en positivo, de dar el paso (de una vez) a reivindicarlo en toda su gozosa naturalidad, humanidad y santidad, por ser obra del mismo Dios.
Pues bien, ayer estuve charlando con Susana, de 16 años. Es una chica simpática y tenía ganas de contar cosas, y también de preguntar… Susana no habla mucho con sus padres y tenía dudas. Sale con un chico desde hace algún tiempo, y como dice ella, “lo hacen”. El resultado ha sido algún susto y unas cuantas píldoras postcoitales. Yo la escuchaba con atención y una (espero que correctamente disimulada) sensación de tristeza y decepción. Hace un tiempo escuchaba de Andrés una historia muy parecida en versión masculina, solo que él, en vez de sonreír como Susi, sollozaba por el temor de haber dejado embarazada a su novia… No son cosas nada especiales, y cualquiera que trabaje pastoralmente con adolescentes lo sabe perfectamente.
Bueno, ¿qué creen ustedes que puedo decirles? No tienen la más remota consideración de que lo que están haciendo sea algo negativo, ni mucho menos pecaminoso. De hecho, si algo me sorprende en los últimos diez o quince años, es la naturalidad con la que entre ellos hablan de sus experiencias en grupos mixtos, sin ningún temor de que por eso se vaya a hablar mal de ellos después… En otras palabras, es cierto lo que dicen las encuestas: para la mayor parte de los muchachos y muchachas de nuestro país, las relaciones sexuales ( como mínimo con sus “novios”), son algo totalmente asumido y normal.
El caso es que yo me eduqué comunitariamente en la importancia de la castidad, y la “espera” y ahora me doy cuenta de que esos conceptos resultan tan ajenos a mis chavales como la sinfonía (40) de Mozart que estoy escuchando ahora mismo. Así las cosas, parecería que lo más prudente para no amargarse la vida es aceptar el hecho de que las cosas han cambiado y que esto es lo que hay. De hecho ya hay sectores dentro de la Iglesia que, simplemente, prefieren no tocar el tema. Ya saben: “no digas, no preguntes”.
Y, pese a todo, ¡yo no puedo aceptarlo! No solo por el tema moral en sí. No: se trata de ellos… porque estoy convencido de que, por mucha naturalidad e inocencia con que se viva el sexo entre adolescentes, hay un daño que se produce, no solo espiritual, sino físico y psicológico. Aunque no pueda explicarlo con exactitud científica, tengo la intuición (la que siempre ha tenido la fe cristiana, y antes que ella la judía) de que ese quemar etapas, ese borrar cada vez más los límites de la infancia, ese vivir lo que no corresponde aún y sufrir ya lo que todavía no estaba previsto, pasa y pasará factura a lo largo de la vida, como la pasa todo aquello ajeno al plan previsto por Dios.
Está claro que no se trata de volver al concepto de la honra de nuestro Siglo de Oro: (“no me quites el honor, aunque me quites la vida”), a los viejos moldes machistas: enterrados están, que descansen en paz. Pero hay que volver a recuperar el valor de la virginidad y en términos no de norma, sino de valor con unos presupuestos nuevos. Necesitamos comunicar a los jóvenes que lejos de una cuestión puramente fisiológica se trata de una joya personal, que, si se pierde, puede volver a ser recuperada en el Señor (que “hace nuevas todas las cosas”) y vivida para su gloria, que las pautas consumistas de nuestra sociedad, el “lo quiero ahora y lo quiero ya” no hacen más que empobrecer la naturaleza humana y marchitar la alegría de vivir. Esos valores que, por naturaleza, se nutren de espera, y por tanto de esperanza.
¿Creen que lo conseguiremos? No sé, pero miren, a mí me llama la atención el trabajo realizado en los últimos 20 años en los EE.UU (sí, hecho por esos americanos a los que a veces tan suficientemente consideramos “infantiles” en este país). Allí, unas campañas llevadas a cabo en colegios, iglesias y universidades, con eslóganes positivos (true love waits, o “enseñales a tus hijos que <> no es una palabrota” etc.) han conseguido resultados espectaculares. Posiblemente no sea necesario ni prudente copiar cosas tan propias de la cultura estadounidense, como esos anillos de virginidad que llevan las estrellas Disney, pero sí insistir en dar una imagen positiva, valiosa, del hecho permanecer virgen porque se quiere.
De hecho, la virginidad, aparte de sus consideraciones teológicas y puramente cristianas se ha convertido en un valor contracultural, en una muestra de libertad personal ante un sistema determinado. Y no es la primera vez. Lo fue en la época del Imperio romano tardío, y lo ha sido más recientemente ( por ejemplo, siempre me ha llamado el caso de la castidad hasta una edad relativamente tardía de la escritora vanguardista Lou Salomé, musa de Nietzsche, Rilke y Freud).
Pues igual ahora ¡Por qué no! Eso sí, ¿donde encontrarán nuestros jóvenes comunidades de iguales, donde se fortalezcan mutuamente en su lucha contracorriente de una sociedad que intenta alienarlos? ¿Dónde encontrarán comunidades de adultos, que los acojan en sus casas, que pierdan el tiempo con ellos, que los enseñen, que les den ejemplos de matrimonio de éxito, o de vidas consagradas felices?
Bueno, lo de siempre.
Yo quiero tener esperanza. Quizá algún día muchos jóvenes españoles puedan justificar y entender que la montaña todavía sin hollar tiene un extraño valor añadido.
O que una sinfonía de Mozart, siempre, siempre suena nueva.
Que nuestra Madre María nos ayude.
Un abrazo.
josuefons@gmail.com