Virginidad, plenitud de uno mismo
Mauro Grimoldi
En el último capítulo de ¿Se puede vivir así?, don Giussani invita a descubrir la dimensión más verdadera del amor, esto es, de la relación con toda la realidad. Para acompañar el trabajo sobre estas páginas, hemos esbozado un recorrido entre prosa y poesía, que parte de Jacopone da Todi y llega a las recientísimas palabras de Benedicto XVI
Hablamos de virginidad, de esa integridad y perfección que nos devuelve a nosotros mismos, que hace de la vida una vida de verdad, que nos devuelve íntegra la realidad. Debemos hablar de esa “pobreza enamorada” que sabe amar todo y no fuerza nada. «Pobreza enamorada, ¡grande es tu señorío!», exclama Jacopone da Todi, hasta decir que el hombre que libremente ha ligado su libertad a la libertad de Dios, posee todo como si no poseyera, como si ya no hubiera distancia entre tierra y cielo:
«Después que mi querer se entregase a Dios, dueño de todas las cosas,
Él transformó mi amor por ellas en una cortesía enamorada»
(Jacopone da Todi, Pobreza enamorada)
Virginidad, ¡pobreza enamorada! ¡Nos llevas hasta la profundidad y las alturas del amor! Eres la juventud nunca perdida, que permaneces en el fondo del ser, más bella ahora que antes, juventud que «amas, y no esperas ser amada: ante cada flor que se abre, o fruto que madura, o párvulo que nace, al Dios de los campos y las estirpes das gracias en tu corazón» (Ada Negri).
Has florecido, juventud entera, virginidad, siguiendo el rastro de la Verónica, cuando ella se abría paso entre la multitud, en el camino del suplicio de Cristo, entre la gente que la miraba acercarse a Cristo: «Tu nombre nació mientras en tu corazón se imprimió el retrato: se hizo retrato de verdad. Nació tu nombre de aquello a lo que mirabas» (Karol Wojtyla). Mirabas a un Hombre, Verónica, como lo miraban los discípulos, como lo miraba Pedro cuando dijo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna», de vida verdadera, entera, perfecta; vida deseable que nadie sabría imaginar o inventar, pero que reconocemos porque es la vida que podemos ver, oír y tocar.
«Una vez alguien habló abiertamente, nos dijo todo», escribe Montale, «y fue inabarcable», porque ningún pensamiento podía definirlo, contemplarlo, preverlo. Inabarcable, pero real y verdadero.
¿Comienza aquí la virginidad? ¿Cuándo nos ha sucedido, nos sucede o nos sucederá también a nosotros, distraídos, poco fiables, mentirosos, poder decir «Señor, tú sabes que te amo», como niños que encuentran refugio en el regazo de su madre? Virginidad posible también para nosotros, si podemos repetir cada día:
«He aquí el lugar del mundo donde todo se vuelve fácil,
la pena, la partida, e incluso el acontecimiento,
y el adiós temporal y el abandono,
el único rincón de la tierra donde todo se vuelve dócil…
He aquí el lugar del mundo donde todo se hace niño,
y sobre todo ese hombre viejo con su barba encanecida,
y sus cabellos revueltos al soplo de la brisa,
y su mirada modesta y antaño triunfante.
He aquí el lugar del mundo donde todo se hace novicio,
y esa vieja cabeza y sus necedades,
y estos dos brazos endurecidos en los gobiernos,
el único lugar de la tierra donde todo se hace cómplice.
E incluso ese gran simplón que se hacía el astuto,
(es vuestro siervo, oh primera entre las siervas),
y que giraba entorno en un sabio orbe,
y que llevaba el agua a su molino.
Lo que por todas partes es una resistencia
aquí no es más que seguimiento y compañía;
lo que por todas partes es prosternarse
aquí no es más que dulce y larga obediencia…»
(Charles Péguy, Oración de residencia)
Por Ti se puede dejar todo, porque tu voluntad es nuestra paz: «In sua volontade è nostra pace: / ell’è quel mare al qual tutto si move / ciò ch’ella crïa o che natura face» (En su voluntad se encuentra nuestra paz: ella es el mar al que todo se dirige, lo que Él crea y lo que hace la naturaleza), escribe Dante en el canto III del Paraíso. Contigo nada se pierde, sino que todo llega a cumplimiento. De Ti viene ese fulgor de perfección que resplandece en los actos, en la palabra, en la mirada de esas criaturas que hacen de nuestra vida un canto que canta así:
«¿Es acaso el vivir el objeto de la vida? ¿Quedarán atados los pies de los hijos de Dios a esta tierra miserable? ¡No vivir, sino morir, y no fabricar la cruz, sino subir a ella, y dar lo que tenemos sonriendo! ¡Esa es la alegría, esa es la libertad, esa es la gracia, esa es la juventud eterna!» (Paul Claudel, La anunciación a María)
Como la joven de la que habla Giacomo Leopardi en una página memorable del Zibaldone:
«Verdaderamente, de los dieciséis a los dieciocho años una joven tiene en el rostro, en los andares y en la voz, un no se qué de divino, que nada puede igualar. Tenga el carácter que tenga, o el gusto que tenga; alegre o melancólica, caprichosa o discreta, vivaz o modesta; esa flor purísima, intacta, fresquísima de juventud; esa esperanza virgen, incólume, que se lee en su rostro, en sus actos, o que vosotros, al mirarla, concebís en ella o por ella; ese aire de inocencia, de ignorancia absoluta del mal, de las adversidades, de los sufrimientos; esa flor, en suma, esa flor primerísima de la vida; todas estas cosas, aún sin enamoraros, aún sin interesarse por ella, imprimen en vosotros una impresión tan viva, honda e inefable, que vosotros no os saciáis de mirar ese rostro. Y yo no conozco cosa que más que esta sea capaz de elevar nuestra alma, de transportarnos en otro mundo, de insinuar una idea de ángeles, de Paraíso, de divinidad, de felicidad. Todo ello, repito, sin enamorarnos, es decir, sin movernos a poseer ese objeto».
Virgen, es decir, incólume; no sólo en el sentido de “intacto” sino, como sugiere Pietro Citati en su libro sobre Leopardi, en el sentido etimológico de “entero”. Así se aparece Beatriz a Virgilio en el canto II del Infierno: la hermosura de esa criatura, cuyos ojos resplandecen más que estrellas, dispone al poeta mantuano a obedecerla espontáneamente, antes incluso de conocer el motivo de la inesperada visita. Sólo hay una pregunta que no puede dejar de dirigirle, para correr después a cumplir la misión que ella le ha confiado: ¿No temes –le pregunta– por tu incolumidad mientras caminas sola por este abismo de mal, por este centro tan lejano del lugar de tu bienaventuranza? Beatriz no tiene miedo porque, responde, sólo hay que temer las cosas que tienen poder para corromper, y
«Dios con su gracia me ha hecho de tal modo
que vuestra miseria no me toca
ni llama de este incendio me consume»
(Dante, Infierno II)
De igual modo avanza la voz de Jerónima en el corazón malvado de Miguel, como un rayo de verano en una cueva nocturna, habitada por las alucinaciones soñadas en una enfermedad: «Vi, un día, a una monja de la Misericordia aventurarse sola en el recinto rojo de los condenados al suplicio» (Oscar Milosz, Miguel Mañara). Así es la voz de Jerónima: terrible por su inocencia.
Este reflejo de integridad, de perfección, entrevé Umberto Saba en el amor de Lina, su mujer: él, que ha conocido todo amor humano y habla de sí mismo como de nacido de oscuros sucesos, por ella, y sólo por ella, querría comenzar de nuevo, elegiría vivir de nuevo:
«La amé por la altura de su dolor;
fue todo para mí en este mundo,
y nunca presumió de ello,
y supo amarlo todo, más que a sí misma»
(Umberto Saba, Ed amai nuovamente)
Todavía más eficaces resultan los versos en dialecto friulano de Giacomo Noventa:
«Hay en tus ojos – Ojos de hebrea
Como una luz – Que me consume»
(Giacomo Noventa, Gh’è nei to grandi – Oci de ebrea)
En estos ojos yo me avergüenzo de haber mirado, porque tú respondes a mi vicio con toda la gracia de tu buen corazón, porque tratas mis ganas como si mis ganas fuesen amor. ¿Eres una sierva, o la tuya es la devoción de una santa? Es un hecho que yo, que me creía un hombre libre, me encuentro atado a tu señorío.
Antes de que aparecieras, escribe de nuevo Noventa en otra poesía, el sabor del pan y la luz del cielo eran inciertos; contigo, el pan cotidiano es hoy una gracia; gracias a ti sé, conozco la cercanía de Dios (cfr. Giacomo Noventa, El sabor del pan).
Pero si es verdad lo que escribe Jacopone da Todi en Vergen plu ca femena (Virgen, más que fémina), es decir, que «cada hombre nace enemigo», en María, en santa María beata, la única en cuya naturaleza no hubo pecado, se reconstruye esa amistad original con la propia vida, con la de los demás y con la del cosmos, destrozada por la extrañeza del pecado. En ella, la «vida eterna» ha plantado su morada en este mundo, y lo creó de nuevo: «El verbo que crea todas las cosas habita en ti, Virginidad». Ante el anuncio del ángel, Jacopone convoca al mundo, a toda la «gente», que en un silencio cargado de agitado desasosiego, invoca el “sí” de María. De nuevo, Jacopone: «Ayúdanos, Virgen, porque el mundo se hunde si tú tardas en responder». Se hunde el mundo si tu respuesta no llega solícita, María, «fuente viva de esperanza» (Dante, Paraíso XXXIII)
El ideal de perfección alcanza así su vértice ardiente: María es más que una mujer que ha decidido conservarse intacta en vistas a una donación nupcial futura. En María, como observa Giacomo Biffi en Canto nupcial, «el presente y el futuro coinciden»: Dios, el Destino al que tiende toda criatura, habita en ella en su presente de mujer. De este modo María es madre, «supremamente fecunda porque es supremamente virgen, es decir, porque es supremamente poseída por la potencia del Altísimo».
Esta fecundidad abraza todo el mundo, la Ciudad de los hombres, como declara la historia de Pierre de Craon. En el primer crepúsculo del día, el constructor de catedrales se despide silenciosamente de la casa que le ha hospedado. Se marcha, marcado por la oscura flor de la lepra, solo, antes de que el sol despierte a hombres y animales. «No vivo igual que los otros hombres», dice a Violaine, que sorprendentemente le espera para despedirse de él, «siempre bajo tierra, en los cimientos, o en el cielo, con las campanas» (Paul Claudel, La anunciación a María). Pierre de Craon construye la morada de Dios y de los hombres. Esperanza es el nombre de la iglesia en la que está trabajando. No es empresa pequeña, porque, como escribe T.S. Eliot en los Coros de “La Piedra”, «donde no hay templos no habrá hogares, aunque vosotros tenéis refugios e instituciones, precarios alojamientos mientras se pague el alquiler, sótanos hundidos donde cría la rata o viviendas sanitarias con puertas numeradas o una casa un poco mejor que la de vuestro vecino».
«¡Qué destino! El hombre que lleva grabado en su piel el sello de la corrupción está llamado a rescatar el mundo, la ciudad de los hombres que, sin templo, está condenada a la ruina.
… y al final nuestra Sión
será una Sodoma perdida que danza sobre melodías sentimentales
hasta que el corazón le estalla, una Gomorra cansada
deslumbrada por su antiguo yo
y cuyos sueños más queridos, aunque todavía imperantes,
son sólo formas que no vuelven a reverdecer».
(Wystan H. Auden, L’età dell’ansia)
Para la obra de Pierre hace falta vivir en otro nivel: en la profundidad y en la altura de aquella pobreza enamorada que permite «poseer cada cosa con espíritu de libertad» (Jacopone da Todi, O amor de povertate). Dante llama país sincero al Paraíso, el país sin ficción, sin artificio, sin falsificación, enteramente puro. María es este País, y con ella, la Inmaculada, la Ciudad se convierte en morada humana:
«La mirada de María es la mirada de Dios dirigida a cada uno de nosotros. Ella nos mira con el amor mismo del Padre y nos bendice. Se comporta como nuestra «abogada» y así la invocamos en la Salve, Regina: «Advocata nostra». Aunque todos hablaran mal de nosotros, ella, la Madre, hablaría bien, porque su corazón inmaculado está sintonizado con la misericordia de Dios. Ella ve así la ciudad: no como un aglomerado anónimo, sino como una constelación donde Dios conoce a todos personalmente por su nombre, uno a uno, y nos llama a resplandecer con su luz»
(Benedicto XVI, Solemnidad de la Inmaculada Concepción, 8 de diciembre de 2010).